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Drama
Lora Meredith (Lana Turner), una actriz viuda en paro, vive con su hija adolescente (Sandra Dee) en Nueva York. Un día, conoce por casualidad a Annie, una mujer negra (Juanita Moore) a la que contrata como sirvienta. Ese mismo día conoce también a Steve (John Gavin), un fotógrafo que se enamora de ella. (FILMAFFINITY)
31 de enero de 2015
31 de enero de 2015
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basilio cantaba aquello de “Cisne cuello negro, cisne cuello blanco” como protesta contra el racismo.
No me canso de criticar la hipocresía de los Estados Unidos al proclamar ser un país de libertad. Son buenos en otras cosas, pero precisamente la libertad es una asignatura pendiente que tienen. Como la gran mayoría, y no excluyo mi propio país, por supuesto. ¿Libertad y democracia? Y una mierda. Hay muchas formas de vulnerarlas y no todas están directamente a la vista.
Pero lo del racismo no puede ser más evidente. Y todavía proclaman su preciosa libertad con bastante desvergüenza, como si todo el planeta fuese idiota perdido.
La discriminación racial es uno de los pilares de esta película. Sarah Jane Johnson no acepta el destino al que la obligan por proceder de la raza negra. ¿Por qué tiene que aceptarlo? ¿Cuáles son sus opciones? Muchas menos que las de los superiores blanquitos. Con razón reniega de sus orígenes y se obsesiona con que nadie descubra que detrás de su piel clara no posee un pedigrí socialmente apto. No se parece en nada a su madre, ni en físico, ni en carácter, ni en su manera de afrontar sus desventajas. Annie Johnson está en paz con el universo y con el Señor; no cierra los ojos al hecho de que su color le ha clausurado puertas desde que nació, y se ha resignado. Tampoco es dada a lamentaciones. Su alma sencilla y amorosa la impulsa a ser feliz con muy poco. Sólo habrá una cosa ante la que su natural candor y su optimismo no podrán hacer nada, y es la amargura de Sarah Jane. Ese será el gran sufrimiento de ambas.
Por suerte no todos son tan cerrados de mollera y Annie y Sarah Jane contarán con la amistad de una mujer independiente que se pasa por los forros los prejuicios de color. Lora Meredith es rubia platino y relumbra como una de esas estrellas del teatro y del cine que ella sueña con llegar a ser, aunque por ahora es una más de los que engrosan la cola del paro y con una hija que mantener. Al conocerse ambas mujeres, la fortuna empezará a sonreírles y Lora, ambiciosa pero con fuertes principios (no quiere el triunfo a cualquier precio), conseguirá, a fuerza de tesón y talento, situarse donde deseaba.
Por el camino de la ambición siempre hay que dejar cosas atrás, como sucede con casi todas las decisiones importantes. En la machista sociedad de los cuarenta-cincuenta (que no difiere demasiado de la de hoy) una mujer capacitada debía elegir entre vida familiar o vida laboral sobre todo si su éxito superaba al del hombre promedio. O eras una gran actriz o te quedabas en casa cuidando al marido y a los hijos. El tío al que interpreta John Gavin, el fotógrafo medio fracasado Steve Archer, apesta a machismo en varios kilómetros de diámetro. Muy normal entonces, se comprende. El momento en que propone matrimonio a Lora a condición de que ella se olvide de su carrera (vaya cabrón egoísta debajo de su engominado pelo y sus facciones de guaperas) me hizo rechinar los dientes. Y me encantó que Lora hiciera su elección y le mandara a freír espárragos, aunque yo le hubiera añadido unos cuantos reproches al galán en cuanto a que el amor no es a cambio de nada (“te querré si haces lo que yo te ordene, muñeca”) y que si la amara sólo le importaría su felicidad y no su ultrainflado ego de macho alfa. Ese “te lo ordeno” en plan morueco dominante me dio unas acuciantes ganas de fabricarle una cara nueva menos bonita.
Pero me tuve que conformar con verlo con tres palmos de narices en aquella escalera, que al menos ya era algo. Lora por lo menos tuvo el buen criterio de ponerlo en su sitio. Aunque lo ideal hubiera sido que no hubiera vuelto a verle el careto.
Por otro lado, hay una faceta no muy luminosa de la rubia, y es su tendencia a cegarse con el brillo. Esto le pasará factura y le estará bien empleado, poniendo en entredicho este sistema que te anima a alcanzar la luna para ser alguien y que si la alcanzas te lo habrás dejado prácticamente todo por el camino.
Y en eso está el segundo pilar de la película. El exceso de ambición se paga caro. Y volvemos a lo de la imposibilidad de conciliar vida familiar y laboral. No simplemente porque los machos alfa no acepten la valía de las mujeres si ésta iguala o supera las suyas propias, sino porque ellas no podrán estar al lado de sus hijos todo el tiempo que éstos necesitan. Y eso no lo compensan los regalos caros, los colegios pijos ni las coferencias telefónicas a larga distancia.
