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10

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10
8.1
20,492
18 de mayo de 2008
18 de mayo de 2008
70 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde que tengo uso de razón, mi madre me ha contado cómo, cuando ella era niña, mi abuelo llegaba borracho a casa todas las noches. En aquellos tiempos (años 50-60) que ahora parecen tan lejanos, en los que la escasez era el pan de cada día en mi tierra, una buena parte de las mujeres casadas habían de resignarse a malvivir en unos matrimonios repletos de amargura y desamor, porque no tenían dónde ir cargadas de hijos, exponiéndose a la miseria y a ser señaladas por dedos condenatorios.
Mi madre recuerda cómo mi abuelo llegaba borracho, armando escándalo, gritando, tirando por las paredes los restos de la cena (y la situación no estaba como para desperdiciar la comida; era una época de extrema estrechez). A veces se dirigía al cuartucho donde todos los niños dormían en un mísero camastro y los arrojaba al suelo, acusando a mi abuela, en su delirio etílico, de que era un cornudo y que aquellos niños no eran suyos ("ojalá fuese verdad", le escupía mi abuela con rabia, enarbolando una sartén con la que estaba más que dispuesta a aplastarle el cráneo).
Había ocasiones en que mi abuela enviaba a mi madre al bar en el que él estuviese, para que le sacara disimuladamente del bolsillo el escaso dinero que él aún no se hubiese gastado bebiendo hasta la inconsciencia.
Afortunadamente, con el tiempo dejó la bebida, cuando el médico le dijo que los ataques epilépticos que venía padeciendo se los había provocado a sí mismo abusando del alcohol, y que podrían tener fatales consecuencias.
Mi madre nunca ha olvidado aquellos años amargos.
Jamás le ha perdonado sus muchos agravios. Ni siquiera ahora que lleva seis años enterrado.
Cuando pienso en que mi madre presenció las puertas del abismo y que siempre ha estado lista para desafiar al mismísimo rey de los infiernos con tal de protegernos a nosotros sus hijos, para que no viviéramos lo que ella vivió, se me forma un nudo, como si una mano me apretara el cuello, mientras contemplo a esa familia destruida por el alcohol, que Blake Edwards me espeta delante como un martillazo.
No sé si mi madre ha llegado a ver alguna vez esta devastadora película. No sé si ha experimentado una vez más ese zarpazo que hace subir la bilis. No sé si se dejó arrebatar por un Jack Lemmon y una Lee Remick absolutamente excelsos y punzantes. No sé si fue testigo de ese círculo vicioso en forma de película que no parece una película, sino el puro sufrimiento atrapado en dos horas de celuloide, en el que llega un momento en que no hay más que la botella y uno mismo. "La botella es Dios".
Mi madre recuerda cómo mi abuelo llegaba borracho, armando escándalo, gritando, tirando por las paredes los restos de la cena (y la situación no estaba como para desperdiciar la comida; era una época de extrema estrechez). A veces se dirigía al cuartucho donde todos los niños dormían en un mísero camastro y los arrojaba al suelo, acusando a mi abuela, en su delirio etílico, de que era un cornudo y que aquellos niños no eran suyos ("ojalá fuese verdad", le escupía mi abuela con rabia, enarbolando una sartén con la que estaba más que dispuesta a aplastarle el cráneo).
Había ocasiones en que mi abuela enviaba a mi madre al bar en el que él estuviese, para que le sacara disimuladamente del bolsillo el escaso dinero que él aún no se hubiese gastado bebiendo hasta la inconsciencia.
Afortunadamente, con el tiempo dejó la bebida, cuando el médico le dijo que los ataques epilépticos que venía padeciendo se los había provocado a sí mismo abusando del alcohol, y que podrían tener fatales consecuencias.
Mi madre nunca ha olvidado aquellos años amargos.
Jamás le ha perdonado sus muchos agravios. Ni siquiera ahora que lleva seis años enterrado.
Cuando pienso en que mi madre presenció las puertas del abismo y que siempre ha estado lista para desafiar al mismísimo rey de los infiernos con tal de protegernos a nosotros sus hijos, para que no viviéramos lo que ella vivió, se me forma un nudo, como si una mano me apretara el cuello, mientras contemplo a esa familia destruida por el alcohol, que Blake Edwards me espeta delante como un martillazo.
No sé si mi madre ha llegado a ver alguna vez esta devastadora película. No sé si ha experimentado una vez más ese zarpazo que hace subir la bilis. No sé si se dejó arrebatar por un Jack Lemmon y una Lee Remick absolutamente excelsos y punzantes. No sé si fue testigo de ese círculo vicioso en forma de película que no parece una película, sino el puro sufrimiento atrapado en dos horas de celuloide, en el que llega un momento en que no hay más que la botella y uno mismo. "La botella es Dios".
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero sí sé que mi madre se habría puesto sin lugar a dudas de parte de Joe y habría odiado a Kirsten. Los habría despreciado a los dos por entregarse a las garras del precipicio, la habría mirado a ella con rencor por su elección.
Porque mi madre tuvo un padre alcohólico.
Porque ella mataría por mis hermanos y por mí si hiciera falta. Si mi padre hubiera resultado ser un alcohólico (que a Dios gracias no prueba el alcohol casi nunca), mi madre tendría muy claro qué habría escogido.
Porque odió a su padre alcohólico.
Porque mi madre tuvo un padre alcohólico.
Porque ella mataría por mis hermanos y por mí si hiciera falta. Si mi padre hubiera resultado ser un alcohólico (que a Dios gracias no prueba el alcohol casi nunca), mi madre tendría muy claro qué habría escogido.
Porque odió a su padre alcohólico.