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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
31 de agosto de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera pregunta que se me ocurrió al terminar de ver “Don’t Sleep”(2017), fue si Rick Bieber, como normalmente hacen los bebés entre los 12 y los 18 meses, empezó a lanzarse a la aventura de los puzles, o es algo que sus papás no le proporcionaron hasta que ya las neuronas no le dieron más de sí para este menester. El caso es que, viendo los títulos de crédito finales, no hacía mucho olfato para adivinar que había varias cosas que no cuadran en un largometraje que parece hecho de una prenda vieja y deshilachada en su estructrura temática y argumental básica, con una serie de parcheados cuyo ensamblaje en el conjunto hacen una prenda que no colaría ni con la moda de vanguardia más extravagante.

Requiere un devaneo concienzudo de sesos, el poder hacerse una representación mental lógica de la trama de una cinta que, pudiendo ser simple y efectiva, con todo su potencial, no logra un correcto ensamblaje con el que montar la pieza; principalmente, en los elementos del guion que firma el propio director. Pero es que ya sin adentrarse en intentar comprender el contenido, sólo contemplando tan sólo la jeta de una película en la que no se apercibe la relación entre el cartel, la cita de Nietzsche inicial, o la infumable canción de los títulos de crédito finales “Devil Inside” (ya le vale al sinvergüenza de Andy Mendelson), podemos intuir sin demasiadas dificultades que la realización no es el fuerte de Bieber, ni los juegos de construcción y encaje, sus favoritos durante la tierna infancia.

Con otras tres películas en el bolsillo, cuyo guión además de la dirección fue también a su cargo, de las que cabe salvar en calidad a “The 5th Quarter”(2010), el peso específico del currículum de Rick Bieber se centra en la producción de numerosos filmes, muchos de ellos para la televisión por cable, así como la gerencia de varias empresas cinematográficas independientes, como la Stonebridge Entertaintment, que formó en sociedad con Michael Douglas.

Y con el financiero Ken Clark, fundó en 2015 la “Minds I Cinema”, que no es otra que la productora de “cine indie” que está detrás del caso que nos ocupa. Según el artículo de Patrick Hipes, del medio Hollywoodiense “Deadline” que anuncia la creación de dicha empresa, anuncia a bombo y platillo el inicio del rodaje de su primícia “The Other”, que no es otra que “Don’t Sleep”, que no fue lanzada hasta 2017. Ello explica la aparición post mortem en las pantallas, del veterano actor Alex Rocco (“El Padrino II”, 1972) quién a pesar de su condición de secundario, es la roca sobre la que se aguanta toda la estructura del elenco.

La dilación de casi dos años en el estreno de la película, y el cambio de título es algo que percibido en la base de nuestras fosas nasales nos indica ya que algo no rulaba bién en el proyecto.

Pero el pegote más escandaloso que canta como una almeja en el “sript”, cuando uno ya se ha metido en carril del mismo, y va siguiendo la evolución de los personajes, a la par que de la trama, es la rocambolesca historia, sin duda introducida con calzador, del pescador que se va a combatir a las cruzadas, y cuando regresa encuentra que su mujer fue violada hasta la muerte por vete a saber qué energúmeno.

El extraño cuento, que en un momento de delirio Jo (Drea de Matteo) explica a la pareja protagonista, y que vagamente queda figurada en las escenas oníricas, no acaba de cuajar en el decurso de la película, y se antoja como una especie de piedra en el zapato a medida que se camina en el devenir del metraje.

El libreto plantea la historia de un niño (Zach Bradford), interpretado en su etapa infantil por Dash Williams, que nos introduce la película con las pesadillas causadas (o consecuencia de), un posible trastorno mental del que será tratado por el Dr.Richard Sommers (Cary Elwes).

Sobre ello, durante todo el metraje, se irán desvelando oscuros secretos, cuya principal custodia es Cindy (Jill Henessey), la madre del muchacho. Poco a poco, nos ayudarán a entender lo que le está sucediendo al Zach adulto (Dominic Sherwood). Éste, recién graduado en Leyes, va a fundar un nuevo hogar con su pareja, Shawn, interpretada por la bellísima Charlbi Dean, de quién podemos destacar algunos títulos interesantes después de su participación en “Don’t Sleep”, como la sueca “El triángulo de la tristeza” (2022), “Una entrevista con Dios” y la serie de televisión “Black Lightning”, estas dos últimas de 2018.

