Mad MenSerie
2007 

Matthew Weiner (Creador), Phil Abraham ...
7.9
34,913
Serie de TV. Drama
Serie de TV (2007-2015). 7 temporadas. 92 episodios. Aclamada serie dramática que narra los comienzos de una de las más prestigiosas agencias de publicidad de los años sesenta, y centrada en uno de los más misteriosos ejecutivos de la firma, Donald Draper, un hombre con un gran talento. "Mad Men" es la mirada a los hombres que dieron forma a las esperanzas y sueños diarios de los americanos de la época. En 1960 la publicidad era ... [+]
8 de mayo de 2008
8 de mayo de 2008
37 de 59 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sí, a pesar de se nombre tan peculiar que uso para escribir aquí y en otros sitios hubo un tiempo en que me dedicaba a escribir series españolas. No, no conocéis ninguna porque ninguna ha llegado ningún buen puerto. En realidad, todas han derrapado en las peligrosas e imposibles curvas en que se ha convertido este rally absurdo que es la ficción española. Y no, no me he equivocado de sitio al soltar esta retahíla de crítica explícita e implícita a la tele en España. Y la razón es muy sencilla: acabo de ver el primer episodio de esta obra maestra de la pequeña pantalla americana. Y me he quedado sin palabras. Sólo me queda tener envidia, mucha envidia. Todo el ritmo, todo el diálogo, toda la átmósfera, ... He vuelto a creer y quien no me crea ya sabe dónde me encontrará: viendo Mad Men.
19 de mayo de 2015
19 de mayo de 2015
17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sonará a tópico, pero se ha acabado “Mad Men” y nos hemos quedado un poco huérfanos. Porque, totalmente de acuerdo con Enric González, de El País, “Mad Men es de lo mejor que ha ocurrido en televisión estos últimos años”.
Siendo, como es, una serie larga ―en antena desde 2007; siete temporadas, ocho si tomamos en cuenta la división de la última en dos―, apenas si sufre tramos de decaimiento, haciendo gala de una regularidad inhabitual en productos de tan prolongada exposición.
Sin ambages, “Mad Men” es una joya irrepetible, a todos los niveles. Buena parte de culpa ―bendita culpa, por cierto― recae en Matthew Weiner, el valiente ―o loco, y no quería ser juego de palabras― demiurgo al que agradecerle su maravillosa osadía, y en una nómina de guionistas cuyo mérito, una vez más coincido con Enric González, es enorme, dadas las circunstancias argumentales ―no hay en “Mad Men” crímenes por resolver, ni luchas encarnizadas por el poder (no en sus más altas esferas, al menos)― y fílmicas ―la acción brilla por su ausencia y las imágenes (preciosas) se suceden con cadencia morosa en largos planos secuencia que parecen no conducir a ningún sitio―. Y, sin embargo, la serie no da una puntada sin hilo; capaz, insisto, de mantener un vivísimo interés a lo largo de sus siete ―ocho― temporadas, y deparar sorpresa tras sorpresa incluso al espectador más cínico.
Ambientada en la triunfante, segura de sí y, por qué no decirlo ―aunque en su día no se tuviese ni un atisbo de dicha percepción―, machista sociedad norteamericana de los sesenta, su trama está atravesada por una serie de hechos históricos ―entre otros, el asesinato de Kennedy, la Guerra de Vietnam, el “Watergate” y la revolución sexual, esta última de importancia capital en el devenir de la serie y, sobre todo, el de sus personajes femeninos.
“Mad Men” es profundamente amoral ―que no inmoral, mal que pese a tanto censor cotidiano―, y ahí radica buena parte de su atractivo, dados tiempos tan biempensantes ―sofocantes, añadiría― como los que corren. “Old Nick” Maquiavelo parece encontrarse a la cabeza del cotarro, en fecundísima colaboración con el citado Weiner. Así, la vida ―igual que los negocios y, concretamente, el de la publicidad― es contemplada como una especie de “arte de lo posible” por medio de la cual remover, sortear o convertir en oportunidad de negocio cualquier obstáculo con que topemos. No cabe más moraleja. No la hay, por tanto. Cosa que se agradece sobremanera.
