En un matrimonio todos ceden pero es habitual que haya uno de los dos que cede más que el otro y todo parece ir bien hasta que el que cede de más empieza a no estar bien y, lo peor de todo, a no saber por qué demonios no está bien si las cosas están bien. ¿A qué es de locos?
Para cuando el que ha cedido de más se da cuenta de lo que pasa, de que ha cedido en lo qué no debía, de que se ha entregado de más, ya es demasiado tarde. El matrimonio se desploma sobre él como una gigantesca losa y el otro es el malvado que se ha dejado querer de más queriéndole de menos.
Pero está no es una historia de buenos y malos, de blancos y negros. Nadie arrastraba a nadie al lado oscuro. Ambos cubrían las necesidades del otro de la mejor forma que sabían o podían y la confusión venía de no saber como llenar los propios vacíos. De no saber complementarse. Y es tan tentador pensar que el otro tiene la culpa de que no consigáis el equilibrio como pareja, que el sufrimiento parece no parar de crecer.
Y es que en un divorcio, como pasa en cualquier guerra, ganes o pierdas siempre pierdes.