Haz click aquí para copiar la URL
España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
<< 1 10 18 19 20 37 >>
Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
24 de septiembre de 2022
Sé el primero en valorar esta crítica
«Érase una vez»… así da comienzo «Wildling» (2018), la ópera prima del realizador alemán Friz Böhm, quien se mete de lleno en el berenjenal de uno de los temas más abordados en la historia de la literatura, y, como no, del arte cinematográfico. En tal tesitura, el desafío no reside tanto en trabajar algo sobre lo que el público ya tiene experiencia, especialmente en el campo del terror, sino en qué y cómo enfocar la perspectiva narrativa para, por lo menos, realizar un producto que esté a la altura de tantos y tantos relatos que, de niños primero, y después en obras literarias, musicales, pictóricas…, nos han hecho entrega del testigo o herencia del imaginario colectivo sobre los lobos, los hombres lobo… y todo el responsorial legendario que alrededor de todas estas criaturas se ha generado, y enriquecido al paso de las generaciones.

Como las del lobo de «Caperucita», el de las «Siete Cabritas», el de los «Tres Cerditos»… o los lobos de otras historias, incluyendo todos los artefactos, parejos y adláteres, creados por la industria cinematográfica a lo largo de su historia, en esta película, nada más empezar, tenemos al veterano y espléndido Brad Douriff («Daddy») que le cuenta a una niña, a la que tiene prisionera en un ático, la historia de unos seres (los «wildings») de afiladas uñas y colmillos, y de una voracidad inusitada, como para pintarle un mundo al que no «debe salir», un mundo hostil, lleno de peligros; un mundo al que la misma muerte es preferible.

Sin embargo, el proceso de maduración y crecimiento de la pequeña arrolla con el desesperado afán del aquél al que ella llama «papá», para mantenerla fuera de contacto con el mundo exterior. Para ello se ayudará de una ventana con barrotes de acero, y de una puerta con pomo elefctrificado. No se sabrá exactamente al principio la relación concreta, exacta, entre ambos, pero lo cierto es que en sus «tète a tète», que constituyen el primer acto del film, podemos apreciar que ambos lucen unos bellos ojos azules. Ahí lo dejo, pues es un tema que, después, nos pueda ayudar en descifrar la volubilidad emocional, constante y repetida, de este extraño «cuidador», que hasta el extremo le inyectará cada día a la muchacha un medicamento para que ésta no crezca, no se desarrolle en la recién entrada pubertad.

Este primer segmento de la trama, el más fascinante, se construye en forma de «meta cuento»: inicia con una historia para niños antes de ir a dormir el relato de una película que, en sí, está estructurada como una fábula, digna de cualquiera de las de los Hermanos Grimm.

En el siguiente acto, liberada la muchacha, y acogida ésta en casa de la «sheriff» local y de su adolescente hermano Ray, parte que nos recuerda mucho lo que vive una madre con su hijo en la cinta de 2015, «Room», de Lenny Abrahamson: la liberación sólo es el principio.

A nivel estético, también hay quien defiende que la semiótica de «Wilding» encajaría con la del cómic, en el que tenemos a uno o varios personajes que se convierten en héroes con poderes, que las veces utilizaran para bién o para mal, adquiridos en un proceso de transformación que se produce después de un hecho fortuito o accidental (la picadura de araña, una descarga eléctrica… la caída en una marmita de poción mágica, como en el caso de Obélix…).

Como en casos parejos en historias de distintos héroes y antihéroes en el imaginario de las ficciones, después del episodio de presentación del protagonista y su contexto, a raíz de un hecho por lo general traumático, se desarrolla la parte en la que nuestro personaje principal se las tiene que haber con un proceso de adaptación en un grupo social, en el que medirá el encaje de sí mismo(a) con los demás.

Así, la actriz Bel Powley desempeña la bien lograda misión de recoger el testigo de Arlo Mertz, en la figuración del paso de Ana, la niña que ha vivido toda su infancia encerrada, de un cautiverio a otro. En una comunidad que, a parte de su nueva familia de acogida, no parece demasiado dispuesta, en general, a echar una mano para su integración social. Peor; a medida que avanzamos hacia la resolución de una trama en la que el propio Böhm, de la mano de Florian Eder, se reservan las claves para meternos de lleno y casi sin darnos cuenta en el tercer acto, el entorno social de la pequeña ciudad rural donde sucede todo, se va tornando cada vez más hostil para Ana.

