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Voto de el pastor de la polvorosa:
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8
7.2
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Drama
Carlos es un joven que tiene desde niño fijación por el cine. Ahora, casado con Ana, ha conseguido convertir su afición en un medio de vida al convertirse en reportero gráfico. Pero el mismo día que comienza la Guerra Civil ocurre algo que le hace renegar de las cámaras para siempre. (FILMAFFINITY)
16 de febrero de 2013
16 de febrero de 2013
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vida en sombras empieza en tono menor, como una comedia costumbrista que describe el nacimiento del protagonista con el cine, y luego el nacimiento de su pasión por él, y resulta en principio bastante pasada de moda: uno se teme lo peor. Poco a poco, primero a través de pequeños detalles y algunas imágenes aisladas, y luego de modo contundente, cuando la Historia irrumpe en la trama y aplasta la nostálgica autosatisfacción cinéfila, la película va levantando el vuelo.
Se trata, sí, de la guerra civil, pero esta vez no narrada desde la comodidad de la distancia, como en tantas películas españolas posteriores, sino en plena posguerra, y con la sensación de que quien lo cuenta lo acaba de vivir. Unos minutos antes, y valga como muestra de la capacidad de síntesis de Llobet-Gràcia, hemos visto un primer plano de un crucifijo, mientras se escuchan unos niños recitando la tabla de multiplicar, y de pronto el crucifijo es retirado y sustituido por un cuadro de la República, con su clásica representación art nouveau como mujer con espada, balanza, león y bandera.
No es el único caso en que los objetos actúan como metáforas de algo implícito que quizá no puede decirse: como el deseo (en ese punto aún inconcreto e imaginario) que siente el protagonista, Carlos, por Ana, evocado en la figura femenina desnuda que baila sobre el gramófono casero y que aparece en segundo plano cuando el personaje de Luis, amigo de la infancia de Carlos, le pregunta: “por cierto, ¿qué ha sido de Ana?”; o más adelante, el reloj de pie que resume la última noche de la pareja antes del estallido de la guerra, tras el alzamiento militar.
El director consigue marcar los momentos de clímax de la estructura narrativa a través de las imágenes: el mejor ejemplo es el llamativo plano-secuencia centrado en el personaje de Ana, cuando el protagonista se despide para ir a hacer un reportaje del inicio de la guerra en Barcelona, y luego ella enciende cuatro velas en torno a la imagen de la virgen de Montserrat que tienen sobre un aparador y, precedida por un movimiento de cámara elegante y preciso, se asoma a la ventana para lanzar una última mirada sobre su marido -pero la cámara se queda en esa ventana.
La siguiente secuencia muestra una escena de batalla callejera, con una interesante visión (especialmente si se considera la época en que está hecha) del trabajo del reportero de guerra: vemos cómo Carlos embellece la sórdida realidad filmando el goteo de un barril agujereado por las balas, o echando a rodar un rollo de papel calle abajo.
La película acaba resultando conmovedora por su mezcla de inocencia y arrojo, sin que los aspectos francamente desfasados (voces lánguidas, frases inverosímiles, momentos de afectación y gazmoñería), empañen la modernidad y acierto de otros. Retrato de una doble pasión hecho desde la pasión, Vida en sombras se sostiene, aparte de por su belleza visual, en su visión dialéctica del amor por el cine: primero ingenuo, luego destructivo (por lo que implica de alejamiento de la realidad), finalmente liberador.
Se trata, sí, de la guerra civil, pero esta vez no narrada desde la comodidad de la distancia, como en tantas películas españolas posteriores, sino en plena posguerra, y con la sensación de que quien lo cuenta lo acaba de vivir. Unos minutos antes, y valga como muestra de la capacidad de síntesis de Llobet-Gràcia, hemos visto un primer plano de un crucifijo, mientras se escuchan unos niños recitando la tabla de multiplicar, y de pronto el crucifijo es retirado y sustituido por un cuadro de la República, con su clásica representación art nouveau como mujer con espada, balanza, león y bandera.
No es el único caso en que los objetos actúan como metáforas de algo implícito que quizá no puede decirse: como el deseo (en ese punto aún inconcreto e imaginario) que siente el protagonista, Carlos, por Ana, evocado en la figura femenina desnuda que baila sobre el gramófono casero y que aparece en segundo plano cuando el personaje de Luis, amigo de la infancia de Carlos, le pregunta: “por cierto, ¿qué ha sido de Ana?”; o más adelante, el reloj de pie que resume la última noche de la pareja antes del estallido de la guerra, tras el alzamiento militar.
El director consigue marcar los momentos de clímax de la estructura narrativa a través de las imágenes: el mejor ejemplo es el llamativo plano-secuencia centrado en el personaje de Ana, cuando el protagonista se despide para ir a hacer un reportaje del inicio de la guerra en Barcelona, y luego ella enciende cuatro velas en torno a la imagen de la virgen de Montserrat que tienen sobre un aparador y, precedida por un movimiento de cámara elegante y preciso, se asoma a la ventana para lanzar una última mirada sobre su marido -pero la cámara se queda en esa ventana.
La siguiente secuencia muestra una escena de batalla callejera, con una interesante visión (especialmente si se considera la época en que está hecha) del trabajo del reportero de guerra: vemos cómo Carlos embellece la sórdida realidad filmando el goteo de un barril agujereado por las balas, o echando a rodar un rollo de papel calle abajo.
La película acaba resultando conmovedora por su mezcla de inocencia y arrojo, sin que los aspectos francamente desfasados (voces lánguidas, frases inverosímiles, momentos de afectación y gazmoñería), empañen la modernidad y acierto de otros. Retrato de una doble pasión hecho desde la pasión, Vida en sombras se sostiene, aparte de por su belleza visual, en su visión dialéctica del amor por el cine: primero ingenuo, luego destructivo (por lo que implica de alejamiento de la realidad), finalmente liberador.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Finalizada la guerra, las luces de un cine de la Gran Vía barcelonesa irrumpen en el cuarto de la pensión donde se aloja Carlos, como si Llobet-Gràcia hubiera tenido, soñando con Rebeca, una premonición de los neones de Vértigo. El joven Fernán Gómez parece con su bigotillo una versión autóctona de Lawrence Olivier: su personaje en la segunda mitad de la película es como el de éste en Rebeca, la película que le devuelve, junto a las grabaciones privadas de su mujer muerta que proyecta en una pared de su cuarto, la pasión por el cine.
El final, circular (con alguna variación), no apunta al sentido de la repetición irreparable propio de las películas de Douglas Sirk: nos sugiere simplemente que, con algún retoque, hemos asistido a la vida del director.
El final, circular (con alguna variación), no apunta al sentido de la repetición irreparable propio de las películas de Douglas Sirk: nos sugiere simplemente que, con algún retoque, hemos asistido a la vida del director.