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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
28 de agosto de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo comparando la cifra del presupuesto (la nada despreciable cifra de dos millones y cuarto de dólares), con la de una recaudación que lo multiplica por diez, podemos entender que Won-kuk Kim, el productor de Gonjiam: Haunted Asylum (2018), estuviese buscando unas castañuelas para celebrar lo que, por lo menos, es indiscutible éxito comercial de una pieza de horror coreano, dirigida por Jeon-Beom sik, quien ya contaba en su currículo con sendas del género: “Horror Stories” (2012), y “Epitaph” (2007), ambas también de factura de su nacionalidad.

A mediados de la década de los 90, el Hospital Gonjiam, que más tarde fue calificado como uno de los 7 lugares más escalofriantes del Planeta (en lo que refiere a posibles o supuestos fenómenos paranormales), tuvo que ser abandonado por lo que parece la incapacidad de su propietario, que huyó a los Estados Unidos, de salvar la institución de las continuas dificultades administrativas y financieras en las que se hallaba. Parece ser, pues, que con el tiempo, y alimentado por las leyendas y rumores de los lugareños, el sitio fuera atrayendo, poco a poco, innumerables visitas de curiosos y fans de lo fantasmagórico; y hasta incluso, por el caso que nos ocupa, se convirtió en el centro de atención de una productora que elaboró una película que, sin duda, ayudará a que Gonjiam se perpetue en la imagenería de las famosas ubicaciones encantadas, por ende centros de peregrinaje y culto de los creyentes (o fisgones) en estos menesteres: un viento a favor que tenían las velas del proyecto del equipo de producción, es toda la leyenda sobre posibles torturas, asesinatos y misteriosas muertes de pacientes y miembros del personal, que propiciarían el abandono del psiquiátrico y su posterior mitificación como edificio maldito.

Estamos ante un diseño de producción muy bien meditado y planificado, pues el triunfo (no sólo pecuniario) de este filme, no fue sólo debido a las gracias de la Warner Bross, que se afanó en postularse como su distribuidora; tenemos ahí un sustrato de imaginario avalado ni más ni menos que por el “rank” de la CNN, que se mantenía también fresco gracias a la reciente predecesora “Grave Encounters” (2011), de cuyo formato seguramente también se tomó cuidada y debida nota: un equipo de personas reclutadas por un canal de televisión (en el caso de “Gonjiam”, Youtube), y encargadas de adentrarse en las fauces del siniestro sanatorio para hallar evidencias de actividad sobrenatural, para poder conseguir una lucrativa cuota de mirones.

Esta será la base del la estructura temática de la historia, con la que se fortalecen todos los procesos identificativos del “público diana” al cual irá dirigido, sin lugar a dudas, el producto final: la retransmisión en directo de los acontecimientos descritos en la pantalla, es una forma de introducir al espectador a una especie de vivencia en primera persona, como si fuera “uno más” de la cuadrilla de insensatos que se dirigen al encuentro de su perdición. Y este “life-broadcast” es el medium que cumple con las funciones de narrador de unos sucesos que se nos presentan al estilo de un “reality show”; un conducto directo a la diégesis de la película.

Y, por si no fuera poco, a diferencia de otras piezas que los iluminados incluirían en esta sub-etiqueta del llamado “found footage” (documental o vídeo encontrado), en las que exclusivamente casi se cuenta con la perspectiva del miembro del equipo de turno, encargado de la cámara, Yoon Byung-Ho, al mando de la fotografía, soluciona los posibles problemas narrativos y estéticos que supone este único ojo, armando a los expedicionarios con equipos audiovisuales completos; cámaras GoPro, por ejemplo, drones, y otra clase de múltiples artilugios “a la última”, que permiten que la audiencia pueda encontrarse no sólo desde el punto de vista propio de todos y cada uno de los personajes, sinó también desde una óptica externa a ellos. Así, entre otras cosas, ya no se da la polémica del porqué un personaje sigue grabando ante un inminente peligro, las veces dejando que uno o varios de sus compañeros se tengan que sacar las castañas del fuego, en vez de ayudarles o, simplemente, echar a correr dejando la cámara de marras sin importar si ésta graba o no.

