El cine kazajo es desconocido para casi todo el mundo, quizás incluso para muchos oriundos de ese país. Toparse con una película como esta conlleva una satisfacción personal que deseo se siga repitiendo eternamente. Observar cine de esas latitudes, admirar su tierra y sus costumbres; y lo más relevante: su gente. Nada en este film debiera recibir reproches concernientes a palabras casi insultantes como "minimalismo", "limitado presupuesto" o "cine de comarca" y todo lo peyorativo que se disfraza de cínismo industrial y actitud facilista. ¿Quién necesita un alto presupuesto? ¿A quién le importa? Seguramente a cierto "gusto cinematográfico masivo o mediáticamente instalado" sí le importaría. A mi no. Festejo esos rostros kazajos, los remolinos, el idioma, el canto, sus voces múltiples, sus penurias y dichas cotidianas. Aplaudo sus historias, sus grandes historias. Sergei Dvortsevoy, el director de la obra los filma con decisión, sapiencia y coraje. Con hidalguía y honestidad. Pero por sobretodo con amor al cine y a la tierra.