Y prácticamente sólo Ryan (un emergente Collin-Kelly Sordelet) será para ella un punto de apoyo, complicidad y connexión. Y no fundamentalmente por la belleza física del chaval, sino porque siendo también un joven rebelde, su realidad guarda cierto paralelismo con la de Ana: no se sabe de sus padres, y vive con una hermana que lo cuida, pero su percepción de la situación es de una especie de cautiverio en el que le resulta harto difícil hallar el punto de ajuste y la adaptación: la experiencia del chico, de lo más normal en el mundo de la adolescencia, halla su reflejo diegético en la metáfora fantástica que representa el cambio de Ana, de niña a mujer, al mismo tiempo que su transformación en algo que, al principio, ni ella ni muchos de los que la rodean, son capaces de asimilar ni de comprender.

Aquí lo fantástico (en este caso lo referente a la licantropía) es tan sólo una carcasa o chasis con el que dibujar (algunos dirán que «por enésima», pero normal como experiencia eminentemente humana) el no pocas veces tormentoso proceso de convertirse en persona (en este caso, como en otros precedentes cinematográficos o literarios, en otra cosa; valga decir, incluso, más humana que los que poseemos tal atributo).

Hibridando lobos y humanos, Böhm, como ya otros realizadores hace algo más de tres décadas, no sólo diluye las fronteras del género y rompe etiquetas con la dramatización o «romantización» del terror (como ya en su día hizo Keneth Branagh con «Frankenstein», 1994; Francis Ford Coppola con «Drácula», 1992; o la Summit Entertaintment con la saga «Crepúsculo», de 2008 a 2012),
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jordirozsa
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
6
22 de septiembre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo con una cierta añoranza, algunos de los ratos en los que, durante mis años mozos (tanto en la infancia como en la adolescencia), la ausencia en algunos ratos de mis padres en casa, me convertía en «dueño» de un espacio en el que experimentaba, exploraba, ponía a prueba mi autonomía, desaparecían temporalmente algunas restricciones y/o prohibiciones, y, por ende, el instinto más transgresor empujaba incluso a cometer alguna trastada (pocas quedaban impunes después). Pareja a esta vivencia de sentirse amo y señor, incluso del propio tiempo, venían los primeros encuentros con la soledad, compañera no siempre agradable. Con lo que uno siempre se buscaba a un amigo o compañero de travesuras con el (o la) que compartir tan memorables instantes.

Por ello no resulta muy difícil sentirse identificado con el personaje de Stephanie, sólidamente interpretado por Shree Crooks, una niña que introduce y acapara buena parte a solas el desarrollo del «script» que Akiva Goldsman encargó a Ben Collins y Luke Piotrowski para su segundo largometraje como director, después de la gélida recepción que tuvo su ópera prima, «Cuento de Invierno» (2014), interpretada por Colin Farrell, y orientada más a un estilo de fantasía romántica, en la deriva del «buenismo» azucarado.

«Stephanie» conserva tintes de inocencia inusitada, por lo menos en el tramo del metraje en el que se nos presenta a la espabilada niña. Se las arregla bien en solitario, en el contexto de su casa, sin sus padres, que no se especifica a dónde han ido, ni dónde están; qué es lo que ha ocurrido, y en unas coordenadas temporales poco claras, que el ritmo narrativo, y el nivel de detalle descriptivo del primer bloque (que incluye introducción y primer gran segmento de desarrollo) acaban de difuminar, de modo que la minuciosa y tranquila cámara de Antonio Riestra, con abundancia de primeros planos y planos de detalle hace focalizar nuestra atención, como si estuviera previsto que el espectador jugase ahí un papel como de «invitado furtivo», en la rutina diaria de la pequeña.

Con toda naturalidad y lógicos gazapos (el exceso de pasta de dientes empleado en su higiene bucal, el bote de mermelada que se le hace añicos cuando intenta asirlo encaramada en una silla, el exceso de horas ante los dibujos animados en la tele… cosas normales en una personita de su edad que tiene que sacarse los tachos), se desenvuelve como si nada en tal situación: sin que le importe demasiado, por lo menos al principio, el estar sin sus progenitores en el hogar.

