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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
2 de junio de 2024
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Bajo el título «Curve», tenemos un subtexto interesante, referente al arco evolutivo que veremos procesar a la increíble protagonista de esta «road movie», Julianne Hough, quien exhibe un portentoso ejercicio de presencia en cámara y actuación, un nada despreciable reto en una película donde ella será, casi en su totalidad, el centro del foco de la lente del cinematógrafo Brad Shield. Un título que, en su traducción al castellano, el genitivo "de la muerte" sobra (siempre somos especialistas los «apañolitos» en «apañar» traducciones), pues de gran redundancia es, y no hace falta que en él nos anuncien que nuestra empoderada fémina andará (y valga esa redundancia, sí), como «puta en rastrojo» para salir airosa del «fregao» (bueno... ustedes investiguen lo que significa «curve» en ruso, polaco y otras lenguas eslavas... no es un chiste).

Pues bien, de curvas va la cosa... o sea que agárrense, porque si no se han puesto el cinturón de seguridad, saldrán volando por la ventana. Y eso es lo que les sucederá a los incautos espectadores que disfrutan con la aparente velocidad, a toda pastilla, a la que parece andar el «pacing» narrativo de la trama; y así... «¡catapún!»; porque es justamente en una curva, en un giro muy primerizo y, sobre todo inesperado (¡ahá, sorpresa de fresa!), en el que se hacen añicos dos bloques de expectativas: el de las (y los) que se ponen cachondos con la aparición del vaquero que está más buenorro que el pan, rubiales, musculitos y treintañero carilindo Christian Laughton (curioso porque este apellido se parece al término inglés "slaughter", que significa carnicero o carnicería), interpretado por Teddy Sears. El autoestopista guaperas, que ya antes de terminar el primer acto se revela ser quien es. Y, en segundo lugar, los que esperaban ahí ver una delirante odisea del tipo «Carretera al Infierno», o «Nunca juegues con extraños». Acabarán doloridos por las fracturas infligidas por el accidente que convertirá el resto de la cinta en una claustrofóbica, pero no menos angustiante y trepidante lucha de la Hough para salvar el pellejo.

Lo que hace imponente la presencia ante la cámara y, sobre todo, la actuación de Sears, es el descoloque que supone que el «enrollado» transeúnte se «convierte» en un implacable asesino. El inminente «peligro» de la chica ya no es una boda que se va quedando atrás, a medida que corre el metraje, sino el chalado a quien ha recogido a pie de carretera, porque le ha ayudado a arreglar el coche, un tropo, ese del príncipe azul auxiliador en ruta, tan clásico e icónico. Seguramente introducido con intenciones ácidas por parte de los coguionistas Kimberly Lofstrom Johnson y Lee Patterson.

En «The Night the Lights Went Out in Georgia» (1981), Mark Hamill interpreta a un personaje que también desafía las expectativas en una trama que combina elementos de misterio y thriller.
Aunque el contexto y los detalles de la trama son diferentes, ambas películas comparten a un personaje inicialmente atractivo y confiable que luego revela una faceta más oscura.

La tensión causada entre el «appeal» de Sears y aquello que se revela, no se diluye completamente: el conflicto irá operando en el subconsciente del espectador, dando combustible hasta el final al ritmo narrativo. El motor principal de la película.

El arco narrativo de la Hough es un tropo convencional, de cuento clásico de anochecer al lado de la lumbre, explicado por los «güelos» a los nietos. Acaso, ¿me sabrían decir las diferencias que ustedes podrían decirme que hay entre la Mallory y la Caperucita Roja? No vamos a donde tenemos que ir. Escapamos de la zona de confort que suponen todas las convenciones sociales (una boda), para salir cagando leches con el coche a darnos un respiro por ahí. Hasta aquí, Mallory, ¡¡muy bién, maja!! Aparece el Christian, amable, guapo, seductor (si el paralelismo con el «lobo feroz» no es descarado, que me compren unas gafas de ver de lejos). Este «lobo feroz», cuando se manifiesta, detona el paso de la primera fase del «paseo» de la Mallory (la huida de la rutina que para ella es el caos, el descoloque de todo, simbolizado en el pifostio de desorden que la chavala se tiene liado dentro del coche), a la fase chunga en la que ella tendrá que apañárselas solita para sobrevivir y, no sólo esto... no, no se trata sólo de escapar con vida del lobo, sino de darle «lo que se tiene merecido».