Aunque aparentemente los cuidados el Dr. Sommers habían surtido efecto (y que incluían el internamiento del niño en una clínica donde le aplicaron terapia de electroshock), no hacen más que ocultar un temible mal que resurgirá de nuevo en su mente, para infortunio suyo y el de todos los que ahora forman parte de su círculo familiar y de amistades.

Paulatinamente, Zach va experimentando de nuevo las horribles pesadillas, y no sólo esto, sino que además está siendo víctima de una serie de visiones protagonizadas por un extraño y malévolo ente, que lo llevará a comportarse de forma errática y paranoica.

En todo el desarrollo de esta premisa, la tensión y el desasosegado vilo que se parece buscar en el espectador va creciendo a medida que se fortalece el debate entre la posible inestabilidad mental de un hombre en el que reaparece un supuesto trastorno disociativo de la personalidad (tal y como le explica Sommers a Zach, cuando vuelve a pedirle ayuda); o bien se trate realmente de un espíritu maligno que, tal y como vemos en sus sueños, pretende volver a apoderarse de él.

Aunque esta línea de acción parece simple y trillada, ya sabemos todos que en literatura ya no es tanto el contenido sino el arte de cómo se explica. Y en cierto modo, se consigue (aunque de manera desigual) con algunos de los componentes de la factura técnica: una potable fotografía, que logra unos buenos planos nocturnos exteriores (por no decir ya algunos diurnos, de especial belleza que describen la zona urbana de viviendas donde moran los Bradford y sus arrendadores);
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Jordirozsa
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6
30 de agosto de 2022
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Tengo muy buenas razones para conservar un gran recuerdo de mi viaje a Brasil, hace ya veintitrés años, cargado de sueños, carrera recién acabada y unas ganas horribles de huir de mi entorno natural. Eso es lo que, por lo menos conscientemente, creo, me mandó ahí, y para que mis padres se quedaran tranquilos de que no me largase sólo a Mozambique para vete a saber cuanto tiempo. O sea que ellos pusieron el billete de vuelta, y la compañía en esta aventura, que compartí con cuatro curas y un matrimonio paisano.

No se pueden imaginar ustedes el cúmulo de asociaciones, recuerdos, evocaciones, experiencias resucitadas… que me asaltaron de mi mozo viaje al otro lado del charco, a la lejana región “carioca” de Rondonia, cuando, unos años después, y ahora hace unos meses revisitada, vi “Turistas” (2006), de John Stockwell. Parecido a nuestros aventureros sajones, después de tres aviones, el viaje de cinco horas en autobús desde Porto Velho hasta Guajará-Mirim, nuestro destino final, en el que se nos hizo de noche, y en el que en una carretera que atravesaba el “mato” (o lo que quedaba de él) aparecieron “oropús”, una “sucurí” muerta y muchos agujeros en el firme del camino, fue lo primero que se me vino a la cabeza.

Parte de la angustia y tensión que percibí ambas veces que visioné el metraje, con las peripecias, desventuras, esperanzas, sufrimientos y multitud de perrerías por las que pasa el grupo de viajeros de “Lost in Paradise”, provino del inevitable proceso de identificación que realizé con cada uno de ellos y ellas. Por la montaña de elucubraciones del… “¿qué habría pasado si?”

Por ejemplo, si en nuestra primera escala en Salvador de Bahía, yo hubiese cedido a mis apetitos, y, separándome del grupo, me hubiese ido con un guapísimo chico que me estaba mirando, apoyado en un muro e intuyendo lo que yo deseaba.

Si, en una de las dos noches que pasamos allí, yo me hubiera ido en plena noche, también sólo, para buscar uno de estos sitios donde decían que hacían “auténticos” rituales candomblé o vudú, por los que profesaba auténtica fascinación…

Si allá donde morábamos, en Guajará, me hubiese dejado llevar por la pasión por una “rapazinha” local de la que me enamoré locamente, pero ya casada… o me hubiese aventurado a ir por la noche donde sabía que operaban serrerías de la red de deforestación ilegal de los “fazendeiros”, para tomar fotos.