Los dos temas principales del drama de Sirk subrayan la soledad, el dolor y las carencias que siempre acompañan a quienes les es negado disfrutar del verdadero amor, tanto porque el cruel dedo público les señala por ser de un color marginado, o porque si se es una mujer fuerte, inteligente y dotada, una se quedará sola en la cumbre.
No me canso de criticar la hipocresía de los Estados Unidos al proclamar ser un país de libertad. Son buenos en otras cosas, pero precisamente la libertad es una asignatura pendiente que tienen. Como la gran mayoría, y no excluyo mi propio país, por supuesto. ¿Libertad y democracia? Y una mierda. Hay muchas formas de vulnerarlas y no todas están directamente a la vista.
Pero lo del racismo no puede ser más evidente. Y todavía proclaman su preciosa libertad con bastante desvergüenza, como si todo el planeta fuese idiota perdido.
La discriminación racial es uno de los pilares de esta película. Sarah Jane Johnson no acepta el destino al que la obligan por proceder de la raza negra. ¿Por qué tiene que aceptarlo? ¿Cuáles son sus opciones? Muchas menos que las de los superiores blanquitos. Con razón reniega de sus orígenes y se obsesiona con que nadie descubra que detrás de su piel clara no posee un pedigrí socialmente apto. No se parece en nada a su madre, ni en físico, ni en carácter, ni en su manera de afrontar sus desventajas. Annie Johnson está en paz con el universo y con el Señor; no cierra los ojos al hecho de que su color le ha clausurado puertas desde que nació, y se ha resignado. Tampoco es dada a lamentaciones. Su alma sencilla y amorosa la impulsa a ser feliz con muy poco. Sólo habrá una cosa ante la que su natural candor y su optimismo no podrán hacer nada, y es la amargura de Sarah Jane. Ese será el gran sufrimiento de ambas.
Por suerte no todos son tan cerrados de mollera y Annie y Sarah Jane contarán con la amistad de una mujer independiente que se pasa por los forros los prejuicios de color. Lora Meredith es rubia platino y relumbra como una de esas estrellas del teatro y del cine que ella sueña con llegar a ser, aunque por ahora es una más de los que engrosan la cola del paro y con una hija que mantener. Al conocerse ambas mujeres, la fortuna empezará a sonreírles y Lora, ambiciosa pero con fuertes principios (no quiere el triunfo a cualquier precio), conseguirá, a fuerza de tesón y talento, situarse donde deseaba.
Por el camino de la ambición siempre hay que dejar cosas atrás, como sucede con casi todas las decisiones importantes. En la machista sociedad de los cuarenta-cincuenta (que no difiere demasiado de la de hoy) una mujer capacitada debía elegir entre vida familiar o vida laboral sobre todo si su éxito superaba al del hombre promedio. O eras una gran actriz o te quedabas en casa cuidando al marido y a los hijos. El tío al que interpreta John Gavin, el fotógrafo medio fracasado Steve Archer, apesta a machismo en varios kilómetros de diámetro. Muy normal entonces, se comprende. El momento en que propone matrimonio a Lora a condición de que ella se olvide de su carrera (vaya cabrón egoísta debajo de su engominado pelo y sus facciones de guaperas) me hizo rechinar los dientes. Y me encantó que Lora hiciera su elección y le mandara a freír espárragos, aunque yo le hubiera añadido unos cuantos reproches al galán en cuanto a que el amor no es a cambio de nada (“te querré si haces lo que yo te ordene, muñeca”) y que si la amara sólo le importaría su felicidad y no su ultrainflado ego de macho alfa. Ese “te lo ordeno” en plan morueco dominante me dio unas acuciantes ganas de fabricarle una cara nueva menos bonita.
Pero me tuve que conformar con verlo con tres palmos de narices en aquella escalera, que al menos ya era algo. Lora por lo menos tuvo el buen criterio de ponerlo en su sitio. Aunque lo ideal hubiera sido que no hubiera vuelto a verle el careto.
Por otro lado, hay una faceta no muy luminosa de la rubia, y es su tendencia a cegarse con el brillo. Esto le pasará factura y le estará bien empleado, poniendo en entredicho este sistema que te anima a alcanzar la luna para ser alguien y que si la alcanzas te lo habrás dejado prácticamente todo por el camino.
Y en eso está el segundo pilar de la película. El exceso de ambición se paga caro. Y volvemos a lo de la imposibilidad de conciliar vida familiar y laboral. No simplemente porque los machos alfa no acepten la valía de las mujeres si ésta iguala o supera las suyas propias, sino porque ellas no podrán estar al lado de sus hijos todo el tiempo que éstos necesitan. Y eso no lo compensan los regalos caros, los colegios pijos ni las coferencias telefónicas a larga distancia.
Los dos temas principales del drama de Sirk subrayan la soledad, el dolor y las carencias que siempre acompañan a quienes les es negado disfrutar del verdadero amor, tanto porque el cruel dedo público les señala por ser de un color marginado, o porque si se es una mujer fuerte, inteligente y dotada, una se quedará sola en la cumbre.