El cine de los hermanos Dardenne se centra en narrar historias de una forma hiperrealista, sin conceder ningún tipo de miramiento a cualquiera de los elementos que componen sus films.
Es el camino que han escogido para representar las crueldades por las que pasan muchas personas, personificándolas siempre en jóvenes desgraciados y de clase baja, lo que supone un hecho encomiable y convierte a estos autores en unos creadores comprometidos por una causa tan digna como necesaria.
Lo que sucede al mostrar esas desgracias y conflictos de una forma tan fría e impactante en la gran pantalla es que, además de que surjan las inevitables comparaciones con otros cineastas con propósitos similares como pueden ser Aki Kaurismäki o Ken Loach –por no salir de Europa–, deja cierto resquemor al otorgarnos tan solo historias verdaderamente serias e inquietantes pero sin llegar a profundizar de forma alguna en lo que se nos está contando.
Lo que está claro es que en Cannes han sabido –y ya son varias ocasiones– percibir el espíritu de las propuestas de esta pareja de hermanos que parecen no cansarse de hacer cine sin concesión alguna al espectador. Es innegable que ya poseen un estilo propio (además de por los billetes de euro siempre presentes): es completamente narrativo pero con una frialdad pasmosa y un desapego hacia cualquier tipo de guiño con el público que, siendo la propuesta premeditada, respetable y hasta admirable, a algunos aún nos sigue mosqueando.