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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Fantástico. Drama Al pueblo de Valerie, una muchacha de catorce años que vive con su abuela, llega una compañía de cómicos ambulantes, entre los que se encuentra un hombre capaz de las más diversas metamorfosis. (FILMAFFINITY)
20 de diciembre de 2017
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Un canto divino, casi virginal, llama al sueño que está por llegar.
Labios que asoman sonrisas, miradas traviesas, frutos inocentemente mordidos, incipiente escote de sexualidad dudosa… fragmentos velados de quien lucha contra el dormir pero, poco a poco, plácidamente, se deja envolver por él.
Desaparece la cortina entre lo real y lo imaginado, todo se antoja una misma cosa, y sin pensar, sin racionalizar, las sensaciones inundan un corazón adolescente que empieza a dar sus primeros pasos en la turbiedad adulta.

‘Valerie y su Semana de las Maravillas’ es un bello cuento, indefinido y cambiante, narrado en la duermevela de un despertar sexual que intenta conciliar la infancia conocida por una chiquilla con los inesperados, atractivos y a veces terroríficos cambios que definirán una mujer.
Hasta ese momento decisivo, ella simplemente jugaba, risueña, ajena al vestido vaporoso que se deslizaba de sus hombros y llamaba la atención de los hombres, curiosa a las lujuriosas mujeres que lavaban en la fuente (mojadas, dejando notar su rotunda anatomía, orgullosas de ello) y preguntándose si acaso ese alegre forcejeo desnudo entre un hombre y una mujer pertenece a una religión que ella no practica.
La simbólica estética de su casa habla más de lo que parece: ahí asoma su abuela Elsa como espectro blanco, blanquísimo, que parece salir de entre los muebles antiguos, marchita su juventud en físico y espíritu, reprendiendo los impulsos de su nieta en habitaciones repletas de libros polvorientos que representan los dogmas de mil siglos; todo eso una pesadumbre que desaparece en la habitación de Valerie, puramente blanca y agradablemente sencilla, perfecto refugio para juegos que en la infancia siempre querremos que duren una vida.

Pero también hay algo más, una cripta escondida bajo la casa, el reino de una figura siniestra y oscura, que ha llegado con los misioneros y actores al pueblo medieval (¿casualidad de que lleguen a la vez y se confundan dos apariencias de la sociedad?), ocultando su espantosa sonrisa bajo máscaras y abanicos, a veces incluso bajo un rostro viril que pica la curiosidad de Valerie.
Como no podría picarla, sería la pregunta, cuando la dulce niña se encuentra en esa época en que los hombres la molestan por el placer de hacerlo, y ella contesta, divertida, porque en el fondo sigue pensando que todo no es más que un juego. Su amado Orlik es de esos: ladrón de sus especiales pendientes que luego devuelve porque en verdad la quiere ver contenta, no molesta, y eterno rescatado de múltiples cadenas y ataduras por Valerie; el único hombre bueno que ya parecía amarla antes de quedarse prendado por su cuerpo, si bien a veces le asoma la espantosa sonrisa de aquella figura porque, parece, la condición masculina no puede dejar aparcados los impulsos mucho tiempo.
Entre la atracción prohibida y la idealización romántica, asoma un tercer vértice de sexualidad: la repugnancia libertina, encarnada en el párroco local, soberbiamente orgulloso de sus logros “convirtiendo la fe” de mujeres desfavorecidas e invasor de alcobas blancas por la noche, el cual ha fijado sus ojos en la dulce chiquilla columpiándose, y le seduce la idea de que aún no tenga vergüenza para desnudarse.

En su poético despertar, Valerie empieza a darse cuenta de que, lo que antes era conocido, ahora transparenta el velo establecido de normalidad, de bondad, para revelar mugrientas capas de vicio y perversidad, más terroríficas cuanto más tiempo han estado ocultas.
Antes el obispo no sermoneaba en el estrado sobre los senos de sus virginales palomas, y tampoco guardaba los colmillos de una sonrisa espantosa bajo la capucha (“obispito, que dientes más grandes tienes”).
Antes su amiga Hedvika se iba a casar con un rico granjero, iba a ser feliz, no empezaría a ser sepultada bajo un velo por muertas en vida, para acabar siendo la crucificada de una noche de bodas donde lo que menos importa es que llore por su infancia perdida, con tal de que cumpla su cometido en la cama. (Su breve paréntesis con Valerie es hermoso: carne joven que se comparte entre sábanas, curando estigmas con placer sentido y pasional)
Antes, no merodeaba por las calles un vampiro, que chupa la sangre de marchitos y resentidos, propone tratos para saltar por encima de los siglos, y acumula bajo el hogar las cáscaras humanas de sus delitos. Como un moderno Mefistófeles, su presencia es indicativo de otra: él jamás existiría si no existieran lujuriosos secretos que atisbar desde un agujero, no tendría nada de que alimentarse si las mujeres a las que reverdece el cuerpo dejaran de depender de él para romper su maduro tormento.

Valerie, ante este nuevo mundo surgiendo del que conocía, reacciona como siempre, con inocencia y juguetona sinceridad, siendo la única que permanece en la misa cuando todas las demás obedientes se han ido, evitando la violenta sexualidad de los hombres con el carácter de una niña que pide parar el juego y adentrándose más en la madriguera del conejo, sin miedo a ser declarada bruja, como todas las que antes de ella no han querido plegarse a la voluntad de los que supuestamente ofrecen “libertad”.

(Continúa en Spoiler, sin revelar nada hasta que lo indique)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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