O, en una escala de doce horas, en Sao Paulo, una ciudad inmensa, infinita… en el viaje de vuelta, cuando me puse en manos de un taxista, en busca de un lugar para descansar (pues estaba reponiéndome de una reacción alérgica de la que me trataron en el aeropuerto). El señor vino a recogerme a la hora pactada, pero podría haberme dejado en el motel de mala muerte donde dormí un tiempo, y vete tú a saber.

No fue difícil ponerme en el lugar de Alex (Josh Duhamel), Pru (Melissa George), Bea (Olivia Wilde), Finn (Desmond Askew), Amy (Beau Garret) o Liam (Max Brown), aunque yo, ni entonces con 24 añejos, poseía sus hermosas dotes anatómicas.

Y, aunque a diferencia de ellos, no fuimos de fiesteo, sino a levantar una cooperativa de pequeños agricultores, y afortunadamente volvimos sanos y salvos, su periplo provocó en mi mente un rebobinaje de imágenes que aparecieron, y unalud de condicionales (perfectos, imperfectos y pluscuamperfectos).

Dio la chanza que se trata de una historia contada y rodada en un país en el que estuve. Podría haber sido en cualquier otra parte del culo del mundo, o incluso en cualquiera de nuestras ciudades, o lugares comunes, en los que habitualmente pacemos. Asesinatos, robos, secuestros… a diario se suceden en todo rincón de cualquier sociedad. Así es en muchas de las películas de formato parejo al que nos presenta el Stockwell. Sin embargo, el director norteamericano, más proclive a la acción que al terror (y hasta me atrevería a decir que, en este caso, el terror es puramente accesorio, simplemente atribuído por la naturaleza de los hechos narrados y el continuo desasosiego que provocan), desubica el tradicional cliché del mal llamado “slasher”. Remodela el mismo esquema en un cocido que combina el suspense, el cine de viajes y aventureros, con toques de romance, e incluso alguno de comedia que, de forma bastante tópica, protagoniza el “donaire” de la tragedia, el británico Finn (referente es la escena en la que, desconcertado, ve a la prostituta con la que ha yacido en el chiringuito de la playa, agarrarle un fajo de billetes, aguando la fantasía del pobre “guiri”, de que aquello había sido un rollete idílico de bienvenida).

Enrique Chediak tiene la virtud de transportarnos a un entorno de exuberante belleza, tanto en las escenas de la playa, como en los adentros de la jungla, y muy especialmente el entorno del río, con su cascada y el entramado de pozas en las cavernas (bravo por las escenas subacuáticas de Peter Zuccarini, ducho en estos menesteres, como demostró en “La Vida de Pi” o “Piratas del Caribe”).

El director de fotografía elabora, con este encanto, que contrasta con la cruenta acción, un recorrido por el que el lugareño Kiko (Agles Steib), de muy dudosa lealtad, guiará a los perdidos y despojados visitantes a un lugar presuntamente seguro, después de haber sido drogados y robados en la playa; y casi echados a patadas por los habitantes de una aldea dejada de la mano de Dios, cuando despiertan e intentan buscar ayuda.

El tratamiento de la imagen en lo que respecta a los movimientos de cámara y el montaje, da a la cinta un aire documental; cierta dosis de realismo narrativo. También la dirección de actores, que figuran unos personajes (tanto héroes como villanos) que, aunque bastante estereotipados, procuran transmitir una naturalidad lo más cuotidiana posible. Incluso cuando, llegados al lugar supuestamente seguro, los chicos cosen la herida en la cabeza de Kiko (se había pegado un testarazo al arrojarse a la cascada para mostrarles parte de un camino que se tenía que hacer a nado).
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Jordirozsa
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5
28 de agosto de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo comparando la cifra del presupuesto (la nada despreciable cifra de dos millones y cuarto de dólares), con la de una recaudación que lo multiplica por diez, podemos entender que Won-kuk Kim, el productor de Gonjiam: Haunted Asylum (2018), estuviese buscando unas castañuelas para celebrar lo que, por lo menos, es indiscutible éxito comercial de una pieza de horror coreano, dirigida por Jeon-Beom sik, quien ya contaba en su currículo con sendas del género: “Horror Stories” (2012), y “Epitaph” (2007), ambas también de factura de su nacionalidad.

