Durante la primera hora, la presentación de la historia es absorbente. El conflicto interno de Adèle, su búsqueda personal, sus tropiezos y el choque que dicha búsqueda provoca en su relación con su entorno escolar, mantienen la película en un nivel bastante alto. Pero, pasado ese punto de inflexión, todo empieza a desinflarse. Por un lado, influye el hecho de que cansa estar viendo primeros planos constantes de Adèle (incluso cuando duerme) con las mismas expresiones, ese mechón irritante sobre la cara, esa melena despeinada que me pone nerviosa (daban ganas de raparla al cero), las comisuras manchadas de tomate, los mocos resbalando por el labio superior. Por otro, hay unos saltos espaciales y temporales y unas omisiones grandes, demasiado. ¿Qué ocurrió tras el encontronazo que tuvo con sus compañeros de instituto? ¿Cómo se las arregló para continuar en un ambiente que se le había vuelto hostil? ¿Qué pasó con sus padres después de que ella se mudó? ¿No iban a visitarla? ¿Seguían sin saber la verdad? ¿Cómo obtuvo el acceso a su trabajo de maestra? ¿Por qué se sacan todas las escenas de cama de Adèle excepto las únicas en las que tiene verdaderos motivos para sentirse culpable?
Esas y otras preguntas cuyas respuestas se quedan en el aire. Me parece muy comodón eludir ciertos problemas y cuestiones no exponiéndolos o no volviendo a tratarlos más, como si desaparecieran por arte de magia. En esta vida he aprendido que los problemas no se van solos simplemente con un fundido.
Hay directores expertos en usar la elipsis con arte de maestros. No es éste el caso.