Un director por entonces debutante, Géla Babluani, dirigió un contundente y seco disparo al panorama cinematográfico con su primer largometraje, un film noir de factura sobria con una fuerte carga de tensión psicológica y ambiental. La fotografía en blanco y negro, oscura, sucia, con matices tan ennegrecidos como las conciencias, con ese aire a cine negro atemporal, impone su sello de fatalidad. La música, presente casi sin cesar, es enervante, de esa clase que se mete machaconamente en la cabeza y no se va, subrayando la creciente inmersión de un muchacho en un submundo infernal del que no tenía la más remota idea cuando decidió jugársela al oír la palabra mágica, “dinero”. Aportando a la poco solvente economía familiar a base de trabajos esporádicos y chapuzas haciendo reformas en viviendas, Sébastien, a quien los bolsillos vacíos le duelen tanto como su precaria calidad de vida, desespera por toparse con una oportunidad.
Las oportunidades sospechosas son traicioneras. Tienen letra pequeña y cláusulas que no figuran en el contrato, del que no hay constancia escrita. En los negocios turbios, cuantas menos evidencias y pruebas, menos huellas quedarán para ser rastreadas por las autoridades. La ley del silencio. Sectas del infierno, aquelarres de sabandijas en los que quienes entran no pueden salir.
Y el dinero fácil es el que más caro suele salir. Exige un precio en el que uno puede perder mucho más que la conciencia.
Sébastien se mete en una encerrona que no habría esperado ni en sus peores pesadillas.
Los subterráneos, las cloacas en las que nos sumergimos junto con el incauto jovencito para ser testigos oculares y peones de un juego macabro, en un thriller breve y muy tétrico que da la medida de algunos tipos de aberración.