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Aventuras. Romance
En el siglo IV, Egipto era una provincia del Imperio Romano. La ciudad más importante, Alejandría, se había convertido en el último baluarte de la cultura frente a un mundo en crisis, dominado por la confusión y la violencia. En el año 391, hordas de fanáticos se ensañaron con la legendaria biblioteca de Alejandría. Atrapada tras sus muros, la brillante astrónoma Hypatia (Rachel Weisz), filósofa y atea, lucha por salvar la sabiduría del ... [+]
21 de julio de 2010
21 de julio de 2010
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hipatia de Alejandría fue una mujer inusual. Educada por su padre, el filósofo Teón, su destino se desvió del que les aguardaba a casi todas las mujeres de su tiempo. Puede decirse que era una adelantada. Se saltó siglos de evolución y conocimiento y podría haberse codeado sin dificultad con cualquier gran científico de hoy día. Tuvo el rarísimo privilegio de crecer siendo libre, pensando por sí misma, y así poseía las herramientas necesarias para no dejarse encadenar por los fuertes prejuicios que a su alrededor eran los causantes de injusticias, atrocidades, revueltas, enfrentamientos y genocidios. En los parámetros actuales yo la consideraría una librepensadora pacifista, racional y eminentemente científica, tan apasionada por los misterios de las matemáticas y del cosmos, que ninguna otra llama podía consumirla. No profesaba más credo que su fe en la filosofía, en los números, en los fascinantes secretos del universo. Estaba demasiado por encima de restricciones mentales y espirituales. Le habría resultado imposible abrazar la fe cristiana, o la judía, o la pagana politeísta. Ningún dios tenía potestad ni influencia alguna sobre su alma incandescente, resplandeciente como los astros celestes que tantos quebraderos de cabeza le daban.
En derredor de ella los paganos, los cristianos y los judíos se aniquilaban unos a otros y sobre el agonizante Imperio Romano caía el velo de un oscurantismo católico que habría de cubrir la luz de la razón y del pensamiento libre durante bastantes siglos. La sabiduría de los antiguos estaba amenazada de muerte. Hipatia presintió que todo lo que ella conocía y amaba llegaba a su final. Lo que ella representaba y que había enseñado a tantos estudiantes sería sentenciado por herejía y brujería.
Ella era una figura excepcional que no tenía cabida en el fanatismo cristiano que se expandía de la peor de las maneras, con derramamiento de sangre y sometimiento, como generalmente se han expandido las más numerosas manifestaciones religiosas o ideologías portadoras de tanta soberbia como para coronarse superiores a las demás, y/o las únicas lícitas. Hipatia, involuntariamente y con su sola presencia, avivó la rabia y el rencor de aquellos ciegos sedientos de sangre, porque era dueña de un alma mucho más limpia, caritativa y luminosa que la de todos ellos. Si había alguien realmente cristiano, era ella. Porque no concebía que la gente fuese torturada y asesinada. Ni podía respetar a ningún dios que consintiera o que incitara a eso.
Tampoco podía respetar a quienes pretendían ahogar el conocimiento, la justicia y la razón. Por eso siguió su voz personal y nadie pudo acallarla.
Hipatia fue tragada en la agonía de una era que había parido a una filósofa, matemática y astrónoma como ha habido muy escasas en el devenir de la humanidad. Sus teorías sobre el movimiento del sol, la Tierra y los planetas conocidos entonces (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) habrían asombrado por su modernidad a los astrónomos de hoy.
En derredor de ella los paganos, los cristianos y los judíos se aniquilaban unos a otros y sobre el agonizante Imperio Romano caía el velo de un oscurantismo católico que habría de cubrir la luz de la razón y del pensamiento libre durante bastantes siglos. La sabiduría de los antiguos estaba amenazada de muerte. Hipatia presintió que todo lo que ella conocía y amaba llegaba a su final. Lo que ella representaba y que había enseñado a tantos estudiantes sería sentenciado por herejía y brujería.