Empezando ya sólo por el paciente trabajo de habérselas con una actriz «junior», que es el único e indiscutible centro de la acción, y la creación del espacio de «observador subrepticio» en el que se coloca el cinematógrafo (y al público), el realizador merece un reconocimiento, por tal delicada tarea.

Con ello se consigue (sobre todo si, como en el caso de películas similares, no se han leído demasiadas reseñas profundas, ni se conoce de nada la historia), un tan eficiente como sobrecogedor impacto en la resolución, acentuado por este contraste entre el continuo tono minimalista en el que empieza y va desarrollándose, y la cruel, violenta y poco esperada conclusión.

Está bastante claro que la intención de Goldsman no es el de presentarnos, aunque dentro de los parámetros del terror, una épica en «widescreen», de todos los condicionantes contextuales de la historia que gira en torno a la realidad de la niña protagonista, y de sus referentes sociales más cercanos: sus padres, de los que no sabemos ni sus nombres (no figuran en las reseñas de los títulos); nada más conocemos que sus personajes («papá» y «mamá» de Stephanie), están interpretados por Frank Grillo y Anna Torv, dos actores que, a pesar de ostentar un status bastante periférico en la diégesis del relato, desempeñan sus papeles de manera muy digna, por el rol que les da el libreto.

No interesa contarnos tanto el origen, las causas, la evolución y el estado de lo que le sucede a la pequeña estrella de nuestro cuento, como profundizar en el desarrollo personal en su «aquí y ahora», muy acotado y en su descripción prolija en los detalles. Y es en la riqueza visual de estos pormenores, donde se desenvuelve el contenido o significado de lo que se nos quiere explicar, expresado en su simbolismo. De ahí, que se le achaque a Goldsman (y/o a sus guionistas), el que haya elementos no lo «suficientemente explicados», como para que al espectador le quede una imagen clara de la estructura y el contenido argumentales.

Pero es que al novicio director (reconocido por escribir el guion de conocidas películas como «A Beautiful Mind» (2001), «El Código Da Vinci» (2006), «Ángeles y Demonios» (2008), o varias entregas de la saga de «Batman» (alguna de ellas menos lograda), le importa un rábano el que el progreso del personaje de Stephanie sea debido a un virus pandémico, una invasión marciana, una posesión demoníaca o una surrealista mezcolanza de varios de estos elementos (lo que queda a merced de la interpretación de la audiencia, cuyos sectores más exigentes de la cucharada de papilla en la boca, saldrán con que la cinta «es lenta y aburrida», «no da sustos», no se regodea en «gore ni casquería»… etcétera, etcétera y bla, bla bla, los tópicos de siempre). De hecho, está expuesto en varios comentarios que, en el montaje final, fue suprimida una escena introductoria situada en una especie de laboratorio de investigación oculta, como para contextualizar el origen del mal que aqueja a Stephanie. Escena, por otra parte, prescindible por no tener ninguna utilidad; más bien lo contrario, pues «espoilearía» la historia, dando al traste con el proceso de generación de tensión ambiental.

El objetivo narrativo de este largometraje es el de referir de una manera simbólica y expresiva, los mitos, los componentes socioafectivos y aspectos que giran alrededor del del crecimiento del individuo en su dimensión personal y social más próxima, que es la familia:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jordirozsa
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
7
17 de septiembre de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de seis años de la tibia recepción de «The Tall Man» (2012), Pascal Laugier irrumpió con una nueva cinta, esperada por todos aquellos que quedaron cautivados por su desafiante, morbosa y rupturista «Martyrs» (2008), etiquetada y puesta en la bandeja de lo que se llamó el Nuevo Extremismo Francés, corriente que parece generarse entre los cineastas galos a principios del siglo actual. El que «Ghostland» (2018), de factura canadiense en coproducción con el país de origen del realizador, ganase varios premios en la XXVa Edición del Festival de Gérardmer, ya puede ser indicador del mérito de esta pieza, aunque sepamos que no siempre los criterios y procesos de concesión de uno o varios palmarés sean estrictamente artísticos.