El diseño de producción es, sencillamente, un prodigio de verosimilitud ―casi puedes sentir los sillones de escay pegándose a los muslos de las sufridas secretarias―. Muchos diálogos, por su parte, resultan antológicos. Pero si hay algo que destaca especialmente en “Mad Men” y que, de hecho, ha entrado para siempre en el imaginario colectivo, es su inolvidable galería de personajes. Porque, pese a todo lo dicho, probablemente sea ésa la seña de identidad de la serie. La complejidad psicológica de los mismos resulta inaudita, hasta tal punto que no hay ninguno que no sea razonablemente susceptible de un “spin-off” ―recemos, por otra parte, para que tal aberración no sea llevada a término; aunque, habida cuenta del buen gusto de sus responsables, no creo que haya nada que temer al respecto―. El elenco de completos desconocidos en que se encarna ha acabado convertido en un florido ramillete de iconos, a cual más inconfundible. Así, la apabullante pelirroja Joan Harris-Christina Hendricks evoluciona desde su rol de Marilyn Monroe de la televisión moderna hasta el de respetable ―y respetada― empresaria de éxito. Peter Campbell-Vincent Kartheiser es el arribista despreciable al que, sin embargo, y como muy bien apunta Elvira Lindo, no puede ―aunque de manera bastante retorcida― no quererse. John Slattery se mete en el traje a medida del vividor irredento Roger Sterling, sumido en un Eterno Retorno de matrimonios fallidos ―algo muy americano, por cierto―. A fuerza de voluntad pura y sin mezcla, la niñita reprimida que empieza siendo Peggy Olson-Elizabeth Moss consigue abrirse paso en un mundo eminentemente masculino y patriarcal. Betty Draper, el bonito florero interpretado por January Jones, amenaza a cada instante con romperse en mil pedazos, oscilando en equilibrio inestable sobre sus insatisfacciones de ama de casa ignorada por su exitoso marido. Y así podríamos seguir hasta agotar el extenso reparto.
Mención aparte merece el rol más que interpretado, mimetizado por John Hamm. Semblanza aparte merecería, más bien. Alma indiscutible de la fiesta, su Don Draper es uno de los hallazgos máximos no sólo de la televisión, sino de la imagen contemporánea toda. Objetivamente analizado, se trata de un tipejo miserable. Desertor y mentiroso, infiel a su esposa y pésimo padre. Aun así, es imposible no sentir honda admiración e indisimulada envidia por la figura distinguida y lacónica que compone. Las mujeres, incluso las de hoy día, liberadas y trabajadoras, e iguales ―teóricamente― en derechos y libertades a sus contrapartes masculinas, lo aman con ceguera animal. Los hombres, por su parte, y probablemente por justo lo anterior, quisiéramos ser como él ―corrijo: quisiéramos ser él―. Es evidente que ni deberían ni deberíamos. Pero el “deber” cae dentro de la órbita de la moral, y de eso ya hemos quedado que en “Mad Men” hay apenas nada.
Siendo, como es, una serie larga ―en antena desde 2007; siete temporadas, ocho si tomamos en cuenta la división de la última en dos―, apenas si sufre tramos de decaimiento, haciendo gala de una regularidad inhabitual en productos de tan prolongada exposición.
Sin ambages, “Mad Men” es una joya irrepetible, a todos los niveles. Buena parte de culpa ―bendita culpa, por cierto― recae en Matthew Weiner, el valiente ―o loco, y no quería ser juego de palabras― demiurgo al que agradecerle su maravillosa osadía, y en una nómina de guionistas cuyo mérito, una vez más coincido con Enric González, es enorme, dadas las circunstancias argumentales ―no hay en “Mad Men” crímenes por resolver, ni luchas encarnizadas por el poder (no en sus más altas esferas, al menos)― y fílmicas ―la acción brilla por su ausencia y las imágenes (preciosas) se suceden con cadencia morosa en largos planos secuencia que parecen no conducir a ningún sitio―. Y, sin embargo, la serie no da una puntada sin hilo; capaz, insisto, de mantener un vivísimo interés a lo largo de sus siete ―ocho― temporadas, y deparar sorpresa tras sorpresa incluso al espectador más cínico.
Ambientada en la triunfante, segura de sí y, por qué no decirlo ―aunque en su día no se tuviese ni un atisbo de dicha percepción―, machista sociedad norteamericana de los sesenta, su trama está atravesada por una serie de hechos históricos ―entre otros, el asesinato de Kennedy, la Guerra de Vietnam, el “Watergate” y la revolución sexual, esta última de importancia capital en el devenir de la serie y, sobre todo, el de sus personajes femeninos.
