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28 de mayo de 2010
28 de mayo de 2010
56 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encendamos una vela por las cosas perdidas, por lo que se fue, por los momentos desperdiciados, esos momentos que no valoramos cuando suceden y que estamos condenados a añorar cuando ya han pasado.
Encendamos una vela y atravesemos una piscina vetusta, rezumante de humedad y bruma, tratando de alcanzar el otro extremo sin que la llama se haya apagado. Intentémoslo sin rendirnos, si la llamita se extingue a medio camino y hay que regresar al principio para comenzar otra vez.
Ese era el deseo de un loco. Caminar por el agua con una vela prendida, hacerlo por este mundo de ciegos que ignoran que la verdad es mucho más sencilla de lo que se cree.
Curioso devenir el del hombre. Empeñado en perder lo más querido para sentir el latigazo de la nostalgia cuando ya es tarde.
Tarkovsky era el lenguaje puro de la imagen. Era el agua omnipresente susurrando. Corrientes, lluvias, charcos, estanques, ríos. Agua que fluye y agua estancada. La esencia de la vida, donde todo empezó, fundida con explosiones de verdor a las que alimenta. Planos fijos y de movimiento lento, recreándose en el líquido elemento que esculpe la naturaleza y la piedra vieja abandonada en ninguna parte.
Símbolo del desgaste, metáfora del llanto, de la crueldad, la perseverancia y el olvido del tiempo, las gotas incesantes marcan el compás de fondo de la más desnuda añoranza. Las lágrimas por los errores que no se pueden borrar, por la familia que ya no está, por el hogar lejano o aniquilado, por recuerdos que, entre las grandes decepciones arrastradas, persisten con la insistencia de la llamita de la vela protegida con sumo cuidado para que siga brillando.
Los grises de lo extinto, de lo que sucedió, y los colores tristones de lo que queda en el presente, más irreales éstos que aquel blanco y negro huidizo. Quizás la locura inventa este presente de torturado colorido (donde se incluyen los dorados cabellos largos y el cuerpo gentil de Eugenia) y lo real es lo otro, las esposas amadas, los hijos y la casa en matices cercanos a un sepia desvaído, y el instante preciso, o indeterminado, en que se echaron a perder, en que se alejaron sin posibilidad de retroceso, porque no se les permitió, porque se les había cerrado la puerta. Como también se escurre lo de ahora, volátil, espejismo sin huella.
El ruso filma el desconsuelo convertido en agua, en piedra antigua y corroída, en pasillos desiertos, en estancias inundadas de sombra, en botellas de cristal vacías, en pena, en locura (o tal vez lucidez), en desilusión y en silencio.
Encendamos una vela y atravesemos una piscina vetusta, rezumante de humedad y bruma, tratando de alcanzar el otro extremo sin que la llama se haya apagado. Intentémoslo sin rendirnos, si la llamita se extingue a medio camino y hay que regresar al principio para comenzar otra vez.
Ese era el deseo de un loco. Caminar por el agua con una vela prendida, hacerlo por este mundo de ciegos que ignoran que la verdad es mucho más sencilla de lo que se cree.
Curioso devenir el del hombre. Empeñado en perder lo más querido para sentir el latigazo de la nostalgia cuando ya es tarde.
Tarkovsky era el lenguaje puro de la imagen. Era el agua omnipresente susurrando. Corrientes, lluvias, charcos, estanques, ríos. Agua que fluye y agua estancada. La esencia de la vida, donde todo empezó, fundida con explosiones de verdor a las que alimenta. Planos fijos y de movimiento lento, recreándose en el líquido elemento que esculpe la naturaleza y la piedra vieja abandonada en ninguna parte.
Símbolo del desgaste, metáfora del llanto, de la crueldad, la perseverancia y el olvido del tiempo, las gotas incesantes marcan el compás de fondo de la más desnuda añoranza. Las lágrimas por los errores que no se pueden borrar, por la familia que ya no está, por el hogar lejano o aniquilado, por recuerdos que, entre las grandes decepciones arrastradas, persisten con la insistencia de la llamita de la vela protegida con sumo cuidado para que siga brillando.
Los grises de lo extinto, de lo que sucedió, y los colores tristones de lo que queda en el presente, más irreales éstos que aquel blanco y negro huidizo. Quizás la locura inventa este presente de torturado colorido (donde se incluyen los dorados cabellos largos y el cuerpo gentil de Eugenia) y lo real es lo otro, las esposas amadas, los hijos y la casa en matices cercanos a un sepia desvaído, y el instante preciso, o indeterminado, en que se echaron a perder, en que se alejaron sin posibilidad de retroceso, porque no se les permitió, porque se les había cerrado la puerta. Como también se escurre lo de ahora, volátil, espejismo sin huella.
El ruso filma el desconsuelo convertido en agua, en piedra antigua y corroída, en pasillos desiertos, en estancias inundadas de sombra, en botellas de cristal vacías, en pena, en locura (o tal vez lucidez), en desilusión y en silencio.