En este caso, el trofeo estaba más que merecidísimo, pues Laugier entrega otra pieza artesanal que sino iguala, supera a la que le valió el salto a la fama, aunque podamos pensar que la estela de ésta pudiera condicionar el alud de elogios y buenas críticas que se llevó «Ghostland».

Visto el fracaso en el intento de apertura al «target» estadounidense (vía Canadá), y del impío sacrilegio que supuso en 2015 el «remake» de «Martyrs» a manos de los parásitos sacrílegos hermanos Kevin y Michael Goetz, Laugier encontró finalmente la fórmula para desquitarse y meterle un «zasca» al público norteamericano, con una cinta que recaudó más de cinco millones de dólares en las taquillas de todo el mundo (éxito comercial), y con la que atrapó en sus redes a las audiencias yanquis, como se hace con perros y gatos para meterles una pastilla: metiéndoles su ideario, su línea de estilo y pensamiento, su arte y su «faire» en un envoltorio de clichés y recetas, muy trillados y manidos en el registro hollywoodiense, pero con la esencia de lo que realmente el director galo pretendía transmitir, comunicar.

El trabajo de Laugier está insipirado («bebe», diríamos más coloquialmente), en la obra de Georges Bataille (1897-1962), concretamente en su libro de madurez «Les Larmes d’Eros». De este autor del materialismo ateo francés del primer tercio del s.XX, que se posicionó en esta línea de pensamiento planteando propuestas más radicales (el llamado «materialismo base»), podemos ver reflejos, tanto en «Martyrs» como en «Ghostland», de ideas como la de «experiencia límite», muy relacionada con los instintos, pasiones y otras experiencias humanas, hasta las relacionadas con la naturaleza de sus acciones violentas.

Sobre esta premisa podemos sentenciar sin lugar a dudas que, lejos de lo que pueda parecer, cualquier pretendido homenaje a H.P. Lovecraft que se le atribuya a Laugier, nada más lejos en la intención narrativa del realizador, por muy cachondos que se pusieran los amantes de lo «lovecraftiano», en ser este autor norteamericano el ídolo referencial de una de las protagonistas, Beth (Crystal Reed/Emilia Jones), que aspira a ser una renonbrada escritora; o camear el personaje del escritor en una de las escenas oníricas del film.

Lo que hace Laugier en «Ghostland», en un denostado ejercicio de cierta ironía o pitorreo, es utilizar todo lo que representa el lenguaje de lo gótico y las viejas fórmulas, en su propia factura técnica y guion, para simbolizar o figurar todo el mundo de lo viejo, los trastos y objetos inservibles y apolillados (de lo que está lleno la casa nueva a la que se mudan las tres protagonistas de la película; Pauline, y sus dos hijas, Beth y Vera), a lo que las personas se pueden retrotraer o refugiar para no afrontar los traumas del presente.

En el prólogo, que parece ambientado en los años 80 (época en la que Laugier suele ubicar la acción de sus historias) una familia se muda a un nuevo hogar. Un «set» que en su caracterización (una casa rural, situada en medio de la nada, con un interior siniestro y agobiante, repleto de sobrecargantes y antiguos objetos, de dudosa validez funcional para la vida de los recién llegados) podría bien representar la realidad interna de una o varias personas que tienen que hacer un proceso de “limpieza” y orden de un nuevo espacio o situación. Un espacio en el que irrumpen violentamente unos intrusos de la forma más inesperada y brutal, sembrando el caos, el pánico, y poniendo a prueba a las tres protagonistas, en el intento desesperado para sobrevivir al envite.

Nada más empezar, se desata la furia de los invasores de lo más íntimo y privado. Generándose así el primer asalto de extrema incomodidad y tensión en un espectador, que rápidamente se identifica con las personas violentadas. El ogro (Rob Archer) y la bruja (Kevin Power), que apenas les habían adelantado en la carretera a bordo de una furgoneta de venta ambulante de golosinas, aparecen en escena atacando de una forma salvaje y bestial, con lo que más empezar tenemos unas altísimas cotas de violencia, que no se manifiesta con desparrames de sesos ni intestinos, sino en el prolijo aluvión de golpes, empujones, puñetazos… y de hecho así será en el resto del metraje: las escenas de máxima acometividad no se caracterizarán por los litros de hemoglobina vertidos, sino en la crueldad y la saña que los verdugos maleantes infligirán a sus víctimas. A ello contribuirán los abruptos, y por momentos confusos movimientos de las cámaras de Danny Nowak. Quien además tiene el mérito de saber utilizar texturas y tonalidades (hasta llegar a los colores sepia con los que evocar varios clásicos, con aire nostálgico) parejas a productos «slasher» ambientados en la Norteamérica rural profunda (como la saga de «La Matanza de Texas», 1974).