Otro aspecto fundamental sobre el que se sustenta el guion creado por el propio director, en colaboración con Park Sang-min, y al que contribuyen varios factores descritos anteriormente, es el cariz de “verismo” con el que se pretende vestir todo. Para ello, por ejemplo, los nombres de los personajes se hacen coincidir en casi todos los casos con los propios de los actores que los interpretan. Como si ya no estuviésemos hablando de una ficción, o incluso de una recreación documental, sino de la crónica de unos hechos reales retransmitidos en directo: como si buscando el canal de la plataforma audiovisual del señor que orquesta todo, fuésemos a encontrar su reportaje en vivo. El objetivo que comparten otras producciones parejas: de que lo acaecido es (o fue) real.

Un dato interesante, y sobre el que el desarrollo argumental se trenza entre dos subtramas, es el debate sobre hasta qué punto un reportaje de estas características (que por ejemplo podríamos encontrar en programas como el famoso “Cuarto Milenio”) presenta hechos y datos que son verídicos, o estamos hablando de productos manipulados. En este sentido, vemos como se descubre la intención consumada del jefe de la cuadrilla (que en la “base de retaguardia” ha instalado su cuartel de producción), de manipular intencionadamente el entorno con trucos para colar como cierto lo que tomen las cámaras y equipos de audio. Para ello cuenta con la complicidad de uno de los infiltrados en el asilo.

Cabe decir (¿moraleja?) que la cosa se le va a girar en contra cuando todo se desmadre. ¿En verdad tenemos ahí un punto socarrón de denuncia, por parte de Jeon-Beom sik, de cómo se maneja todo el cotarro del mundo de la información audiovisual? ¿Un atisbo de crítica social?
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Jordirozsa
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5
25 de agosto de 2022
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De factura canadiense, “Pyewacket” (2017) es una modesta producción de Adam MacDonald, quién ya se había estrenado tres años antes con “Backcountry” (2014), en la que un feroz oso nos recuerda las fechorías de otros bichos asesinos como el tiburón, el cocodrilo o la anaconda. Más recién, el realizador cuenta con un par de miniseries en su almanaque, con las que hasta la fecha no ha encontrado su sitio como posible renombrado cineasta.

En el terror, nada fácil es conseguir el propio pedestal en el panteón de los dioses. Complicado es consagrarse en este terreno, y más aún en el grado de especialista.

Habido el parto en el Festival Internacional de Cine de Toronto, se trata de una cinta que apenas ha superado los ciento cincuenta mil dólares de recaudación en lo que lleva en curso, a pesar de la cantidad de comentarios y reseñas que sobre ella se han llegado a escribir, en comparación a otras películas por el estilo, y de una bastante controvertida aceptación.

Esto denota que la historia que nos brinda MacDonald posee una base de decencia y un mínimo de buen hacer, a pesar de las múltiples limitaciones que se puedan encontrar, no sólo en un presunto bajo presupuesto del que muchos hablan (no he sido capaz de encontrar las cifras del coste de la “fiestuki” en cuestión), sino en lo técnico y, sobre todo, en lo artístico.

Una simple mirada superficial del asunto, de la que se puede sacar poco más que el convencionalísimo argumento de la archi típica trama teleñeca de sobremesa sobre los tira y afloja entre una recién enviudada burguesa de clase media-alta y su rebelde y estrafalaria hija adolescente, con tintes de terror por cable, es la que a bote pronto puede inspirar este rechazo de primer impulso, motivado además por un carácter o aire que le da la etiqueta “fashion” de turno, llamada “indie”. Así como el típico reniego, comparable al de los gruñones que en la mesa siempre se quejan de que si falta sal, pimienta, esto o lo otro, de que si “es lenta…”, “no tiene sustos…” o “le falta gore…”.

Por otro lado, hay que soportar igualmente el fastidio que genera el que otros iluminados la presenten como el “no va más” de lo que en su día apareció como lo “último” en terror.

Digamos que el realizador, que también se encarga de controlar los fogones del guion, consigue salvar los muebles de su engendro, al que no da el suficiente fuelle; sí, para que nadie (o pocos) se le meen en la jeta, pero no lo bastante como para construir algo sólido en los 90 escasos (si descontamos el “tempo” de los títulos de crédito finales) minutos que los productores y sus mortadelos le dan de cuerda; tarea de maestros si, encima, tiene que ser con un pretendido “slow burn” (otra maldita etiqueta).