Nuestro depredador no va a la casa de la abuela para comérsela, pero entra en una cabaña donde hace de las suyas y más a un pobre matrimonio que vivía allí, y donde al agente de policía que había acudido en auxilio, lo veja y lo tortura también. La imagen del poli en una ridícula ropa interior, no hace más que provocar vergüenza ajena. Un claro simbolismo ridiculizante de la figura de la autoridad; la imagen de un agente de la ley (¿el leñador?) grotescamente caricaturizada. La caperucita, sin el leñador, tendrá que darle ella misma el castigo al lobo: empoderamiento femenino en toda la regla, rotura de estereotipos de rol a saco, a costa de mofarse de lo masculino, hasta que a mí mismo me chirriaron los oídos, los ojos y mi propia dignidad de varón.

En el proceso de evolución del tándem de protagonistas, hay claramente un transvase de roles: la víctima se convierte en victimizadora, y no para hasta estar segura de darle el estocazo final al toro: «¿que tu más jodío con saña? ¡pos yo te joderé aún más!» ¡Olé la Mallory!, rabo y orejas cortados, y paseíllo por el ruedo, aunque no tenga a nadie pa subírsela a los hombros. Su amiga del alma, la Katie (Madalyn Horcher), no estará allí para celebrarlo; sino comunicándose con ella como personaje de apoyo en la escena inicial, su conversación para contextualizar el «background» de la prota. Esta es la función que hace ahí la secundaria. Otra evidencia de que en este relato se usa tendenciosamente la atribución de roles funcionales a las féminas, y cuasi caricaturescos a unos hombres: uno como malo malísimo,
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Jordirozsa
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7
28 de mayo de 2024
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«Muerte Fría»... un título redundante en sí mismo. ¿Acaso hay alguna muerte «cálida»? Bueno, quizás sí para los que en su tiempo murieron quemados en la hoguera. Roar Uthaug se marca muchos enteros con la primera de una trilogía que podemos disfrutar como si se tratara de un selecto menú. En el cine, como en el arte culinario, los ingredientes básicos son siempre los mismos. Nada nuevo o inventado (y menos si hablamos de las sopas de ajo). La creatividad y la originalidad no reside en que haya clichés o tópicos, o deje de haberlos, sino en el enfoque y tratamiento que se da a estos ingredientes. Elementos básicos, que en su momento fueron (y todavía lo son, no han quedado para nada obsoletos) referentes prototípicos del cine de terror: la matanza de adolescentes (aka, el sacrificio de «ovejos»), en términos narrativos, y, específicamente, el guiño al «Resplandor» de Stephen King (concretamente, la versión dirigida por Kubrik en 1980).

Uthaug introduce componentes literarios autóctonos. Éstos mejoran y enriquecen los trillados planteamientos sobre los que, en su día, trabajaron precursores como Carpenter («Halloween»), Tobe Hooper («The Texas Chainsaw Massacre»), Sean S. Cunningham ("Friday the 13th") o Wes Craven («Nightmare on Elm Street»). Otros directores tomaron estos planteamientos como molde para explotar, hasta el agotamiento, este entrañable subgénero (que me retrotrae a las noches de los viernes de mis años mozos, en los que gozaba del ya lejano «Alucine» de TVE2). Uthaug parecía tenerlo en conserva, y el resultado no se limita a ser una vulgar imitación de los arquetipos originales.

Otro aspecto influente con antecedentes fílmicos, a base de analogías estéticas, paralelismos narrativos y guiños simbólicos, es la conexión con el trabajo de Kubrick. Concretamente, hay una explícita referencia a la habitación 237, famosa por ser un lugar embrujado en el hotel Overlook en The Shining. Un lugar donde ocurren eventos sobrenaturales aterradores. En Fritt Vilt, algo terrible les sucede a los personajes que eligen esa habitación en el hotel donde se refugian. Este guiño sugiere que los personajes que se comportan promiscuamente en las películas de slasher a menudo encuentran su destino trágico en lugares emblemáticos.