Lo propio consigue la banda sonora original, compuesta por Georges Boukoff, Anthony d’Amario y Ed Rig. Sin introducir efectos para inducir sobresaltos ni sustos baratos, utiliza un lenguaje musical descriptivo acorde a las escenas, dotándolas del adecuado trasfondo dramático, y potenciando el carácter propio de cada una de ellas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jordirozsa
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
7
16 de septiembre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por el momento «Ghost Stories» es el único largometraje en el que, ya hace cinco años, Andy Nyman se aventuró en el mundo del celuloide, para más ni menos que adaptar la obra de teatro homónima que él mismo escribió, dirigió e interpretó, repitiendo roles en esta película, para la que contó con Jeremy Dyson («Phsycobitches», 2013; «The Cicerones», 2002) para la realización y la redacción del guion conjuntamente.

Si relativamente popular se hizo Nyman con las representaciones de esta historia en no pocos escenarios, la película tuvo su cuota de aforo, lo que viene avalado por los más de cuatro millones de dólares de ingresos que generó desde que fuera presentada el 5 de octubre de 2017 en el «BFI London Festival», y lanzada comercialmente el 8 de abril de 2018 a manos de la distribuidora Lions Gate en el Reino Unido. Tanto las cifras de recaudación como las puntuaciones obtenidas en plataformas como «Rotten Tomatoes», basadas en múltiples críticas profesionales de cierto peso específico en el mundo cinematográfico, evidencian una recepción positiva, en general, entre académicos y público, a pesar de que se trata de una creación de cine independiente sin pretensiones de reventar taquillas en ninguno de los países a los que llegó.

Se intuye que la intención de sus creadores (mejor dicho, traductores del escenario a la pantalla) no era la de generar un mero artículo comercial, sino un auténtico producto artístico que, en las salas de proyecciones, optimizase todo el potencial que en las encorsetadas coordenadas de los tablados no podía desenvolver.

«Ghost Stories» (20217), es un «portmanteur film», concebido como una especie de antología de tres cortos de unos veinte minutos de duración, correspondientes a tres historias de fantasmas sobre cuya veracidad el protagonista, Philip Goodman (Andy Nyman), investigará a petición de un retirado y moribundo Doctor Cameron (genialmente interpretado por Martin Freeman), experto en la temática, tres casos de apariciones paranormales. La narración correspondiente a la presentación del personaje de Goodman, el encargo de Cameron, y la asombrosa resolución final, constituyen un cuarto segmento que funciona como «wraparound» de la estructura de conjunto. Los tres episodios, que son narrados en primera persona por quienes representa que vivieron tales experiencias, forman parte de un todo cosido por el hilo conductor de las pesquisas de Goodman para resolver dichos misterios.

Por lo tanto, no estaríamos hablando de una antología propiamente dicha, en la que, como en otras películas donde los diferentes fragmentos no guardan relación narrativa entre sí. Sino que el film disfraza en este formato la más compleja estructura de la trama general. Con ello, si uno no aplica una visión de profundidad, se centra de forma troceada en la división capitular de cada una de las tres historias, y no presta atención a los elementos de “planting” (por ejemplo, el hombre en chaqueta encapuchada), fácilmente se perderá en la vacua singularidad de cada corto. Cosa, por otra parte, que parece buscar la realización, pues es un recurso muy utilizado para augmentar la sorpresa o el «shock» del giro final del guion, en una hábil maniobra para cerrar el argumento.

Sin embargo si uno se deja llevar por la senda en forma de embudo que traza el «script», asiéndose a la barandilla o pasamano que supone todo el proceso de investigación de Goodman a lo largo del metraje, la intuición salvará con mayor probabilidad al espectador de la creciente sensación de andar más perdido que pulpo en garaje a medida que pasan los minutos, y del desconcierto total, en la resolución final de la película.