No faltan los indicios que nos revelan que el canadiense sabe más o menos por donde está pisando, y hacia donde quiere llevarnos. Pero uno tiene que tomarse más de una molestia para bucear en las tripas de lo que habría podido ser (que es más de lo que es en realidad) una película mucho más potente y con más sustancia: por lo menos, nuestro cocinero es honesto e implícitamente reconoce sus torpezas e incompetencias, y no añade sustitutivos artificiales, potenciadores del sabor (siempre es preferible un plato de acelgas hervidas sosas, que una sopa de miso sabrosa a golpe de glutamato potásico).

Uno de los puntos que denota esa honestidad, es la banda sonora de Lee Malia, que apenas cubre media hora del metraje, y lo hace en la medida y los momentos adecuados con el conjunto instrumental en el que se maneja, añadidos algunos efectos y timbres de sintetizador, a falta de ingenio, conocimientos y experiencia en el uso de la orquesta. Despacha su cometido con un “suficiente”, sin empañar con estúpidos golpes de efecto la poca tensión que contribuye a generar (en su mayoría mérito suyo) a lo largo del metraje.

La fotografía de Christian Bielz se gana varios enteros, principalmente por su capacidad de transmitir agobio y estrés con los tonos que usa: más frescos y auténticos en las escenas de exteriores, y excesivamente cargados y/o saturados en algunas escenas de interior de la casa, principalmente en la desembocadura del final, en el que el acopio de amarillos se hace bastante irritante, por mucho que me aleguen que se pretenda figurar o anticipar “la alta temperatura” a la que terminará todo, o inyectar un plus de estimulación a nuestros conos, para así augmentar un nivel de “arousal” atencional que no se ha proporcionado en la mayor parte de la cinta.

La predominante concisión de los planos, y su sucesión en las escenas da a la vez una sensación de opresión e incapacidad de escapatoria de la situación creada que viven ambas protagonistas (y la convulsa relación que existe entre ellas), así como si también quisiera dar un cariz de naturalidad en la exposición de la historia, un valor añadido de “verismo”, tanto en la narración como en el hacer de los actores.

Sin embargo, un montaje con el que se pretende dar un ritmo “andante” al desarrollo de un guión pobrísimo, muy poco explotado o desplegado, genera unos huecos y elipsis que no hacen más que agrandar una serie de vacíos con los que, lo que nos cuentan, no es otra cosa que la viva imagen de un “gruyère”. Y encima, no consigue el deseado efecto de dar movimiento propio al devenir de unos hechos que indefectiblemente conducirán a una resolución atropellada y chapucera.

El trabajo de ambas principales, la novicia Nicole Muñoz (Leah), y la veterana cincuentona, no demasiado conocida, más que por su aparición en la serie “The Walking Dead” (2010, hasta la fecha), Laurie Holden (Mrs. Reyes), se mantiene en una bastante correcta interpretación, desmesurada en algunas escenas (aunque a veces, la realidad de las disputas entre padres o madres y adolescentes supere la ficción), y cuyo foco central nos revela que cualquier intención terrorífica de esta película acaba siendo la anécdota o, si me apuran,un mero toque ornamental.
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Jordirozsa
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7
20 de agosto de 2022
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Este “slow burn” de Lee Cronin difícilmente se salva si lo vemos como un mero “ritornello” de fórmulas ya muy usadas en el cine, algunas de las cuales provenientes del subgénero extraterrestre: “Invasores de Marte” (1953), de William Cameron Menzies (con su reposición de 1986, dirigida por Tobe Hooper); “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (1956), de don Siegel (repetida en 1978 por Philip Kaufman); “La Cara del Terror” (1999), de Rand Ravich, por poner una algo más cercana…

Pero las similitudes más escandalosas por las que se podría calificar a “The Hole in the Ground” (2019) de remake, sinó de plagio, se dan con la más reciente “The Hollow Child” (2017), de Jeremy Lutter. Cualquiera que haya visto esta última, como yo al principio, podrá haber pensado que “Bosque Maldito”, que nos ocupa, es un calco de su predecesora canadiense.

