Vincent D’Onofrio dirige aquí su segundo largometraje y el primero de gran difusión, con la escritura de Andrew Lanham, co autor de las adaptaciones La cabaña y El castillo de cristal.

El conocido actor nos sirve un western arquetípico y muy anclado en la violencia y tono polvoriento que destapó el espagueti western. Eso sí, sin llegar a mancharse las manos de verdad, pues de hecho lo que narra es un relato clásico sobre el paso de la infancia a la madurez en la vida moral.

Para ello, la película articula los elementos propios del género y sus mitos: algunos de ellos son la admiración juvenil por el forajido y su supuesta estela heroica y una instintiva desconfianza de la autoridad. La trama juega con cierta ambigüedad, en un recorrido sinuoso que provoca algunos despistes en el ritmo (que quizá sean buscados).

En este sentido, al hilo de la importancia que le otorgan los protagonistas a convertirse en leyenda, el guion se atreve a discutir sobre la verdad y los hechos en dialéctica con lo que se cuenta realmente una vez has desaparecido. Todo esto alimenta el gesto metalingüístico que caracteriza el western desde hace más de dos décadas.

Finalmente, puede decirse que Sin piedad (con el resello clásico de esas historias que hablan de un pasado en busca de redención) es un film más que aceptable para amantes del género cinematográfico que mejor ha oteado el horizonte existencial y que mejor ha aprovechado los marcados objetos que rigen su esquema dramático

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