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Western
Brett McBain, un granjero viudo de origen irlandés, vive con sus hijos en una zona pobre y desértica del Oeste americano. Ha preparado una fiesta de bienvenida para Jill, su futura esposa, que viene desde Nueva Orleáns. Pero cuando Jill llega se encuentra con que una banda de pistoleros los ha asesinado a todos.
28 de marzo de 2010
28 de marzo de 2010
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leone era un diseñador de atmósferas. Consigue que el calor pegajoso se te pegue a los huesos. Que el zumbido de las moscas y el chirrido monótono de un molino de viento te ponga nervioso. Y que veas el transcurrir inclemente y desabrido del tiempo en las facciones curtidas, en la aspereza de la piel sin afeitar, en las arrugas causadas por la intemperie y por haberse acostumbrado a entornar los párpados para fijar la vista pacientemente, sin prisa, en el objetivo.
El destello metálico de unos iris azules y acerados, fríos como témpanos, atraviesa inescrutable el aire seco y radiografía directamente algún punto impreciso que es ocupado al otro lado de la pantalla por el espectador, el mismo espacio del enemigo al que se va estrechando el cerco paso a paso. Los segundos se detienen, se deleitan en esas miradas cargadas de nada. Si el odio se pudiera destilar, no habría más que exprimir el polvo y las ropas sudadas para obtenerlo a borbotones.
Los minutos pasan con lentitud en la espera licenciosa de los que tienen poco más que odio y nada. También pasan frente al desafío de quienes luchan por tener algo más dentro.
Leone fotografiaba la futilidad, el viento indiferente, la quietud anterior a la refriega, solazándose en cada gesto, en cada silencio cargado de electricidad.
Fotografiaba el vacío, la crueldad, la dureza, la codicia de oro y placeres, la denodada pelea por sobrevivir contrastando con un arriesgado desprecio hacia el pellejo propio. Como si para morar en el Oeste uno tuviese que estar fabricado de un material peculiar, hecho ante todo de riesgo, de flirteo con lo salvaje, con la muerte.
A lo mejor era así. Quizás había que estar muy loco para irse al Oeste.
O muy desesperado.
Como una tierra de promisión.
Riquezas en perspectiva, si uno era listo. O, si a uno no le llamaba el olor del dinero, tal vez la sensación de libertad. O de impunidad.
O de empezar de nuevo.
El ferrocarril como columna vertebral, como un río que fertilizara los terrenos por los que pasaba. A su alrededor, codicia, aves de rapiña, promesas de prosperidad en rincones perdidos.
Una bella mujer que tiene lo que hay que tener para venir a parar a la boca del averno. O quizás es que para ella puede ser lo más parecido a un Paraíso que nunca ha conocido.
Hombres bajo cuya sombra la escasa hierba se resecaría al percibir su aura de muerte. Forajidos sin alma. Forajidos con restos de algo que podría ser humanidad, si esa palabra puede coexistir con revólveres y rifles.
Venganzas.
El destello metálico de unos iris azules y acerados, fríos como témpanos, atraviesa inescrutable el aire seco y radiografía directamente algún punto impreciso que es ocupado al otro lado de la pantalla por el espectador, el mismo espacio del enemigo al que se va estrechando el cerco paso a paso. Los segundos se detienen, se deleitan en esas miradas cargadas de nada. Si el odio se pudiera destilar, no habría más que exprimir el polvo y las ropas sudadas para obtenerlo a borbotones.
Los minutos pasan con lentitud en la espera licenciosa de los que tienen poco más que odio y nada. También pasan frente al desafío de quienes luchan por tener algo más dentro.
Leone fotografiaba la futilidad, el viento indiferente, la quietud anterior a la refriega, solazándose en cada gesto, en cada silencio cargado de electricidad.
Fotografiaba el vacío, la crueldad, la dureza, la codicia de oro y placeres, la denodada pelea por sobrevivir contrastando con un arriesgado desprecio hacia el pellejo propio. Como si para morar en el Oeste uno tuviese que estar fabricado de un material peculiar, hecho ante todo de riesgo, de flirteo con lo salvaje, con la muerte.
A lo mejor era así. Quizás había que estar muy loco para irse al Oeste.
O muy desesperado.
Como una tierra de promisión.
Riquezas en perspectiva, si uno era listo. O, si a uno no le llamaba el olor del dinero, tal vez la sensación de libertad. O de impunidad.
O de empezar de nuevo.
El ferrocarril como columna vertebral, como un río que fertilizara los terrenos por los que pasaba. A su alrededor, codicia, aves de rapiña, promesas de prosperidad en rincones perdidos.
Una bella mujer que tiene lo que hay que tener para venir a parar a la boca del averno. O quizás es que para ella puede ser lo más parecido a un Paraíso que nunca ha conocido.
Hombres bajo cuya sombra la escasa hierba se resecaría al percibir su aura de muerte. Forajidos sin alma. Forajidos con restos de algo que podría ser humanidad, si esa palabra puede coexistir con revólveres y rifles.
Venganzas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y lo fácil que es estar mirando o incluso hablando con alguien que al minuto siguiente ya habrá dejado de respirar, con alguna bala entre ceja y ceja o entre pecho y espalda.
Qué poco vale la vida. Con suerte, cuesta el precio de un puñado de dólares. Porque generalmente se quita gratis.
Y Morricone trasciende el polvo, las moscas, el sudor, el chirrido monótono de los metales herrumbrosos, los crujidos de la madera bajo las botas, y las casi siempre despreciables acciones humanas, para dotar de identidad y emociones al progreso vacilante y rudo de la civilización, construido sobre sangre y cadáveres tendidos sobre la arena.
Qué poco vale la vida. Con suerte, cuesta el precio de un puñado de dólares. Porque generalmente se quita gratis.
Y Morricone trasciende el polvo, las moscas, el sudor, el chirrido monótono de los metales herrumbrosos, los crujidos de la madera bajo las botas, y las casi siempre despreciables acciones humanas, para dotar de identidad y emociones al progreso vacilante y rudo de la civilización, construido sobre sangre y cadáveres tendidos sobre la arena.