A mediados de la década de los 90, el Hospital Gonjiam, que más tarde fue calificado como uno de los 7 lugares más escalofriantes del Planeta (en lo que refiere a posibles o supuestos fenómenos paranormales), tuvo que ser abandonado por lo que parece la incapacidad de su propietario, que huyó a los Estados Unidos, de salvar la institución de las continuas dificultades administrativas y financieras en las que se hallaba. Parece ser, pues, que con el tiempo, y alimentado por las leyendas y rumores de los lugareños, el sitio fuera atrayendo, poco a poco, innumerables visitas de curiosos y fans de lo fantasmagórico; y hasta incluso, por el caso que nos ocupa, se convirtió en el centro de atención de una productora que elaboró una película que, sin duda, ayudará a que Gonjiam se perpetue en la imagenería de las famosas ubicaciones encantadas, por ende centros de peregrinaje y culto de los creyentes (o fisgones) en estos menesteres: un viento a favor que tenían las velas del proyecto del equipo de producción, es toda la leyenda sobre posibles torturas, asesinatos y misteriosas muertes de pacientes y miembros del personal, que propiciarían el abandono del psiquiátrico y su posterior mitificación como edificio maldito.

Estamos ante un diseño de producción muy bien meditado y planificado, pues el triunfo (no sólo pecuniario) de este filme, no fue sólo debido a las gracias de la Warner Bross, que se afanó en postularse como su distribuidora; tenemos ahí un sustrato de imaginario avalado ni más ni menos que por el “rank” de la CNN, que se mantenía también fresco gracias a la reciente predecesora “Grave Encounters” (2011), de cuyo formato seguramente también se tomó cuidada y debida nota: un equipo de personas reclutadas por un canal de televisión (en el caso de “Gonjiam”, Youtube), y encargadas de adentrarse en las fauces del siniestro sanatorio para hallar evidencias de actividad sobrenatural, para poder conseguir una lucrativa cuota de mirones.

Esta será la base del la estructura temática de la historia, con la que se fortalecen todos los procesos identificativos del “público diana” al cual irá dirigido, sin lugar a dudas, el producto final: la retransmisión en directo de los acontecimientos descritos en la pantalla, es una forma de introducir al espectador a una especie de vivencia en primera persona, como si fuera “uno más” de la cuadrilla de insensatos que se dirigen al encuentro de su perdición. Y este “life-broadcast” es el medium que cumple con las funciones de narrador de unos sucesos que se nos presentan al estilo de un “reality show”; un conducto directo a la diégesis de la película.

Y, por si no fuera poco, a diferencia de otras piezas que los iluminados incluirían en esta sub-etiqueta del llamado “found footage” (documental o vídeo encontrado), en las que exclusivamente casi se cuenta con la perspectiva del miembro del equipo de turno, encargado de la cámara, Yoon Byung-Ho, al mando de la fotografía, soluciona los posibles problemas narrativos y estéticos que supone este único ojo, armando a los expedicionarios con equipos audiovisuales completos; cámaras GoPro, por ejemplo, drones, y otra clase de múltiples artilugios “a la última”, que permiten que la audiencia pueda encontrarse no sólo desde el punto de vista propio de todos y cada uno de los personajes, sinó también desde una óptica externa a ellos. Así, entre otras cosas, ya no se da la polémica del porqué un personaje sigue grabando ante un inminente peligro, las veces dejando que uno o varios de sus compañeros se tengan que sacar las castañas del fuego, en vez de ayudarles o, simplemente, echar a correr dejando la cámara de marras sin importar si ésta graba o no.

Otro aspecto fundamental sobre el que se sustenta el guion creado por el propio director, en colaboración con Park Sang-min, y al que contribuyen varios factores descritos anteriormente, es el cariz de “verismo” con el que se pretende vestir todo. Para ello, por ejemplo, los nombres de los personajes se hacen coincidir en casi todos los casos con los propios de los actores que los interpretan. Como si ya no estuviésemos hablando de una ficción, o incluso de una recreación documental, sino de la crónica de unos hechos reales retransmitidos en directo: como si buscando el canal de la plataforma audiovisual del señor que orquesta todo, fuésemos a encontrar su reportaje en vivo. El objetivo que comparten otras producciones parejas: de que lo acaecido es (o fue) real.

