No sería original señalar las carencias narrativas cuando un hombre escribe en la ficción sobre una mujer, pero sí que lo es subrayar que el patrón virgen/puta danzando alrededor del deseo masculino es una muestra de torpe escritura o, en el peor de los casos, no es torpeza sino machismo. En el fondo tanto da, sólo que en el primero se disculpa por ignorancia y en el segundo se hace a conciencia.

Sea como fuere, esta obra no deja de ser heredera de la misoginia nipona tan presente en su cultura y de la que se agradece infinitamente a los autores que se libran de ella. Por desgracia, no estamos en su mejor ejemplo. Esta historia que pretende contar la historia del cine no sabe qué hacer con un personaje femenino por protagonista, ella, la actriz que antaño fuera una estrella, no tiene personalidad alguna: ni le interesa el arte, ni la actuación, ni el cine. Sólo se sirve de un fálico macguffin, un hombre, que es quien marca toda su vida. Fuera de eso el personaje simplemente no existe.

Y por supuesto, en el otro extremo encontramos a la villana, en contraposición a la casta devota, tenemos a la puta. Mujer mala por envidia, clichés y otra sarta de estereotipos erectos asociados a las mujeres. Es tan pueril y perezoso que sorprende que el guión pasara la fase de borrador.

Así, lo que debería ser una historia de amor al cine, se convierte en una fantasia de sumisión masculina donde el arte, el cine y el amor nada tienen que decir. O sí, pero exclusivamente al servicio del hombre.