El hilo temático es exactamente el mismo: niño o niña desaparecidos en un bosque de las inmediaciones, que permanecen un tiempo desaparecidos, y regresan mostrando un comportamiento extraño, generando el delirio intuitivo de que algo o alguien ha suplantado su identidad, para extrañeza primero, y desesperación y terror después, de los que les rodean.

No faltarían argumentos para tildar a Cronin de “copión”. Aunque analizadas ambas cintas en su contexto y su forma, hallaremos notables diferencias que harán de “The Hole in the Ground” una historia un tanto distinta, por lo menos en la perspectiva y el foco desde los que el guión elabora la trama. También en varios aspectos formales. Pero el eje troncal del argumento, no obstante, es el mismo.

El rasgo dispar del trabajo de Cronin reside en el planteamiento del estado mental de la madre (Seána Kerslake), que huye hacia una zona rural de un marido maltratador, causante de un pemanente síndrome de estrés y de ansiedad, tanto en ella como en su hijo, también aparentemente traumatizado, para poder empezar una nueva vida y restablecer su salud psíquica.

Ahí está el recurso básico en el que el script del propio director, con la colaboración de Stephen Shields, se constituye en el brasero en el que la tensión del espectador se irá cociendo a fuego lento: el debate entre la realidad de lo que está viviendo la protagonista con su hijo, o la naturaleza delirante de sus experiencias; todo centrado en la relación entre ambos. Un juego camaleónico en el que la historia cambia su color, según el punto de vista, o la hermenéutica en la que se base el discurso del observador.

Con esta estrategia, Cronin sumerge al espectador en el contexto diegético de la película, haciéndolo partícipe del punto de vista de Sarah. En “The Hollow Child”, por el contrario, nos hallamos desde un punto de observación externo de los acontecimientos, permitièndonos ver, y por lo tanto anticipar, más allá de la escena en la que se está centrando la cámara en un momento determinado, por lo que, como valor añadido, vivimos un plus de suspense (y por lo tanto de tensión), que en “Bosque Maldito” veremos restado, ya no sólo por estar “aprisionados” desde una perspectiva limitada, casi en primera persona, sinó también por la lentitud del ritmo a la que avanzan los acontecimientos.

La fotografía de Tom Comerford es quizá lo que da más enteros a la cinta. Con una predominancia de tonalidades frías, y buscando una nitidez en la imagen, como si quisiera mostrar una realidad desnuda, clara, diáfana, en contraste con el lenguaje del guión en general. Y no sobra decir, que, en consonancia a éste, los enfoques y los encuadres contribuyen a potenciar el planteamiento desde la perspectiva de la protagonista.

La prolongada duración de planos, escenas… es la clave del parsimonioso avance de la historia, que si bien algunos espectadores no pueden ver más allá de su aburrimiento, se antoja bastante necesario para que podamos digerir sin sobresaltos la evolución de los acontecimientos a la luz de esa tan turbulenta como escalofriante relación socioafectiva entre madre e hijo.

El set de rodaje, las localizaciones de las escenas…, dentro de lo ya convencional que se instaura en este tipo de películas, se acopla a la intención de transmitir metafóricamente la necesidad de escape y aislamiento de una Sarah huyendo con su hijo, de los factores estresantes que la sumieron en su neurosis: una casa rural, algo apartada de un pequeño pueblo donde se relacionarán con las pocas personas que constituirán su círculo social; y el siempre siniestro y temido bosque, que representa la parte más sombría, el escondrijo del inconsciente donde se esconden, agazapan, se rearman i contraatacan los traumas. Y ya no se trata del bosque en sí, sinó del enorme agujero en el que moran, y de el que emanaran esos entes amorfos, esas rémoras propias que se apoderarán de la personalidad del pequeño Chris, hasta el punto que su madre dejará de reconocerlo como tal.

En este ámbito revivimos la idea o concepto de ese callejón sin salida que supone el pretender huir de los propios fantasmas: siempre se acaba llegando a un destino, un lugar, donde hay que hacerles frente, o sucumbir ante su fuerza.