Un dato interesante, y sobre el que el desarrollo argumental se trenza entre dos subtramas, es el debate sobre hasta qué punto un reportaje de estas características (que por ejemplo podríamos encontrar en programas como el famoso “Cuarto Milenio”) presenta hechos y datos que son verídicos, o estamos hablando de productos manipulados. En este sentido, vemos como se descubre la intención consumada del jefe de la cuadrilla (que en la “base de retaguardia” ha instalado su cuartel de producción), de manipular intencionadamente el entorno con trucos para colar como cierto lo que tomen las cámaras y equipos de audio. Para ello cuenta con la complicidad de uno de los infiltrados en el asilo.

Cabe decir (¿moraleja?) que la cosa se le va a girar en contra cuando todo se desmadre. ¿En verdad tenemos ahí un punto socarrón de denuncia, por parte de Jeon-Beom sik, de cómo se maneja todo el cotarro del mundo de la información audiovisual? ¿Un atisbo de crítica social?
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Jordirozsa
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5
25 de agosto de 2022
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De factura canadiense, “Pyewacket” (2017) es una modesta producción de Adam MacDonald, quién ya se había estrenado tres años antes con “Backcountry” (2014), en la que un feroz oso nos recuerda las fechorías de otros bichos asesinos como el tiburón, el cocodrilo o la anaconda. Más recién, el realizador cuenta con un par de miniseries en su almanaque, con las que hasta la fecha no ha encontrado su sitio como posible renombrado cineasta.

En el terror, nada fácil es conseguir el propio pedestal en el panteón de los dioses. Complicado es consagrarse en este terreno, y más aún en el grado de especialista.

Habido el parto en el Festival Internacional de Cine de Toronto, se trata de una cinta que apenas ha superado los ciento cincuenta mil dólares de recaudación en lo que lleva en curso, a pesar de la cantidad de comentarios y reseñas que sobre ella se han llegado a escribir, en comparación a otras películas por el estilo, y de una bastante controvertida aceptación.

Esto denota que la historia que nos brinda MacDonald posee una base de decencia y un mínimo de buen hacer, a pesar de las múltiples limitaciones que se puedan encontrar, no sólo en un presunto bajo presupuesto del que muchos hablan (no he sido capaz de encontrar las cifras del coste de la “fiestuki” en cuestión), sino en lo técnico y, sobre todo, en lo artístico.

Una simple mirada superficial del asunto, de la que se puede sacar poco más que el convencionalísimo argumento de la archi típica trama teleñeca de sobremesa sobre los tira y afloja entre una recién enviudada burguesa de clase media-alta y su rebelde y estrafalaria hija adolescente, con tintes de terror por cable, es la que a bote pronto puede inspirar este rechazo de primer impulso, motivado además por un carácter o aire que le da la etiqueta “fashion” de turno, llamada “indie”. Así como el típico reniego, comparable al de los gruñones que en la mesa siempre se quejan de que si falta sal, pimienta, esto o lo otro, de que si “es lenta…”, “no tiene sustos…” o “le falta gore…”.

Por otro lado, hay que soportar igualmente el fastidio que genera el que otros iluminados la presenten como el “no va más” de lo que en su día apareció como lo “último” en terror.

Digamos que el realizador, que también se encarga de controlar los fogones del guion, consigue salvar los muebles de su engendro, al que no da el suficiente fuelle; sí, para que nadie (o pocos) se le meen en la jeta, pero no lo bastante como para construir algo sólido en los 90 escasos (si descontamos el “tempo” de los títulos de crédito finales) minutos que los productores y sus mortadelos le dan de cuerda; tarea de maestros si, encima, tiene que ser con un pretendido “slow burn” (otra maldita etiqueta).

No faltan los indicios que nos revelan que el canadiense sabe más o menos por donde está pisando, y hacia donde quiere llevarnos. Pero uno tiene que tomarse más de una molestia para bucear en las tripas de lo que habría podido ser (que es más de lo que es en realidad) una película mucho más potente y con más sustancia: por lo menos, nuestro cocinero es honesto e implícitamente reconoce sus torpezas e incompetencias, y no añade sustitutivos artificiales, potenciadores del sabor (siempre es preferible un plato de acelgas hervidas sosas, que una sopa de miso sabrosa a golpe de glutamato potásico).