Pero del guiño nos vamos a la tan espectacular como meticulosa reconstrucción del mismo planteamiento terrorífico en un establecimiento hibernal abandonado. Ubicado en un páramo desolado, hostil, solitario y lúgubre, este lugar irónicamente ofrece un entorno natural, casi virgen, originalmente escogido para el descanso y la paz. Los personajes se sienten más desamparados por el peor estado de degradación del hotel, en comparación al Overlook donde se alojaban los Torrance. Aquí el principio de la disonancia: el anhelo de disfrute y descanso choca con el horror del crimen, la sombra del miedo y el pútrido aliento del abandono y la decadencia. En «Fritt Vilt», como en «Viernes 13», el destino elegido para unas vacaciones divertidas y perfectas se convierte en el peor infierno de las vidas de los protagonistas.

El locus ideal que pone en evidencia la vulnerabilidad de los cinco jóvenes. El interior del refugio se convierte en un laberinto donde son presa fácil para el depredador que les acecha. El exterior, inhóspito, helado y estéril, es el entorno perfecto para sucumbir, ya sea a manos del asesino o bajo la implacable acción de los elementos climáticos. Esta trampa mortal es como estar nadando en medio del mar a merced de un tiburón hambriento. El maníaco se siente como pez en el agua. No en el interior del hotel, sino en la tundra nevada, donde parece estar mejor adaptado. A diferencia de otros «slasher», donde un psicópata, un poseído o un monstruo irrumpe en la zona de confort de los personajes y estos pueden ganar «jugando en terreno propio», aquí los chicos están como langostitas en un terrario de mantis religiosas o ratoncitos en el de una serpiente. El espacio será tanto o más letal que el propio «matador» oficial de la historia, convirtiéndose en su aliado.

Incomunicados, sin provisiones suficientes más que algunas botellas de licores, rancios por las décadas de abandono del establecimiento, y sin recursos para atender siquiera de emergencia al compañero lesionado, los tres chicos y las dos chicas no lo tienen más fácil que los inquilinos de Crystal Lake o Laurie Strode en Halloween.

La fotografía, a cargo de Daniel Voldheim, realiza un trabajo excepcional en el uso del color, planificación y manejo de la cámara. Los tonos sepia en las secuencias interiores contrastan con las brillantes iluminaciones diurnas, aprovechando el juego que proporciona el reflejo de la luz solar en la blanca superficie de las extensiones nevadas. Es como si el cinematógrafo, en un acto de sadismo, diera a los personajes la opción de sucumbir bajo la densa y borrosa claridad de los espacios abandonados en el interior del hotel, o sobre la nieve, bajo las sombras de la noche.
La primorosa y artesana construcción del «set» y la ambientación a cargo de Astrid Saetren también facilita el trabajo de los guionistas. El equipo de escribanos logra generar tensión de manera eficaz. Aprovechan el metraje disponible para elaborar diálogos complejos y coherentes, y para desarrollar la química entre los actores de una forma creíble.

Con este planteamiento estructural, tanto artístico como técnico, el realizador escandinavo tiene un terreno preparado para la tensión durante casi los primeros cuarenta minutos. Esto le permite reservar combustible para un culmen satisfactorio y potente, evitando los «sustos» de butaca que caracterizan a otros «slasher».

La obligada pernoctación en el abandonado hotel obliga a los personajes a gestionar sus diferencias más allá de la reunión lúdica inicial. Entretenidos en gestionar el accidente de Morten (el simpático y pelirrojo Rolf Kristian Larsen) y resolver los conflictos prácticos y socioafectivos derivados de su convivencia obligada,
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Jordirozsa
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4
27 de mayo de 2024
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Bueno, al fin y al cabo, poco dicho hay sobre esta película de José Prendes («Haunting of Winchester House», 2009; «Hansel & Gretel», 2013; «The Divine Tragedies», 2015; «The Exorcists», 2021), quien ha tenido otras lizas en las que hacer gala de su toreo. Y poco hay que decir, más que para encontrar en ella una suerte de colorido pastiche, con tintes esperpénticos, basado en clichés y tópicos, y es como un «slapstick» tipo «Hotel Fawlty»(1975), aunque no tan exagerado, y con fantasmas, chillidos, gente corriendo de aquí para allá, polis que de la noche a la mañana creen que los «papus» realmente existen. En fin, caos, mucho caos y desorden en los últimos minutos, que contrastan con un cansino viaje, ya no por la casa, sino por la insípida superficialidad de las anodinas e inexploradas vidas de sus personajes.

