Es ese extrañísimo sentimiento que emerge cuando te sientes triste, muy triste porque alguien cercano ha fallecido, y que se mezcla con una o varias sonrisas cuando en ese instante tratan y consiguen animarte, recordando alguna graciosa anécdota que ocurrió estando juntos. Pero pocos segundos después, precisamente haber mirado atrás es lo que te provoca un nuevo llanto.

Inside Out ha conseguido despertar en mí un cóctel similar, difícil de explicar y hasta incómodo en algún momento, porque secar esas lágrimas era sinónimo de perderse un solo segundo del maravilloso, genial e inquietante mundo que mis ojos se encontraban devorando sin parpadeo. Un mundo que es agobio y exquisitez, desasosiego y majestuosidad, oscuridad y deslumbre a partes iguales, y que por eso EMOCIONA de una manera extrema y especial, especial y extrema.

Aparte de sentimientos, la película refleja a la perfección el entramado ininteligible para casi todos los mortales que es el cerebro, o mejor la mente, transportándonos a través de un sendero reconocible en Disney (hasta Ratatouille tiene un fugaz papel secundario), en el que Alegría aka Campanilla debe viajar por un país similar al de las maravillas, encontrándose con personajes increíbles como Bing Bong, un ser difícil de catalogar y muy propio de dicho país, que acabó por desatar todas esas cataratas de emociones.

Nunca había escrito a un nueve, pero es que este nueve ha conseguido agitarme el corazón, saltarme las normas y subir a tal peldaño a Los Goonies, ese trozo de los ochenta que siempre llevo conmigo. Es que este nueve me ha hecho reír y llorar a la vez.