Uno de los puntos que denota esa honestidad, es la banda sonora de Lee Malia, que apenas cubre media hora del metraje, y lo hace en la medida y los momentos adecuados con el conjunto instrumental en el que se maneja, añadidos algunos efectos y timbres de sintetizador, a falta de ingenio, conocimientos y experiencia en el uso de la orquesta. Despacha su cometido con un “suficiente”, sin empañar con estúpidos golpes de efecto la poca tensión que contribuye a generar (en su mayoría mérito suyo) a lo largo del metraje.

La fotografía de Christian Bielz se gana varios enteros, principalmente por su capacidad de transmitir agobio y estrés con los tonos que usa: más frescos y auténticos en las escenas de exteriores, y excesivamente cargados y/o saturados en algunas escenas de interior de la casa, principalmente en la desembocadura del final, en el que el acopio de amarillos se hace bastante irritante, por mucho que me aleguen que se pretenda figurar o anticipar “la alta temperatura” a la que terminará todo, o inyectar un plus de estimulación a nuestros conos, para así augmentar un nivel de “arousal” atencional que no se ha proporcionado en la mayor parte de la cinta.

La predominante concisión de los planos, y su sucesión en las escenas da a la vez una sensación de opresión e incapacidad de escapatoria de la situación creada que viven ambas protagonistas (y la convulsa relación que existe entre ellas), así como si también quisiera dar un cariz de naturalidad en la exposición de la historia, un valor añadido de “verismo”, tanto en la narración como en el hacer de los actores.

Sin embargo, un montaje con el que se pretende dar un ritmo “andante” al desarrollo de un guión pobrísimo, muy poco explotado o desplegado, genera unos huecos y elipsis que no hacen más que agrandar una serie de vacíos con los que, lo que nos cuentan, no es otra cosa que la viva imagen de un “gruyère”. Y encima, no consigue el deseado efecto de dar movimiento propio al devenir de unos hechos que indefectiblemente conducirán a una resolución atropellada y chapucera.

El trabajo de ambas principales, la novicia Nicole Muñoz (Leah), y la veterana cincuentona, no demasiado conocida, más que por su aparición en la serie “The Walking Dead” (2010, hasta la fecha), Laurie Holden (Mrs. Reyes), se mantiene en una bastante correcta interpretación, desmesurada en algunas escenas (aunque a veces, la realidad de las disputas entre padres o madres y adolescentes supere la ficción), y cuyo foco central nos revela que cualquier intención terrorífica de esta película acaba siendo la anécdota o, si me apuran,un mero toque ornamental.
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Jordirozsa
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7
20 de agosto de 2022
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Este “slow burn” de Lee Cronin difícilmente se salva si lo vemos como un mero “ritornello” de fórmulas ya muy usadas en el cine, algunas de las cuales provenientes del subgénero extraterrestre: “Invasores de Marte” (1953), de William Cameron Menzies (con su reposición de 1986, dirigida por Tobe Hooper); “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (1956), de don Siegel (repetida en 1978 por Philip Kaufman); “La Cara del Terror” (1999), de Rand Ravich, por poner una algo más cercana…

Pero las similitudes más escandalosas por las que se podría calificar a “The Hole in the Ground” (2019) de remake, sinó de plagio, se dan con la más reciente “The Hollow Child” (2017), de Jeremy Lutter. Cualquiera que haya visto esta última, como yo al principio, podrá haber pensado que “Bosque Maldito”, que nos ocupa, es un calco de su predecesora canadiense.

El hilo temático es exactamente el mismo: niño o niña desaparecidos en un bosque de las inmediaciones, que permanecen un tiempo desaparecidos, y regresan mostrando un comportamiento extraño, generando el delirio intuitivo de que algo o alguien ha suplantado su identidad, para extrañeza primero, y desesperación y terror después, de los que les rodean.

No faltarían argumentos para tildar a Cronin de “copión”. Aunque analizadas ambas cintas en su contexto y su forma, hallaremos notables diferencias que harán de “The Hole in the Ground” una historia un tanto distinta, por lo menos en la perspectiva y el foco desde los que el guión elabora la trama. También en varios aspectos formales. Pero el eje troncal del argumento, no obstante, es el mismo.