Por su formato, así como por varios elementos estéticos visuales y de puesta en escena, «Ghost Stories» me retrotrajo en primera instancia a una de mis cintas fetitche de la infancia: «El Doctor Terror» (1965), de Freddie Francis, interpretada por los grandes Peter Cushing, Cristopher Lee y Donald Sutherland, y producida por la rival de la Hammer, Amicus Productions, cuyas creaciones de fantástico en su mayoría fueron cintas de episodios, de un terror más psicológico y sugestivo que las de su competidora. Con algunas de estas pinceladas del gótico británico de los sesenta, Nyman y Dyson dan sello de marca patrio a su obra.

Ambientada en 1979, da cierto carácter retro que no acaba de ser homogéneo ni fiel en la construcción del set. De hecho, esta localización temporal que se lee en algunas sinopsis y comentarios, queda muy diluida en la ambientación, dentro de lo contemporáneo,

Pero lo importante en el diseño escénico, es que todos los elementos de la factura técnica van a la par en la idea de colocarnos en una progresiva inmersión a la descomposición de la realidad diegética de la película, que cada vez va tomando un cariz más oscuro, esperpéntico y, finalmente, de un surrealismo onírico de lo más descarnado, sin reparar en unos golpes satíricos que realzan lo rocambolesco en la escena final. Eso si, en clave del más cruento humor irónico inglés, que deja más de un resquicio para media sonrisa despistada en medio de la vorágine de misterio, que lo envuelve todo hasta el último acto.

La fotografía de Ole Bratt Birkeland es más que efectiva, acoplándose al ritmo narrativo y transmitiendo el paulatino descenso a los avernos de la locura. Aunque también nos obsequia con maravillosos planos que, dentro del tono aterrador de su mensaje, dan de vez en cuando un respiro de frescura a nuestro sistema perceptivo, constantemente ajetreado en descifrar los eventos, que van alternando los testimonios de las tres fantasmagóricas crónicas con el progreso de investigación del Dr. Goodman, cuyo contacto con la materialidad objetiva vemos ir descomponiéndose por momentos.

La banda sonora sinfónica de Frank Ilfman, por momentos siniestra, pero también de un dramatismo inusitado, como queriendo buscar algún recoveco donde pueda aflorar alguna tierna emoción, resulta ser de una gran solvencia descriptiva.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jordirozsa
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
7
14 de septiembre de 2022
Sé el primero en valorar esta crítica
Como en un bazar asiático, a los que cuya presencia en nuestras ciudades ya se nos tiene acostumbrados, en el escaparate de Netflix tenemos «Ghost Stories», producida en 2020. Su carátula genera unas expectativas poco halagüeñas, pues lo primero que se piensa (almenos es lo que se me ocurrió a mí), es en uno de esos interminables productos «bollywoodienses» (más de dos horas y media dura la condenada cinta) con los que, en su momento ya hace años, y ahora gracias a la omnipresencia de las redes telemáticas de difusión (llamémoslo así), el mercado se vio invadido. No sólo de terror, sino de todos los géneros: los indios pensaron que si los ianquis podían hacerse ricos con la comercialización del celuloide, ellos no serían menos, que por eso se autodenominaban como país emergente, después de que entre la descolonización «british» y finales de los noventa, aquella remota península del Índico no pasase de Tercer Mundo (según estándares geopolíticos, se entiende).

Mientras que durante dos lustros el mundo de los fantasmas fue acaparado por Vikram Bhatt, quien, ya como guionista, director, o ambas cosas a la vez, estuvo llevando el ajo de la saga «1920» (2008), «1920: The Evil Returns» (2012), «1920: London» (2016) y «1921» (2018), todas ellas caracterizadas por mezclar en su salsa el terror, lo fantástico, el romance y, podríamos decir casi incluso que hasta el musical, en el más puro estilo característico y marca hindú ya referidos, en el caso de «Ghost Stories», cuatro directores (Zoya Akhtar, Anurag Kashyap, Dibakar Banerjee y Karan Johar), todos ellos neófitos en este campo (un par de años antes, en 2018, fueron llamados para dirigir “Lust Stories”), se enzarzan en confeccionar una antología de historias fantásticas o de horror (sería discutible si las cuatro de fantasmas, propiamente dicho), en las que tanto el susto como la elaboración, construcción y resolución de un aparato narrativo, no es que pase a un plano diferente, secundario, en pro de un planteamiento más conceptual, sino que, como es propio en las culturas orientales, se saca mucho más provecho del simbolismo y el código iconográfico y visual, en general.