Ella era una figura excepcional que no tenía cabida en el fanatismo cristiano que se expandía de la peor de las maneras, con derramamiento de sangre y sometimiento, como generalmente se han expandido las más numerosas manifestaciones religiosas o ideologías portadoras de tanta soberbia como para coronarse superiores a las demás, y/o las únicas lícitas. Hipatia, involuntariamente y con su sola presencia, avivó la rabia y el rencor de aquellos ciegos sedientos de sangre, porque era dueña de un alma mucho más limpia, caritativa y luminosa que la de todos ellos. Si había alguien realmente cristiano, era ella. Porque no concebía que la gente fuese torturada y asesinada. Ni podía respetar a ningún dios que consintiera o que incitara a eso.
Tampoco podía respetar a quienes pretendían ahogar el conocimiento, la justicia y la razón. Por eso siguió su voz personal y nadie pudo acallarla.
Hipatia fue tragada en la agonía de una era que había parido a una filósofa, matemática y astrónoma como ha habido muy escasas en el devenir de la humanidad. Sus teorías sobre el movimiento del sol, la Tierra y los planetas conocidos entonces (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) habrían asombrado por su modernidad a los astrónomos de hoy.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Kepler tal vez no fuese el primero en sugerir que los cuerpos celestes se rigen por el movimiento elíptico.
A Hipatia la atormentaba el hecho de que las órbitas circulares no explicasen las irregularidades observadas en los desplazamientos de los astros. Se devanó los sesos, porque le gustaba replantearse las teorías, dudaba y daba marcha atrás para buscar otra alternativa. Como los mejores pensadores.
Al fin y al cabo, el universo no es perfecto. ¿Por qué la Tierra había de ser el centro? ¿Y por qué el círculo había de presidir las órbitas? El círculo es una figura cargada de perfección. ¿Por qué no romper con esa idea? ¿Acaso algo demostraba que el cosmos es perfecto?
Entonces, llegó a una conclusión: el círculo no es más que un tipo de elipse, una elipse cuyos dos focos coinciden en el centro. En la elipse estaba la clave.
Puede que fuese uno de los descubrimientos más revolucionarios que alguien realizó en muchas eras.
Mientras ella dedicaba todo su ser a la ciencia y la enseñaba a sus alumnos, para sembrar en ellos la semilla de la curiosidad y de la duda, y contemplaba con inmensa tristeza cómo las personas se destrozaban allá fuera, y los que admiraban y defendían su personalidad independiente e hipnótica caían en desgracia, Hipatia se supo sola y acabada, como sus papiros celosamente resguardados, los que había podido rescatar de la quema.
Amenábar homenajea con aires de esplendorosa superproducción a este personaje cuya memoria no murió.
Para que ahora alguien como yo pueda admirar a aquella mujer a la que nadie osó enjaular.
A Hipatia la atormentaba el hecho de que las órbitas circulares no explicasen las irregularidades observadas en los desplazamientos de los astros. Se devanó los sesos, porque le gustaba replantearse las teorías, dudaba y daba marcha atrás para buscar otra alternativa. Como los mejores pensadores.
Al fin y al cabo, el universo no es perfecto. ¿Por qué la Tierra había de ser el centro? ¿Y por qué el círculo había de presidir las órbitas? El círculo es una figura cargada de perfección. ¿Por qué no romper con esa idea? ¿Acaso algo demostraba que el cosmos es perfecto?
Entonces, llegó a una conclusión: el círculo no es más que un tipo de elipse, una elipse cuyos dos focos coinciden en el centro. En la elipse estaba la clave.
Puede que fuese uno de los descubrimientos más revolucionarios que alguien realizó en muchas eras.
Mientras ella dedicaba todo su ser a la ciencia y la enseñaba a sus alumnos, para sembrar en ellos la semilla de la curiosidad y de la duda, y contemplaba con inmensa tristeza cómo las personas se destrozaban allá fuera, y los que admiraban y defendían su personalidad independiente e hipnótica caían en desgracia, Hipatia se supo sola y acabada, como sus papiros celosamente resguardados, los que había podido rescatar de la quema.
Amenábar homenajea con aires de esplendorosa superproducción a este personaje cuya memoria no murió.
Para que ahora alguien como yo pueda admirar a aquella mujer a la que nadie osó enjaular.