Es posible que, tanto las intenciones de Prendes (con el exiguo presupuesto de 115.000 dólares tuvo que arreglarse los tachos) como el resultado final, vayan en esa línea focalizada al «divertimento», más claramente eficaz en la saga de «Dead Evil» (1978-1992), de Sam Reimi, o, incluso a la de los tan simpáticos como gamberros «Gremlins» (1985), donde uno puede hacerse la idea ya de que irá más a reírse que a «pasar miedo». No se puede negar a priori que el realizador de «The Haunting of Whaley House» obedezca a una idea de producto «light», superficial y poco elaborado en términos de argumento, creatividad y desarrollo de guion, pero la ejecución de esta curiosa receta de spaghetti con mermelada, canta a calcetín de adolescente en cuanto a la efectividad de la amalgama de humor y terror.

Incluso con el plus añadido por Prendes con el acento puesto en el cachondeo mostrado hacia el «terror gringo», en esa buscada fórmula hay cosas que chirrían. El «allioli» se corta, se tiene que echar mano del túrmix, y se termina con una especie de mayonesa con ajo. No vemos una emulsión uniforme de géneros, y parece vayamos dando bandazos entre la guasa y una incipiente pretensión de seriedad. Esta fragmentación y desequilibrio, con el consiguiente descoloque de la peña ante la pantalla, no se circunscribe únicamente a la percepción del planteamiento, sino también en el arco argumental y narrativo y, por ende, a varios de los elementos o facturas que dependen de ello.

La primera escena es un prólogo común en muchas clases de películas. La entrada por la puerta grande de lo hilarante, con los gamberros arrojando una piedra a una ventana de la casa. Si, aparece la sombra de un fantasma, pero ahí estamos en la salsa de lo cómico, hasta que uno de ellos, andando hasta la calle es arrollado por un vehículo. Ahí ya va el primer aviso de que la cosa puede "ir en serio"... pero en el contexto de la juerga, uno no puede más que echar una carcajada, y ubicar el espantoso final del adolescente en el marco del «sainete inicial» y decirse: «ya les está bien por ceporros», identificándose con el derecho de los fantasmas a que vagabundos y maleantes respeten el descanso nocturno.

Por otra parte, de este cuadro ya no se dice más: no sabremos quienes eran estos chavales, ni del asunto trasunto saldrá nada después. La cosa se queda en anticipación del quebrantamiento de las normas que cualquiera tiene que «respetar» en relación con la mansión.

En este prolegómeno se da la invariable dinámica estructural, extrapolada al resto de la cinta: la de personajes (amigos de la prota), que irán desfilando al interior de la vivienda museizada para pasar allí la noche; lo que le piden para satisfacer sus morbosas curiosidades. El jocoso tono de sus conductas, mezclado con este juego-bisagra «ahora me mofo, ahora me cago cuando pasa algo» deriva en la debacle final (que, según parece fue rodada en un «plas», para despachar a toda prisa).

El juego se crece sobre la espina dorsal de un argumento muy ramplón, con elementos genéricos de los cuentos populares (las advertencias de seguir las normas, los personajes que las rompen y se enfrentan a las consecuencias de ellos...). En principio, tendría que haber sido fácil y cómodo tejer un guion; aunque superficial, con el mero objetivo de entretener. Pero sale una chapuza. Más que mal resuelta, mal ejecutada por falta de garra. Por la actitud poco convincente con la que el equipo se enfrenta a la faena.

La «ligereza de tono» degenera en dejadez. A efectos de libreto, en vez de «Whaley House» parece la «Casa de las Locas», donde el cinematógrafo Alex Vendler se esfuerza en mantenernos entretenidos, llevándonos de un lugar para en un juego de encuadres, planos, composiciones y texturas (algunas interesantes), para hacer un «rippieno» que cumple a duras penas con el lenguaje visual, allá donde la poca creatividad en términos de «script» (y prácticamente nula en términos de diálogos, en su mayoría tópicos, absurdos y algunos chabacanos) es incapaz de rozarse con la punta de los dedos. Al propio Prendes le quemarían las teclas debajo de las yemas de los dedos, y se parapeta en la cámara para correr un tupido velo ante su incapacidad y/o desinterés en elaborar una enjundia más compleja y comprensible.

