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7.4
2,583
1 de septiembre de 2008
1 de septiembre de 2008
11 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los extensos territorios del Oeste americano eran como la tierra prometida. Un vergel salvaje y agreste, poco mancillado por la presencia del hombre, que ocultaba en sus entrañas riquezas y tesoros, y sueños de libertad.
El Oeste era la quimera de quienes querían probar fortuna, era la segunda oportunidad para quienes deseaban empezar de nuevo, era un galardón de bosques, montañas y desiertos de belleza incomparable, que muchos se lanzaron a conquistar.
Pero el Oeste no se dejó conquistar sin plantear un encarnizado desafío. Y muy poco consistió en aventura épica exaltada por los románticos. La realidad era otra. La realidad era el odio y las hostilidades entre los indios nativos y los colonos que llegaban expulsándolos y relegándolos a reservas. La realidad eran las duras condiciones de vida que solían encontrarse quienes se atrevían a abandonar los vestigios de la civilización y lanzarse a unas tierras exigentes que no solían regalar casi nada sin esfuerzo, sin sudor ni sangre. Era la ley del más fuerte, la ley del hambre, de la codicia, de la rapiña. La ley de la supervivencia.
Y quien tenía un revólver o un rifle, no entendía más ley que la del gatillo, el cañón y las balas.
Muchos incautos se arrojaron en pos de montañas de oro acerca de las cuales circulaban rumores cada vez más agigantados. Muchos buscaron un paraíso y se encontraron con que los paraísos rara vez son gratuitos. Se cobran su precio. Ya se trate ese precio de las incomodidades de una descarnada rudeza, de los peligros constantes, de la perpetua desprotección, de la ausencia de leyes institucionalizadas, de la cruenta lucha para salir adelante en un entorno que, pese a sus ricos recursos naturales, exige muchísimo trabajo, penalidades y el añadido de hordas de forajidos que cabalgan por todo el Oeste saqueando y matando. Por no hablar de la herida dignidad de los indios, que no se dejaron masacrar sin pelear.
En el Oeste la vida humana vale poco y tiene precio.
Bandas de ladrones proliferan y se desplazan como plagas de pueblo en pueblo dejando su marca de robos y muertes. Corre el año 1867, tras la Guerra de Secesión. La banda protagonista, liderada por un Gregory Peck curtido, recio, con dotes de mando y con ciertos principios, roba en los bancos que va hallando. Tras uno de sus robos, huyen de los policías del pueblo y tienen que adentrarse en un desierto de sal en el que sus perseguidores, sensatamente, no osan entrar. Tras un agotador periplo que está a punto de costarles la vida, los del grupo llegan a una ciudad muerta. Cielo Amarillo. Una ciudad que surgió a raíz de la fiebre del oro y que se disipó con la misma celeridad.
El Oeste era la quimera de quienes querían probar fortuna, era la segunda oportunidad para quienes deseaban empezar de nuevo, era un galardón de bosques, montañas y desiertos de belleza incomparable, que muchos se lanzaron a conquistar.
Pero el Oeste no se dejó conquistar sin plantear un encarnizado desafío. Y muy poco consistió en aventura épica exaltada por los románticos. La realidad era otra. La realidad era el odio y las hostilidades entre los indios nativos y los colonos que llegaban expulsándolos y relegándolos a reservas. La realidad eran las duras condiciones de vida que solían encontrarse quienes se atrevían a abandonar los vestigios de la civilización y lanzarse a unas tierras exigentes que no solían regalar casi nada sin esfuerzo, sin sudor ni sangre. Era la ley del más fuerte, la ley del hambre, de la codicia, de la rapiña. La ley de la supervivencia.
Y quien tenía un revólver o un rifle, no entendía más ley que la del gatillo, el cañón y las balas.
Muchos incautos se arrojaron en pos de montañas de oro acerca de las cuales circulaban rumores cada vez más agigantados. Muchos buscaron un paraíso y se encontraron con que los paraísos rara vez son gratuitos. Se cobran su precio. Ya se trate ese precio de las incomodidades de una descarnada rudeza, de los peligros constantes, de la perpetua desprotección, de la ausencia de leyes institucionalizadas, de la cruenta lucha para salir adelante en un entorno que, pese a sus ricos recursos naturales, exige muchísimo trabajo, penalidades y el añadido de hordas de forajidos que cabalgan por todo el Oeste saqueando y matando. Por no hablar de la herida dignidad de los indios, que no se dejaron masacrar sin pelear.
En el Oeste la vida humana vale poco y tiene precio.
Bandas de ladrones proliferan y se desplazan como plagas de pueblo en pueblo dejando su marca de robos y muertes. Corre el año 1867, tras la Guerra de Secesión. La banda protagonista, liderada por un Gregory Peck curtido, recio, con dotes de mando y con ciertos principios, roba en los bancos que va hallando. Tras uno de sus robos, huyen de los policías del pueblo y tienen que adentrarse en un desierto de sal en el que sus perseguidores, sensatamente, no osan entrar. Tras un agotador periplo que está a punto de costarles la vida, los del grupo llegan a una ciudad muerta. Cielo Amarillo. Una ciudad que surgió a raíz de la fiebre del oro y que se disipó con la misma celeridad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero aún quedan dos personas en Cielo Amarillo. Un viejo buscador de oro y su joven nieta, que sobreviven en la más completa soledad. La llegada del grupo de ladrones va a alterarlo todo y provocará una tensión constante por la lujuria que la chica despierta en los rudos hombres, y por los planes de éstos para robar el oro al pacífico prospector y a su bella y temperamental nieta.
Vamos a aprender que todavía quedan valores como la integridad, la palabra dada, la compasión. Que hay personas envilecidas que aún son capaces de conservar un resto de decencia.
Con una narración áspera y sobria, sólo suavizada en escasos momentos, acentuada por la fotografía en consonancia con los paisajes abruptos y poco hospitalarios y haciendo uso de una iluminación a menudo tenue que resalta la oscuridad, Wellman se adentra en el western dramático en el que casi todo está en venta. La vida de cualquiera. La conciencia. El honor. La palabra.
Casi todo, excepto esas cosas que nunca se podrán comprar.
Vamos a aprender que todavía quedan valores como la integridad, la palabra dada, la compasión. Que hay personas envilecidas que aún son capaces de conservar un resto de decencia.
Con una narración áspera y sobria, sólo suavizada en escasos momentos, acentuada por la fotografía en consonancia con los paisajes abruptos y poco hospitalarios y haciendo uso de una iluminación a menudo tenue que resalta la oscuridad, Wellman se adentra en el western dramático en el que casi todo está en venta. La vida de cualquiera. La conciencia. El honor. La palabra.
Casi todo, excepto esas cosas que nunca se podrán comprar.