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España España · Miranda de Ebro
Voto de Cocalisa:
9
Drama Narra la vida, fuera de lo común, de la francesa Séraphine de Senlis, una mujer nacida en 1864 que fue pastora, luego ama de casa y, finalmente, pintora antes de hundirse en la locura. Comienzos de siglo XX. Séraphine Louis, de 42 años, vive en Senlis y se gana la vida limpiando casas. El poco tiempo que le sobra lo ocupa pintando. Es la mujer de la limpieza de la Sra. Duphot, que alquila un piso a Wilhelm Uhde, un marchante alemán ... [+]
26 de mayo de 2011
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una aldeana añosa, robusta, embutida en un vestido negro fruncido por un sencillo broche, posa junto a un lienzo ocupado por un gran ramo de flores. Sujeta una paleta y un pincel. Su gesto destila ausencia, como si ignorase la presencia de quien está captando uno de sus escasísimos retratos. Alza el mentón y entrecierra los ojos, obstinadamente ajena a las indicaciones de la fotógrafa, quien le ha reclamado que se concentrara en el objetivo. “No, no -ha respondido-, tengo que levantar mi mirada. Mi inspiración viene de arriba”.
La anécdota -cuidadosamente reproducida por Martin Provost en Séraphine, su largometraje biográfico sobre Séraphine Louis, o de Senlis- resume magistralmente la existencia de la pintora naïf, descubierta por el coleccionista alemán Wilhelm Unde. Una vida difícil, marcada por la tempranísima muerte de sus padres: la de su madre, cuando apenas había cumplido doce meses; la de su padre, seis años después. Marcada por una extrema pobreza que la forzó a trabajar desde niña como pastora y, más tarde, como limpiadora en distintas casas de Senlis, localidad del Oise, al norte de París, de la que sólo saldría para ser internada en un manicomio, antesala de una fosa común.
Un universo tenebroso en el que aquella mujer, esquiva como un animal herido, acertó a producir cuadros de una belleza inquietante, luminosa, brutal. Plantas, flores, ramajes poblados de hojas a veces adornadas con plumas extremadamente sutiles, a veces concupiscentes, amenazadoramente carnosas como especies carnívoras que vigilaran a quien las observa. Hojas entrelazadas con hojas, creando un movimiento continuo, astral, un torbellino palpitante y refulgente, reflejo del éxtasis espiritual en el que transcurrían las noches insomnes de aquel ser guiado por ángeles exigentes.
Un mundo vegetal construido con pinturas amasadas en un proceso secreto, alquímico, del que nunca reveló las fórmulas. Trazado a menudo con las yemas de los dedos, como si el uso de los pinceles viniera a establecer una distancia excesiva en el proceso liberador de la obra.
Una biografía como la apuntada podría haberse traducido en un filme excesivo, como el que Minnelli dedicó a Van Gogh. Provost, por el contrario, compone en Séraphine una aproximación calma, sensible, al personaje. Secuencias trazadas sin urgencia alguna se recrean, teñidas en tonos pasteles, en la descripción de los objetos, los paisajes, las costumbres de sus pobladores, como en un ejercicio de catalogación etnográfica. La intensidad de las vidas de Wilhelm Unde -uno de los impulsores del fauvismo, el cubismo o el arte primitivista-, de su amante Helmut Kolle, de su hermana Anne Marie, autora de la fotografía a la que me refería al inicio de este apunte, o de la propia pintora, se remansa en los tonos armónicos que habitan buena parte de los planos de la película. Aquí, el director huye de cualquier atisbo de artificio, atento a la interpretación portentosa de una gigantesca Yolande Moreau.
Cocalisa
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