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Voto de alex:
7
Voto de alex:
7
5.8
5,719
12 de febrero de 2009
12 de febrero de 2009
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hasta hace relativamente poco el mundo occidental se ha caracterizado por su horror al vacío (“horror vacui”). Ha sido solo en el tormentoso siglo XX que la soledad y el vacío han devenido objeto no solo de las indagaciones de filósofos y escritores, sino también fuente de inspiración para pintores como Rothko o Edward Hopper y también de cineastas como Antonioni o Tarkovsky. Siguiendo la estela de todos ellos, Van Sant nos propone una alegoría radical sobre la soledad y el vacío existencial. Y tal vez no solo la que aqueja al desorientado hombre contemporáneo, sino la del Hombre en un sentido intemporal.
Porque esta película no es tanto una historia de lucha por la supervivencia, como una destilación minimalista sobre el absurdo de nuestas vidas: los protagonistas parecen más desorientados que angustiados por su penosa situación, no sabemos nada de ellos ni existe apenas intento por otorgarles una caracterización psicológica o desarrollar un mínimo conflicto entre ellos o con su entorno que pueda elevar el tono de la narración. Salvo un par de conversaciones cuyos temas son un concurso de televisión y una “alucinada” sobre los griegos antiguos, los dos amigos permanecen siempre callados mientras caminan, ajenos a cualquier tentación de intimidad o de queja (increíblemente ninguno de ellos condesciende en el desgarrado y muy humano ¡Tengo sed!). Su reconcentrado e infatigable caminar es captado en planos interminables aunque extrañamente hipnóticos (y que me recuerdan esa sensación como de estar en trance que se apoderaba de mí tras varías horas andando como un autómata mientras hacía el Camino de Santiago).
Esta soledad en compañía y la casi absurda desorientación que padecen (¿por qué las montañas y el sol son incapaces de proporcionarles una mínima orientación respecto a la situación de la carretera?) nos remite al desabrido camino en que a veces puede convertirse nuestra vida. Pero, al igual que los desorientados protagonistas, tal vez nuestra única esperanza, nuestra única opción, sea seguir avanzando sin descanso, huérfanos de asideros o señales indicadoras, hasta el límite de nuestras fuerzas.
Porque esta película no es tanto una historia de lucha por la supervivencia, como una destilación minimalista sobre el absurdo de nuestas vidas: los protagonistas parecen más desorientados que angustiados por su penosa situación, no sabemos nada de ellos ni existe apenas intento por otorgarles una caracterización psicológica o desarrollar un mínimo conflicto entre ellos o con su entorno que pueda elevar el tono de la narración. Salvo un par de conversaciones cuyos temas son un concurso de televisión y una “alucinada” sobre los griegos antiguos, los dos amigos permanecen siempre callados mientras caminan, ajenos a cualquier tentación de intimidad o de queja (increíblemente ninguno de ellos condesciende en el desgarrado y muy humano ¡Tengo sed!). Su reconcentrado e infatigable caminar es captado en planos interminables aunque extrañamente hipnóticos (y que me recuerdan esa sensación como de estar en trance que se apoderaba de mí tras varías horas andando como un autómata mientras hacía el Camino de Santiago).
Esta soledad en compañía y la casi absurda desorientación que padecen (¿por qué las montañas y el sol son incapaces de proporcionarles una mínima orientación respecto a la situación de la carretera?) nos remite al desabrido camino en que a veces puede convertirse nuestra vida. Pero, al igual que los desorientados protagonistas, tal vez nuestra única esperanza, nuestra única opción, sea seguir avanzando sin descanso, huérfanos de asideros o señales indicadoras, hasta el límite de nuestras fuerzas.