Se trata de cuatro «sketches» de poco más de media hora cada uno, en los que, tal si fueran alumnos avanzados de una academia de artes plásticas, los cuatro realizadores despliegan por primera vez sus respectivas paletas de recursos para hacernos, más que temblar de miedo, o mordernos las uñas de desesperación, reflexionar sobre varios asuntos de lo más mundano que cabría imaginarnos; más cercanos a nuestra cotidianidad de lo que, en apariencia, pintan como escenarios lúgubres, personajes monstruosos e historias… digamos que increíbles, por darle cualquier epíteto que no desentone con lo que se antoja esta pequeña colección de historietas.

En la primera, Akhtar nos presenta a una cuidadora (la solvente Jahnvi Kapoor) de una anciana (Surekha Sikri, que borda el papel) casi totalmente dependiente, que en su deriva de senilidad causada por un derrame cerebral, vive obsesionada con la idea de que su hijo merodea escondido en su vetusto piso. Una historia en la que la idea del terror se nos irá diluyendo hasta lo más accesorio, hasta un giro final de un guion que cierra simplemente porque se le han acabado los minutos concedidos para su desarrollo. Un relato que, si no violase la lógica de la cronología temporal, recuerda mucho al que se nos plantea en «La Abuela» (2021), de Paco Plaza.

En el epicentro de valores sobre el que se fija el eje del argumento, hallamos el vínculo que se establece entre cuidadora y anciana; sus respectivos miedos y circunstancias personales, de las que poco se nos explica a modo de sustrato, pero de las que podemos intuir o adivinar muchos aspectos a partir de las actuaciones de ambas protagonistas, destacando el planteamiento de la moralidad y la ética, sobre todo profesional de la joven asistenta: algunas de sus conductas dejan mucho que desear. Es lo que despierta en nosotros el «miedo»: el que algún día estuviéramos en manos de una auxiliar corrupta como esta, que no ya los ruídos, visiones y otros extraños fenómenos que se van dando a lo largo de cuarenta minutos de metraje.

En el segundo fragmento, un atrevido Anurag Kashyap, usando una exhibición efectista de colores de imagen (baja saturación y predominancia de los tonos azulados al principio), nos adentra en una especie de pesadilla, de carácter completamente kafkiano, en el que muy gráficamente se nos describe un sistema de relaciones basadas en las celotipias y los respectivos miedos a la autoanulación (imposibilidad de perpetuarse a través de la concepción y la cría de nuevos seres que traer al mundo) y la pérdida del ser, o del objeto querido. Una sopa de malsanas afinidades y tóxicas emociones, empañadas de una delirante espiral de fantasías cuasi psicóticas, que beben del imaginario de ancestrales supersticiones.

Dibakar Banerjee es, en el caso de muchos comentarios, uno de los más aclamados y aceptados del compendio (entiendo porque la moda de los zombis y el canibalismo es algo que en lo que va de siglo ha tomado fuerza en el imaginario colectivo gracias a producciones como la serie «The Walking Dead»). Un maestro llega a una desolada aldea, en un ambiente postapocalíptico, y un niño y una niña supervivientes se las tienen que ingeniar para salir indemnes del dominio de unos seres que se han zampado a sus paisanos, y/o convertido en errantes muertos vivientes, a su vez también caníbales.

Termina la quadrilogía con un no menos pueril, pero igualmente entretenido y divertido relato en el que Karan Johar («Never Say Goodbye», 2006; «Mi nombre es Khan», 2010) nos cuenta precisamente haciendo un guiño machaconero al empalagoso manual «bollywoodiense», el triste destino de un matrimonio de conveniencia entre Ira, una joven (espléndida Mrunai Thakur) que aun así se desposa locamente enamorada, y el rico y hermoso Dhruv (Avinash Tiwary), por cuyo amor tiene que competir
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jordirozsa
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
<< 1 10 18 19 20 37 >>
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow