Quizá haga demasiado tiempo que no nos encontramos una película de esas de Pixar que era un acontecimiento cinematográfico anual… La calidad de sus filmes rayaba siempre lo sublime, tampoco era normal ese nivel de excelencia, todo hay que decirlo; era previsible que, tarde o temprano se produjera un bajón. Este no es el caso.

Con las películas de animación, me pasa una cosa muy particular. No me suelen gustar los filmes en los que se traicionan los mundos posibles, es decir, donde la suspensión de la incredulidad se cae. Y en esta ocasión, está a punto de suceder. La trama circula por el alambre peligrosamente a punto de caer en lo grotesco (porque, seamos serios, que una rata se convierta en uno de los mejores chefs de París… tiene tela) pero, no sé cómo se las apaña Brad Bird que consigue sortear estos problemas y nos entrega una película con la que pasas un rato muy agradable, que consigue emocionar y que tiene escenas desternillantes y muy bien rodadas.

Técnicamente, la película es extraordinaria pero eso es algo que no nos debería extrañar porque es una marca indeleble de la casa.