El hecho de que los habitantes del pequeño pueblo al que llegan Sarah y Chris (en un coche viejo, claramente gastado por el uso, y figurativamente otra imagen metafórica del estado anímico de los protagonistas), a los que apercibimos como extraños, cerrados… y hasta cierto punto acobardados por extraños sucesos que presagian lo que acontecerá; ello refuerza la imagen del escenario como lugar de “retiro” y “purificación” de todos quienes van a parar a aquél lugar.

La banda sonora de Stephen McKeon es otro ingrediente que funciona como puntal del film. Sin ella, perdería la poca tensión acumulada que va generando. Los temas principales siguen una línea melódica figurativa que ayuda a entrar en la atmósfera narrativa. No sin momentos en los que hasta raya lo épico (¿y no se podría calificar de épico el sufrimiento que experimenta la protagonista en todo el metraje?).
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Jordirozsa
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6
14 de julio de 2022
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las cosas por las que yo admiro a los argentinos, en especial el pueblo argentino, no a sus dirigentes, es su gran pasión y vocación por la cultura y los libros en concreto. Eso ha hecho que un país que se extiende desde el corazón de la América del Sur hasta los confines del cono tocando la Antártida, sea precisamente una de las pocas naciones que conserva la semilla de la civilización tal y como la conocemos.

La conciencia colectiva Argentina tiene claro, con todo lo que últimamente ha tenido que sufrir, que mantener un nivel cultural pasa por tener unos elevados estándares de pensamiento, lo que a su vez implica por imperativo cartesiano (cogito ergo sum) ser un apasionado de la lectura y de la escritura. Es este afán, lo que llevó a Marcelo Schapces a concebir y realizar esta película.

Abordar el universo lovecraftiano es una ingente gesta que muy fácilmente puede llevar al fracaso. “Necronomicón” (2018) es una pieza completamente diferente a muchas otras tantas que pretendieron entrar en el corpus mítico de Lovecraft (sin ir más lejos, la producción de 1993 que lleva el mismo título).

Una tarea compleja, casi imposible, el pretender reflejar en apenas 90 minutos de duración, todo lo que contiene este universo. Pero el realizador argentino, en un ejercicio de humildad, usa una estrategia diferente: idear un argumento centrado, no en adaptar fielmente un relato original, sino en uno de los mitos referenciales más importantes: el “Necronomicón”; el libro cuya existencia real sólo se apercibe en la rocambolesca invención literaria lovecraftiana, que le atribuye el remanente de unos pocos ejemplares, uno de ellos localizado en una biblioteca de Buenos Aires.

Marcelo Schapces, y casi todo su equipo al completo, perfectamente cultivados en la obra de H.P. Lovecraft, y profundamente conocedores, pues ello les viene de la propia experiencia vital, de sus raíces culturales porteñas, sabe aprovechar esta mágica conjunción, plasmada gráficamente en el recuerdo que hace de José Luis Borges como director de la Biblioteca Nacional, en cuyas fauces el protagonista descubre entre varios libros tapiados el Necronomicón. Bellísima metáfora del ser humano que desciende a lo más profundo de su inconsciente, y ahí descubre la descomunal fuerza de su magma, cuyo abuso o mal uso puede traer al individuo a su perdición, y a la de todos los que están a su alrededor.

Siguiendo el sustrato del mito de Perceval en busca del Santo Grial, Luis (Diego Velázquez), el personaje principal, que representa ser el elegido por el destino para encontrar y ser el custodio del fantástico volumen, debe poseer unas especiales características de fuerza y pureza, que otros no ostentan, y por lo tanto fracasan, pereciendo después de intentar leer el libro.

Otra de las características admirables del pueblo argentino, es su gran capacidad de auto reflexión, autoanálisis, auto revisión...; tanto a nivel individual, como a nivel colectivo, como sociedad. Fruto de este proceso son capaces de exteriorizar todo ese bullicio interior, esa fuerza, esa magia artística con la que el director de fotografía de “Necronomicón” (2018), Marcelo Iaccarino, es capaz de representar una Buenos Aires desde una perspectiva completamente diferente a la que estamos acostumbrados; la antítesis de esa ciudad colorida y soleada. Una urbe bajo un permanente cielo cubierto de nubarrones que dejan caer una suerte de infausta lluvia sobre sus habitantes, además de cernir sobre toda la población una siniestra oscuridad. Y otros signos de mal agüero, como el alucinante zumbido de insectos y fugaces apariciones espectrales de seres monstruosos, que van intensificándose a medida que Luis se va acercando a la verdad sobre el Necronomicón, y éste se halla más próximo y expuesto a inadecuadas manos, inexpertas mentes Y dudosas intenciones.