La ambientación poco ayuda. Los del diseño de producción no se rompen el coco, y echan mano de un «set» muy fofo, ambientando todo en una casa-museo decimonónica, para visita de turistas con la que dar algo de atractivo a una pequeña población yanki donde Cristo podría haber perdido la sandalia.

He leído sobre el «currículum» de la casona, que tiene la fama de ser la más «embrujada» de los EUA pero, ¿qué quieren qué les diga? Nuestro patrio Belchite, con sus psicofonías y «fantasmas estampados» en las paredes derruidas de las abandonadas casas de este pueblo después de la Guerra Civil (el auténtico horror), nada tiene que envidiar a estas mansiones.

No hace falta recordar la literatura fílmica que engendró «Amityville», o, en formato más modesto y contundente que la que nos ocupa, la que protagonizó los asesinatos de Villisca.
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Jordirozsa
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6
4 de mayo de 2024
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El demonio no necesita pretextos para hacer de las suyas, y sus travesuras en «Demonic» (2015), de Will Canon, no son nada despreciables, ni el estropicio que causan. Hasta los maderos acuden a la vieja casa donde sucede todo, para echarle el guante y detenerlo con cargos de asesinato múltiple. ¡Pobre demonio! ¿Qué culpa tiene él de que acudan unos espiritistas, o demonistas aficionados, a husmear en un lugar donde estaba él tranquilo, sobando, hasta que le despiertan... y le cabrean mucho?

Nuestro grupo de «cazadiablos» está liderado por Bryan (Scott Mechlowitz), un fulano que parece saber tanto de escrúpulos como de aquello en lo que van a meter las narices, a ver si consiguen el «hit doc» del año y se sacan con él algunas perras, a costa de algunos de esos espíritus que habitan en la casa presuntamente encantada, a la que van de turismo sobrenatural.

A Bryan no se le ocurre otra cosa que comentarle a la «ex», Michelle (Cody Horn), que le pida a su actual novio, John (Dustin Milligan), que les haga de guía, ya que parece ser que en la casa vivía la mamá de este, y tuvo ahí un «affaire» con un demonio, que no terminó de acabar bien. Lo lógico sería pensar que el tal John enviase a la porra a Bryan, pero decide acompañarlos para no dejar sola a la «churri», enfrentarse con su sentimiento de culpa por haber abandonado a la mamá en manos de aquel indeseable ser infernal que acabó con ella, y de paso ajustarle las cuentas.

Will Canon tiene el punto de partida para desarrollar, tecleando a «seis manos» con Doug Simon y Max la Bella, la historia que este último creó con James Wan. Canon, que intentará que no se le escape ni una, y menos el travieso demonio, nos deja el arco del «background» más plano que un lenguado, sin dimensión de profundidad alguna, más que la percha de turno para contar y exhibir el pifostio que se armará en escena.

Los personajes hacen su «mise en scene» sin que se haya elaborado un mínimo trasfondo de sus vidas, sus motivaciones, y se muestran ante el espectador como seres algo acartonados y unidimensionales, a excepción del John de Dustin Milligan, quien hace algo de esfuerzo para aportar, mediante su algo postiza actuación, un poco de autenticidad a su persona dramática.

Aparte de Mechlowitz, Milligan y Cody Horn (quien es objeto de la todavía latente disputa del puesto a macho alfa, entre los dos chicos y el propio demonio), el resto del reparto está incluido básicamente para desempeñar el rol de carne de cañón (en este caso, carne de demonio). Son Frank Grillo (detective Mark Lewis) y Maria Bello (Dra. Elisabeth Klein), los que, recordándonos a la mítica pareja del mundo de «The X Files», Mulder y Scully, darán un importante contrapeso, para darle el toque más serio y adulto al asunto: los que investigarán los trágicos sucesos; los que mimetizarán a un papá y a una mamá desconcertados después de que el depredador haya saltado al nido, o al corral.

Milligan y Mechlowitz poseen un atractivo y una belleza como pocas veces he apreciado en uno o varios protagonistas de una película, y encima dan el pego en su esfuerzo para imprimir carácter y dramatismo a sus respectivos caracteres.

