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8
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8
7.2
997
4 de junio de 2010
4 de junio de 2010
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Era el número que Martha llevaba tatuado en el brazo izquierdo, y cosido a la ropa. Uno de tantos números en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz.
Ese número no se le pudo olvidar a Liza, una de las guardianas de las SS que supervisaban y vigilaban a las prisioneras.
El mediometraje sin concluir de Andrzej Munk, prematuramente fallecido en accidente de tráfico, y Witold Lesiewicz, es un ejercicio de revisión de un pasado cruel y de intranquila autojustificación ante la culpa que no se calla. Años después de la guerra y de haber emigrado muy lejos, Liza vuelve a Europa y su juventud de nazi a las órdenes del III Reich se cruza otra vez con ella cuando ve en el trasatlántico en el que viaja a una mujer en la que cree reconocer a Martha, la antigua prisionera cuyo número no ha olvidado.
El film, reconstruido arduamente, tiene añadidos de fotos donde falta película (como la técnica utilizada en “La jetée” de Chris Marker), y la voz de un narrador que describe los hechos que aparecen, y que conjetura sobre los que faltan. El resto se desarrolla como cualquier otra película, con imágenes en movimiento.
No se podrá saber de qué manera pensaba Munk rematar su obra, y sólo nos quedan hipótesis acerca de los pedazos que no pudo llegar a completar. Pero las partes que sí se exhiben son muy locuaces, y hablan de la soberbia del opresor, de su sensación de poder al tener en sus manos las vidas de gente a la que puede salvar o eliminar con un único gesto. Hablan de los espíritus convertidos en autómatas y en simples ejecutores casi carentes de compasión, que experimentan una malsana superioridad ante el débil, y que, en su vanidad, esperan agradecimiento a cambio de permitir al oprimido vivir un día más y recibir algunas concesiones. Pero Liza nunca obtuvo lo que quería de Martha, ella no se doblegaba…
Liza disfraza de resentimiento su propia culpa reflejada en la acusación de los ojos de Martha, latente en su memoria. Busca la excusa fácil: la prisionera era díscola y rebelde bajo su apacible apariencia, y además a la guardiana le dolió que no le besara los pies por haber sido indulgente en más de una ocasión…
Ahora, esos mismos ojos (o eso cree Liza) están de nuevo frente a ella.
Terminase como terminara el drama, una cosa sí se puede deducir: la mirada de Martha la perseguirá hasta la muerte. Y su número tatuado.
Ese número no se le pudo olvidar a Liza, una de las guardianas de las SS que supervisaban y vigilaban a las prisioneras.
El mediometraje sin concluir de Andrzej Munk, prematuramente fallecido en accidente de tráfico, y Witold Lesiewicz, es un ejercicio de revisión de un pasado cruel y de intranquila autojustificación ante la culpa que no se calla. Años después de la guerra y de haber emigrado muy lejos, Liza vuelve a Europa y su juventud de nazi a las órdenes del III Reich se cruza otra vez con ella cuando ve en el trasatlántico en el que viaja a una mujer en la que cree reconocer a Martha, la antigua prisionera cuyo número no ha olvidado.
El film, reconstruido arduamente, tiene añadidos de fotos donde falta película (como la técnica utilizada en “La jetée” de Chris Marker), y la voz de un narrador que describe los hechos que aparecen, y que conjetura sobre los que faltan. El resto se desarrolla como cualquier otra película, con imágenes en movimiento.
No se podrá saber de qué manera pensaba Munk rematar su obra, y sólo nos quedan hipótesis acerca de los pedazos que no pudo llegar a completar. Pero las partes que sí se exhiben son muy locuaces, y hablan de la soberbia del opresor, de su sensación de poder al tener en sus manos las vidas de gente a la que puede salvar o eliminar con un único gesto. Hablan de los espíritus convertidos en autómatas y en simples ejecutores casi carentes de compasión, que experimentan una malsana superioridad ante el débil, y que, en su vanidad, esperan agradecimiento a cambio de permitir al oprimido vivir un día más y recibir algunas concesiones. Pero Liza nunca obtuvo lo que quería de Martha, ella no se doblegaba…
Liza disfraza de resentimiento su propia culpa reflejada en la acusación de los ojos de Martha, latente en su memoria. Busca la excusa fácil: la prisionera era díscola y rebelde bajo su apacible apariencia, y además a la guardiana le dolió que no le besara los pies por haber sido indulgente en más de una ocasión…
Ahora, esos mismos ojos (o eso cree Liza) están de nuevo frente a ella.
Terminase como terminara el drama, una cosa sí se puede deducir: la mirada de Martha la perseguirá hasta la muerte. Y su número tatuado.