En conjunto, se crea un set que muestra una metrópolis siniestra, gris, triste, abandonada y el peligro de perder todo su antiguo esplendor. Un escenario típico de películas de cine fantástico y aventuras, como por ejemplo las de la saga “Batman” (1990 – actualidad), o “Sin City” (2005). Lo cual no deja de constituir una proyección alegórica de un estado de ánimo colectivo, de los miedos y temores más profundos de una sociedad entera.

En este aspecto, “Necronomicón”(2018) se puede descubrir a manos de los creadores del diseño de arte, un magnífico lienzo que le da muchos enteros a la película. Pero esta belleza poco común, primorosamente elaborada y con talento creativo, se viene abajo con la calamitosa chapuza perpetrada por el equipo de los efectos especiales, especialmente Los efectos digitales creados por ordenador con los que se da forma a las criaturas ultra mundanas que acechan, y amenazan con apoderarse del mundo de los vivos, a través del portal que representa el codiciado libro.

Los equipos de Franca Gallo y de Omar Kivschinosky dan al traste con el imponente resultado de los escenógrafos, llenándolo de pegotes y churros, como si alguien le hubiese dado varios brochazos gordos a unas “Meninas”, u otra obra pictórica de valor incalculable que pudiera preciarse. Un completo desastre, no solo por la mala calidad de dichos efectos, sino también por el hecho de que la pretendida figuración de lo que el terror “lovecraftiano” pueda inspirar a cada cual, es puramente subjetiva y se limita a cosificar el “numen”, reduciéndolo a la categoría de ídolo. Despojándolo de su tremendidad, de su capacidad de causar horror y pánico hasta la locura. Tal derroche de tentáculos llega a ser risible, aparte de darle a uno ganas de tomarse una rica tapa de pulpo a la gallega.

Los mismos execrables efectos visuales con los que, sin ningún tipo de miramiento, deshonran a la figura del gran Federico Luppi, quien falleció en pleno rodaje, y a quien reconstruyen el rostro de una forma indigna y chabacana. Más les hubiera valido encontrar un doble lo más parecido posible, y hacer alguna que otra virguería con el maquillaje.
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Jordirozsa
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5
8 de julio de 2022
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es para menos que los incondicionales del “slasher” palomitero salieran bastante decepcionados del trabajo de James Eaves y Johannes Roberts. “Hellbreeder” (o, “La resurrección del Mal”) es una película cuyo lenguaje cinematográfico dista mucho de poderse decir figurativo; todo él está constituído por una secuencia de episodios oníricos que el montaje se encarga de dividir en las apenas dos subtramas de las que se compone el guion.

El tándem formado por aquel entonces dos jovenzuelos realizadores, había realizado otra película de características similares, “Sanitarium” fechada del año 2001. De esta pareja de experimentadores, fue Johannes Roberts quien posteriormente llegaría a dirigir otras películas, algunas de ellas de relativa popularidad y calidad, como fueron las dos entregas sobre voraces escualos, “A 47 metros”, de 2017 y “A 47 metros 2”, de 2019.

Tiene una cierta lógica, pues, que dos advenedizos creadores quisieran darle el aire experimental a una cinta que, por otro lado, toma prestados varios elementos narrativos propios de otros imaginarios, como podría ser del de Stephen King, con la figura del payaso asesino.