El rasgo dispar del trabajo de Cronin reside en el planteamiento del estado mental de la madre (Seána Kerslake), que huye hacia una zona rural de un marido maltratador, causante de un pemanente síndrome de estrés y de ansiedad, tanto en ella como en su hijo, también aparentemente traumatizado, para poder empezar una nueva vida y restablecer su salud psíquica.

Ahí está el recurso básico en el que el script del propio director, con la colaboración de Stephen Shields, se constituye en el brasero en el que la tensión del espectador se irá cociendo a fuego lento: el debate entre la realidad de lo que está viviendo la protagonista con su hijo, o la naturaleza delirante de sus experiencias; todo centrado en la relación entre ambos. Un juego camaleónico en el que la historia cambia su color, según el punto de vista, o la hermenéutica en la que se base el discurso del observador.

Con esta estrategia, Cronin sumerge al espectador en el contexto diegético de la película, haciéndolo partícipe del punto de vista de Sarah. En “The Hollow Child”, por el contrario, nos hallamos desde un punto de observación externo de los acontecimientos, permitièndonos ver, y por lo tanto anticipar, más allá de la escena en la que se está centrando la cámara en un momento determinado, por lo que, como valor añadido, vivimos un plus de suspense (y por lo tanto de tensión), que en “Bosque Maldito” veremos restado, ya no sólo por estar “aprisionados” desde una perspectiva limitada, casi en primera persona, sinó también por la lentitud del ritmo a la que avanzan los acontecimientos.

La fotografía de Tom Comerford es quizá lo que da más enteros a la cinta. Con una predominancia de tonalidades frías, y buscando una nitidez en la imagen, como si quisiera mostrar una realidad desnuda, clara, diáfana, en contraste con el lenguaje del guión en general. Y no sobra decir, que, en consonancia a éste, los enfoques y los encuadres contribuyen a potenciar el planteamiento desde la perspectiva de la protagonista.

La prolongada duración de planos, escenas… es la clave del parsimonioso avance de la historia, que si bien algunos espectadores no pueden ver más allá de su aburrimiento, se antoja bastante necesario para que podamos digerir sin sobresaltos la evolución de los acontecimientos a la luz de esa tan turbulenta como escalofriante relación socioafectiva entre madre e hijo.

El set de rodaje, las localizaciones de las escenas…, dentro de lo ya convencional que se instaura en este tipo de películas, se acopla a la intención de transmitir metafóricamente la necesidad de escape y aislamiento de una Sarah huyendo con su hijo, de los factores estresantes que la sumieron en su neurosis: una casa rural, algo apartada de un pequeño pueblo donde se relacionarán con las pocas personas que constituirán su círculo social; y el siempre siniestro y temido bosque, que representa la parte más sombría, el escondrijo del inconsciente donde se esconden, agazapan, se rearman i contraatacan los traumas. Y ya no se trata del bosque en sí, sinó del enorme agujero en el que moran, y de el que emanaran esos entes amorfos, esas rémoras propias que se apoderarán de la personalidad del pequeño Chris, hasta el punto que su madre dejará de reconocerlo como tal.

En este ámbito revivimos la idea o concepto de ese callejón sin salida que supone el pretender huir de los propios fantasmas: siempre se acaba llegando a un destino, un lugar, donde hay que hacerles frente, o sucumbir ante su fuerza.

El hecho de que los habitantes del pequeño pueblo al que llegan Sarah y Chris (en un coche viejo, claramente gastado por el uso, y figurativamente otra imagen metafórica del estado anímico de los protagonistas), a los que apercibimos como extraños, cerrados… y hasta cierto punto acobardados por extraños sucesos que presagian lo que acontecerá; ello refuerza la imagen del escenario como lugar de “retiro” y “purificación” de todos quienes van a parar a aquél lugar.

La banda sonora de Stephen McKeon es otro ingrediente que funciona como puntal del film. Sin ella, perdería la poca tensión acumulada que va generando. Los temas principales siguen una línea melódica figurativa que ayuda a entrar en la atmósfera narrativa. No sin momentos en los que hasta raya lo épico (¿y no se podría calificar de épico el sufrimiento que experimenta la protagonista en todo el metraje?).
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Jordirozsa
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