Mizoguchi le encantaba frecuentar los burdeles y las compañías de geishas.
Sin embargo en una buena parte de su obra, que ha sobrevivido, se encarga de mostrar las crueldades y abusos que padecían.
Esta es una de esas, nos enseña desde el adiestramiento para llegar a ser geisha, los turbios manejos a que podían verse sometidas, los lazos de profunda amistad que a veces llegaban a surgir entre ellas.

Visualmente posee gran elegancia de puesta en escena, planos de grúa, que contienen esa belleza visual que no se olvida, encuadres con esa profundidad tan característica en su obra, gran trabajo nuevamente, de fotografía de Miyagawa, el equipo técnico que siempre solía ser más o menos el mismo, magnífico, como de costumbre.

El tono general me resulta algo más desenfadado que en otras y el hilo conductor liviano de seguir.
Como suele suceder con el cine de Mizoguchi, los diálogos hacen avanzar la trama con ritmo y sin dejar cabos sueltos, trabajaban el guión continuamente, cambiándolo hasta de un día para otro el pleno rodaje, si un actor al recitar el texto en plena filmación, sus palabras les faltaba vida, las volvían a reescribir.

La tan cacareada libertad de las geishas, no es otra cosa que una inmensa mentira social, una de tantas hipocresías sobre las que se sustenta cualquier injusticia.
Ese sería el veredicto de Kenji sobre este tema.