Habrá quien criticará el desentone de edades entre ambos bloques de protagonistas. Como si la presencia de Grillo y Bello desencajara en el entorno o contexto de la película, pero la incidencia de interacciones intergeneracionales, más allá de una falta de cohesión en la configuración del elenco protagónico, puede abarcar un más amplio espectro de la complejidad de estas relaciones. Además, en términos comerciales, también puede obedecer a un interés de los productores para llegar a una mayor sección del amplio espectro de los perfiles de las audiencias.

Excepto las escenas diurnas iniciales, en las que se prepara la «expedición» a la casa (previa entrevista con John), la cámara compone espacios dominados por la oscuridad, en donde destacan determinados puntos aislados de luz condensada (la luz diegética de linternas y focos, tanto de los chicos, como de la policía; y la composición extra diegética del espacio lumínico). De modo que se pretende transmitir la constante y estremecedora percepción de una presencia maligna, acechando todo el tiempo, incluso cuando ésta no hace sus apariciones explícitas.

En la construcción de los juegos de luces y sombras, Michael Fimognari establece el fondo del frenético lienzo. Sobre él, los movimientos y los planos, la fugacidad de los cuales se ve incrementada por el montaje en las escenas de acción dentro del claustrofóbico espacio de la casa. Dando esta sensación de desorientación, caos... y muerte, que atrapa al equipo entero de Bryan. Lo cual contrasta con los primeros y más estáticos planos de las conversaciones del detective y la doctora con John en el cobertizo del establo, improvisadamente convertido en sala de interrogatorios; un asfixiante mínimo espacio, no menos inspirador que el interior de la casa.

El trabajo de Fimognari redunda en la creación de un set totalmente sobrecogedor. En donde ningún rincón, exceptuando la también sumida en penumbra «oficina de campaña» que la policía ha instalado al lado de la casa para analizar el material de registro y/o grabaciones del equipo de Bryan, no parece seguro para nadie. Incluso el lugar del «tête à tête» de la Doctora Klein con John (el establo), se antoja potencialmente peligroso a nivel intuitivo, incluso antes de que eclosione el sorprendente final.

Una funcional pero efectivísima banda sonora de Dan Marocco, que es una lástima que no podamos disfrutar en una audición separada de la película, combina con sentido del «pacing», muy bien acoplada a la evolución «in crescendo» que van presentando los eventos de la narrativa, tanto a nivel instrumental como temático (aunque sin mojarse en desarrollar claros leitmotivs que la hagan memorable). La oscura tonalidad de los elementos orquestales confluye con los efectos electrónicos de sonido, en la intencionalidad descriptiva de la partitura.
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Jordirozsa
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7
1 de mayo de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Christian Tafdrup nos atrapa mortalmente en sus redes para intoxicarnos del mal ambiente que logra crear, hasta un clímax que, a más de uno, le hará pensar en tomar un tranquilizante (sin exagerar). Tan profundo escarba y araña el guion de esta trama, notablemente tejida; diseñada para ir haciendo de las suyas en nuestros lóbulos prefrontales, largo tiempo después del visionado.

El director, también coguionista con su hermano Mads Tafdrup, se deja de mandangas y pastiches, y en su caso no sabría decir si la falta de efectos (tanto sonoros como visuales), impactantes y floridos, es un demérito o, al contrario, una clase magistral de eficiencia cinematográfica. El realizador danés funambula sobre el minimalismo más básico en lo que respecta a «artefactos» del terror más convencional, con lo más cotidiano, simple y humano, para generar el delirio intuitivo que nos llevará al espantoso final.

Se usa el cromatismo fotográfico, el lenguaje no verbal de los actores (buenísimos en la expresión de emociones y elementos subtextuales en general), los espacios, y, como no, un sonido que armoniza con la banda sonora de Sune Kølster. En esta línea minimalista (no hay grandes leitmotivs, no hay gran variedad tímbrica de instrumentos — básicamente el sombrío y disonante retumbar de metales), son los naturales y básicos ingredientes que se exprimen hasta el último momento para convertir una pacífica estancia de fin de semana, en un letal y asfixiante infierno, donde la violencia más cruda y explícita emerge en el último momento para dejarnos atónitos, tal lo hace el mago sacándose el conejo (nunca mejor dicho), de la chistera.

