Entretenida película ambientada en el cielo francés durante la Primera Guerra Mundial.
El artesano por antonomasia Roger Corman logra estirar las posibilidades de unos exiguos mimbres y entrega una obra correctísima que llega a rozar la brillantez. De hecho las batallas aéreas son de un verismo y una espectacularidad deslumbrantes, incluso para nuestros días y tecnologías; ni que decir tiene lo asombroso de rodar escenas así ¡en 1971! Si bien es cierto que, consciente del evidente punto fuerte de la película, Corman se excede un tanto en la reiteración de dichos pasajes, hasta el punto de saturar a un espectador que llega a perder la cuenta -está feo decirlo, pero visto un combate aéreo, vistos todos- y mirar alguna que otra vez el reloj entre tanto tableteo y motor de vespino- en efecto, así es como parece ser que sonaban los locos cacharros en que se embarcaban aquellos intrépidos pioneros de la aviación-.
La mayor parte del ajustado presupuesto debió de írsele a Corman en el rodaje de las mencionadas y, insisto, admirables escenas, de modo que no debió de quedar mucho para la contratación de un elenco a la altura- no es, o no quería ser, juego de palabras- de aquéllas. Así, John Phillip Law encarna a un Barón Rojo tan envarado que no hubiera podido siquiera encajarse en la carlinga de su, primero, biplano Albatros, o su, postrero, triplano Fokker. Las hélices de ambos aparatos resultan más expresivas que el gesto impertérrito de su piloto.
En cuanto al surfista Don Stroud, quien interpreta a Roy Brown, antagonista del Barón Von Richthofen y quien, durante décadas, se arrogó el honor de haberlo finalmente derribado- ahora se sabe que la bala fatal vino de tierra, disparada por el soldado australiano William John Evans-, su pobre imitación de Marlon Brando con hemorroides resulta, cuando menos, extraña; pero aporta algo de saborcillo a un reparto excesivamente anodino.