Entré al cine con sentimientos contrariados: por una parte, tenía ganas de ver una obra maestra, a la zaga de la serie, que perdurara en mi memoria cinéfila por los siglos de los siglos; por otra, sabía que eso no iba a ocurrir, porque a todos los trasvases serie-película les pasa lo mismo: hay que desarrollar una historia y no se puede estar hora y media haciendo reír al personal. Tal vez adopté la actitud más correcta, porque me permitió disfrutar de la película sin esperar más de lo que me podía dar. Porque a la película de Los Simpson le ocurre lo que a tantas otras: su formato son los 20 minutos, y su prolongación le resta intensidad, mordacidad y espíritu juerguista.
Pero Groening y compañía no son estúpidos, y sabían que ése es el problema número uno al que había que enfrentarse. Ahí se nota que la película está hecha con mimo, intentando calibrar al máximo sus giros, sus sorpresas, la conjunción de sus partes, etc. En eso, superan a muchas películas del género. Pero la sensación es constante, la serie viene una y otra vez a nuestra cabeza y las comparaciones son odiosas.
Por eso, Los Simpson como película son un agradable entretenimiento, con el que pasarlo realmente bien, con cuatro o cinco golpes realmente geniales, y un ritmo que se mantiene a pesar de faltarle un poco de mordacidad y sobrarle algo de infantilismo. Hay que entrar a disfrutarla. Si entramos pensando que esto va a ser el culmen de la serie, saldremos muy decepcionados. En términos simplistas, podríamos decir que es un capítulo más. Un buen capítulo.