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Voto de Mag61:
7
18 de abril de 2023
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El punto fuerte de La cabaña se había dispuesto así en la incertidumbre ante el origen real de la amenaza, que encerraba la tensión en un espacio demasiado limitado (apenas una habitación principal y una buhardilla): en mitad de la noche, la mujer cataléptica era hallada en estado inerte por su compañera que, confirmando la defunción previa consulta telefónica a su médico de cabecera, decidía enterrarla en la nieve. Tras el disgusto, la improvisada sepulturera se obligaba a intentar dormir un poco.
Pero, como si de una infinita pesadilla se tratara, entre cabezada y cabezada volvía a encontrar a la muerta en diferentes rincones de la cabaña. Hasta tres veces. Y otras tantas que la enterraría, cada vez más cerca de la locura. De pronto, no importaba la misteriosa causa del fallecimiento, sino la de las eternas «resurrecciones». El estado de enajenación era tal que, incluso, le descerrajaría un tiro de escopeta al cuerpo para disipar el enigma original: «Estás muerta: te he matado yo». La obsesión y la angustia habían pasado ya de una mujer a otra.
Era el turno del espectador que, atónito, se devanaba los sesos por una explicación plausible; la desviación de la atención que preparaba el Macguffin se había conseguido con creces, muy próxima a la activación del golpe de efecto final marca de la casa.
La solemne voz de Pedro Simpson, el doctor antes citado, en pie frente a los cadáveres arropados de las mujeres, ofrecía la anhelada explicación a sus acompañantes.
Además de la incomunicación, el miedo, la paranoia y la mala suerte, entre las dos amigas habían mediado dos trastornos neurológicos improbables: uno ya era conocido por un televidente que nunca habría imaginado que la otra mujer padeciera sonambulismo. Se trataba de una de esas casualidades que solo se dan en la ficción. O quizás no… Un 7.
Pero, como si de una infinita pesadilla se tratara, entre cabezada y cabezada volvía a encontrar a la muerta en diferentes rincones de la cabaña. Hasta tres veces. Y otras tantas que la enterraría, cada vez más cerca de la locura. De pronto, no importaba la misteriosa causa del fallecimiento, sino la de las eternas «resurrecciones». El estado de enajenación era tal que, incluso, le descerrajaría un tiro de escopeta al cuerpo para disipar el enigma original: «Estás muerta: te he matado yo». La obsesión y la angustia habían pasado ya de una mujer a otra.
Era el turno del espectador que, atónito, se devanaba los sesos por una explicación plausible; la desviación de la atención que preparaba el Macguffin se había conseguido con creces, muy próxima a la activación del golpe de efecto final marca de la casa.
La solemne voz de Pedro Simpson, el doctor antes citado, en pie frente a los cadáveres arropados de las mujeres, ofrecía la anhelada explicación a sus acompañantes.
Además de la incomunicación, el miedo, la paranoia y la mala suerte, entre las dos amigas habían mediado dos trastornos neurológicos improbables: uno ya era conocido por un televidente que nunca habría imaginado que la otra mujer padeciera sonambulismo. Se trataba de una de esas casualidades que solo se dan en la ficción. O quizás no… Un 7.