Tafdrup se muestra hábilmente creativo en este comedimiento buscado, tanto a nivel temático, como de ejecución. Desmarcándose ostensiblemente de tópicos y clichés, por lo menos en cuanto al estilo de realización, puesto que del argumento pocos elementos de originalidad ya podremos rescatar. No son nuevos los relatos de terror en el seno de familias o grupos de ellas, que confluyen en un determinado contexto.

El diseño artístico no es una excepción, introduciéndonos en un idílico espacio vacacional de Italia, del que, en la escena introductoria, nos esboza lo que sería, para todo ser humano, el ideal de apacibilidad, confort y belleza. Un auténtico placer para los sentidos: gastronomía, arte (música), y un espacio diurno en una soleada jornada veraniega, con descanso bajo la sombra, con la frescura de una piscina en la que los más pequeños disfrutan de los placeres que el entorno rural ancestral ha legado a un mundo que ha transformado un entorno de labor y supervivencia, en el que se arropaban familias extensas unidas por la necesidad, reemplazadas ahora por otras que buscan la desconexión y el relax, no menos importantes para el ciclo vital humano.

El acierto es ir convirtiendo la experiencia visual cinematográfica del remanso preciosístico de la escena inicial, en una paulatina, constante, lenta pero sin pausa, degradación y claustrofobización de la atmósfera en la que se desarrolla la acción, cuyo clímax llega a su punto álgido dentro del viejo (pero bien cuidado) automóvil del personaje de Hedja van Huêt (Patrick). Ahí confluye lo desgarrador, esperpéntico, y se recogen los elementos de planting, pero sólo como antesala del remate final, el tiro de gracia que, en el último plano, nos mostrará algo tan dantesco como potencialmente anulador.

Este sutil y paciente camino, por otra parte hábil en conseguirlo en tan sólo 97 minutos de metraje, puede ser criticado por su aparente parsimonia. Pero no hay que confundirnos. La velocidad de los eventos en las coordenadas físicas (espacio y tiempo), es algo bastante relativo. E irrelevante en términos absolutos. Bajo la corteza empírica de estas medidas, los procesos psíquicos que mueven las relaciones entre los personajes, y la progresiva e impasiblemente irretroactiva degeneración de estas, marca un compás muy distinto: el que hace avanzar realmente y nos hace perder la noción del tiempo si aceptamos, como los desdichados daneses, la invitación a entrar en esta puerta abierta. Por lo tanto, sería un error juzgar esta pieza en términos convencionales de pacing.

El papel de todos y cada uno de los protagonistas de Speak no Evil, implica una exigente demanda de presencia en cámara, lenguaje no verbal, implementación de diálogos... en los que se focaliza la médula del entendimiento y conexión necesarios, para entrar en el mundo de la historia que nos propone Christian Tafdrup.

La expresión verbal — a través de los diálogos, básicamente —, muy devaluada en las producciones cinematográficas contemporáneas en pro de un lenguaje visual y sonoro omnipresente y todopoderoso, está muy eficazmente explotada con la carga de subtextos que entrañan las alocuciones entre los caracteres de la historia. Hasta los niños transmiten una elocuencia asombrosa.

Para conseguir esta eficacia en los actores, que per se es indudable, y no se puede poner en tela de juicio su savoir faire ante la cámara en cuanto a presencia corpórea y expresividad vocal, Tafdrup explota los procesos de identificación con los personajes, en su soporte de valores y contravalores (ahí ya los esquemas morales de cada uno) que encarnan, y del indiscutible poder, en estos procesos de identificación, de la cándida inocencia y pureza de los chiquillos que aparecen en esta narrativa.

Ahí funcionan, como reclamo o cebo a esa identificación requerida, tanto momentos premonitorios de la mirada de Bjørn, ya incluso en la primera escena; la constante incomodidad de la sufrida madre, Louise (Sidsel Siem Koch) ante los gradualmente más sorprendentes devaneos de la conducta de sus huéspedes; la tan sombría personalidad como ácida e incomprensible conducta de Patrick (Fedja van Huêt); la, ya desde casi el principio, sociopática afectividad de Karin (Karina Smulders); y, sobre todo, la pura inocencia de los niños, que transmiten a través de los objetos que tienen al alcance.
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Jordirozsa
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