De igual manera, las referencias no sólo son iconográficas, sino que también las podemos hallar en otros canales; por ejemplo, la banda sonora de la película es en sí misma una mimesis del estilo minimalista de Mike Ofield, con claras reminiscencias a su tema para el “Exorcista” (1973), o la forma claramente identificable del tema de “Halloween” compuesto por su propio director, John Carpenter. Cabe mencionar aquí que la referencia al mito de la saga de Michael Myers es una inversión de lo que sucede en Halloween: allí, se empieza con el asesinato de una adolescente a manos de su hermano menor desquiciado, vestido de payaso-arlequín, a cuchilladas. En “Hellbreeder” será al revés: un asesino vestido de payaso, o un payaso monstruoso asesino, como quiera verse, será el asesino de varios niños. Y con eso, ya solo la imagen de la carátula puede inducir a un importante equivoco para aquellos que, sintiéndose atraídos por ella, crean que van a ver una especie de remake de la creación original de Carpenter. Incluso el tráiler invita a creer algo por el estilo.

Sin embargo, la impronta más notoria en el repertorio de incautaciones que Eaves i Roberts hacen de otras ideas originales es la que identificamos de “It”. Y no es la única, puesto que la criatura parida por King, ha sido también requisada en inumerables producciones fílmicas. De hecho el payaso asesino, le guste o no a su demiurgo, ha pasado a ser un símbolo del terror universal en cuestión del tiempo de apenas una generación. De modo, que a pesar de las evidencias habidas, no podemos hablar en ningún caso de que se haya cometido algún tipo de plagio. Algunos comentaristas sugieren eso, pero se trata más bien de la utilización, por parte de los directores, de un icono hecho ya tan popular, que está incrustado de forma inextricable en la parada de los monstruos de la literatura. Por lo tanto, tiendo a pensar que se toma la figura del payaso asesino cómo se podría haber tomado la del Conde Drácula, el hombre lobo, la momia..., o cualquier engendro parejo. En esta película, el bicho sobrenatural de turno (si es que se puede hablar de una presencia sobrenatural en lo que nos quieren contar realmente), es es algo puramente accesorio.

Más bien, la clave de la enjundia en el argumento, es llegar a ser capaces de discernir si los protagonistas se enfrentan de verdad a realidades de otro mundo, o se trata de la visión distorsionada de la realidad, al borde de lo psicótico, desde la perspectiva de la primera persona de la principal, interpretada muy decentemente por Lyndie Uphill, una actriz de la que no he conseguido hallar rastro en ninguna otra producción cinematográfica.

incluso el argumento, que si escarbamos en archivos y estanterías llenas de polvo de la historia del cine, encontraremos incontables similares, parece querer ser algo irrelevante en las auténticas intenciones de la pareja de directores. A primera vista no se puede negar que para ambos prima, no un contenido, que reciclan casi al cien por cien de otros, sino el amplio despliegue de recursos y efectos con los que tejen el surrealista lenguaje empleado en la construcción de esta historia.

Un clarísimo ejemplo de ello es el conjunto de planos, enfoques y movimientos con los que juega la cámara de John Ragget. Con todos ellos se pretende describir, básicamente, el estado mental de la protagonista, y la construcción particular, propia, del mundo que la rodea y de todo lo que le está sucediendo. Ciertamente ahí está el regodeo en lo que parece un ensayo del laboratorio con la fotografía, saturada de tonalidades amarillentas y de puntos de luz que nos traen a lo que las cámaras captaban durante los años finales de los 70 y 80, hasta tal punto que raya el exhibicionismo.

Poca o casi ninguna casquería. Apenas efectos digitales debidamente trabajados, y la sección de maquillaje está acaparada por las apariciones del payaso. Esta factura es otro apartado al que se despoja de toda relevancia. Y los diálogos brillarán por su escasez en casi todo el metraje.

Los pocos escenarios en los que se desarrolla la acción, todos ellos reducidos a una expresión tan minimalista con la iluminación y los encuadres, y en buena medida con un considerable nivel de indiferenciación entre ellos, que en las sucesivas secuencias llegan a ser prácticamente irrelevantes para la contextualización de todo lo que va sucediendo.

El epicentro de la interpretación y la dirección de actores se focaliza descaradamente en el personaje de Alice, esa desconsolada madre, que después de perder a su hijo, presumiblemente víctima del payaso asesino, y presa del sentimiento de culpa que se nos muestra autoatribuido a través de las fantasías oníricas en las que aparece la familia de su marido achacándole lo mala madre que es, se embarca en una búsqueda obsesiva del autor del crimen,
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Jordirozsa
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