Ya se sabe que, algunos cuentos, los carga el diablo. Y Cocteau extrae todo el potencial de un relato en apariencia infantil y donde, muy pronto, descubrimos que nada es lo que parece.

Casi siempre, en el cine, la mirada lo es todo. Y la mirada de Cocteau es personal, recargada, surrealista y velada por un lirismo ciego.

Por supuesto, la mirada lo es todo en “La bella y la bestia”.

La mirada de ella en él: una visión preñada de un terror manifiesto al principio y que termina siendo plenamente romántica. Durante el trayecto, el inconsciente de la joven ha sido turbado por un deseo oscuro, una sexualidad latente y esa perversión oculta que le devuelve el espejo.

La mirada de él en ella: una visión preñada, al comienzo, de un rencor violento por la apariencia de Bella y que acaba, de forma inevitable, en comprensión. Una metamorfosis completa donde también ha tenido cabida de forma soterrada el cariño obsesivo, la confianza en el otro y la atracción fatal por la belleza. En definitiva, el desprendimiento de los instintos más salvajes.

Cocteau maneja con vigor su particular narrativa. Viste las imágenes de un diseño de producción barroco, iluminado desde el expresionismo alemán (Henri Alekan en la fotografía). Nos sumerge en un mar sonoro bucólico (fruto del compositor Georges Auric). Y nos asombra con trucos visuales en una búsqueda de lo mágico, en un choque por romper con la realidad. Un conjunto de experiencias que, cuatro años más tarde, sería de nuevo adoptado en grado superlativo en la inclasificable “Orphée”.

Fascinante, fantasmagórica y seductora, “La bella y la bestia” tiene también personajes caricaturescos que redondean desde la ironía esta obra de arte. Un logro de un ‘cineasta’ heterodoxo. Una película de culto, para nada inocente. Una mirada propia. Un cuento universal. Un delgado hilo que une, sobre el abismo del alma humana, la belleza con la bestia.

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