“Mad Men” es profundamente amoral ―que no inmoral, mal que pese a tanto censor cotidiano―, y ahí radica buena parte de su atractivo, dados tiempos tan biempensantes ―sofocantes, añadiría― como los que corren. “Old Nick” Maquiavelo parece encontrarse a la cabeza del cotarro, en fecundísima colaboración con el citado Weiner. Así, la vida ―igual que los negocios y, concretamente, el de la publicidad― es contemplada como una especie de “arte de lo posible” por medio de la cual remover, sortear o convertir en oportunidad de negocio cualquier obstáculo con que topemos. No cabe más moraleja. No la hay, por tanto. Cosa que se agradece sobremanera.
El diseño de producción es, sencillamente, un prodigio de verosimilitud ―casi puedes sentir los sillones de escay pegándose a los muslos de las sufridas secretarias―. Muchos diálogos, por su parte, resultan antológicos. Pero si hay algo que destaca especialmente en “Mad Men” y que, de hecho, ha entrado para siempre en el imaginario colectivo, es su inolvidable galería de personajes. Porque, pese a todo lo dicho, probablemente sea ésa la seña de identidad de la serie. La complejidad psicológica de los mismos resulta inaudita, hasta tal punto que no hay ninguno que no sea razonablemente susceptible de un “spin-off” ―recemos, por otra parte, para que tal aberración no sea llevada a término; aunque, habida cuenta del buen gusto de sus responsables, no creo que haya nada que temer al respecto―. El elenco de completos desconocidos en que se encarna ha acabado convertido en un florido ramillete de iconos, a cual más inconfundible. Así, la apabullante pelirroja Joan Harris-Christina Hendricks evoluciona desde su rol de Marilyn Monroe de la televisión moderna hasta el de respetable ―y respetada― empresaria de éxito. Peter Campbell-Vincent Kartheiser es el arribista despreciable al que, sin embargo, y como muy bien apunta Elvira Lindo, no puede ―aunque de manera bastante retorcida― no quererse. John Slattery se mete en el traje a medida del vividor irredento Roger Sterling, sumido en un Eterno Retorno de matrimonios fallidos ―algo muy americano, por cierto―. A fuerza de voluntad pura y sin mezcla, la niñita reprimida que empieza siendo Peggy Olson-Elizabeth Moss consigue abrirse paso en un mundo eminentemente masculino y patriarcal. Betty Draper, el bonito florero interpretado por January Jones, amenaza a cada instante con romperse en mil pedazos, oscilando en equilibrio inestable sobre sus insatisfacciones de ama de casa ignorada por su exitoso marido. Y así podríamos seguir hasta agotar el extenso reparto.
Mención aparte merece el rol más que interpretado, mimetizado por John Hamm. Semblanza aparte merecería, más bien. Alma indiscutible de la fiesta, su Don Draper es uno de los hallazgos máximos no sólo de la televisión, sino de la imagen contemporánea toda. Objetivamente analizado, se trata de un tipejo miserable. Desertor y mentiroso, infiel a su esposa y pésimo padre. Aun así, es imposible no sentir honda admiración e indisimulada envidia por la figura distinguida y lacónica que compone. Las mujeres, incluso las de hoy día, liberadas y trabajadoras, e iguales ―teóricamente― en derechos y libertades a sus contrapartes masculinas, lo aman con ceguera animal. Los hombres, por su parte, y probablemente por justo lo anterior, quisiéramos ser como él ―corrijo: quisiéramos ser él―. Es evidente que ni deberían ni deberíamos. Pero el “deber” cae dentro de la órbita de la moral, y de eso ya hemos quedado que en “Mad Men” hay apenas nada.
7 de enero de 2016
7 de enero de 2016
17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo eres. Porque resultas interesante, atractivo, arrollador, osado y mil cosas más. Pero también, débil y atormentado, escurridizo y cobarde, mentiroso y narciso. De tu mano recorremos los revirados caminos hacia el éxito de un grupo de publicistas en la década de los sesenta en los EEUU, concretamente en el epicentro de la industria de la publicidad que fue la Avenida Madison con sus nueve mil largos metros en Manhattan.
Pero no solamente eso: es el retrato de una época fascinante en cambios retratados con primor, desde los más evidentes -vestimenta, peinados, etc-, hasta los profundos que tienen que ver con un modelo de sociedad que cambió a ritmo de rock, folck protesta y pop en una década irrepetible y vertiginosa.
Desde el hilo argumental de las peripecias de un ser hecho a si mismo -y nunca mejor utilizado el adjetivo "self-made man"-, nos cuentan cómo se modificó el rol de la mujer laboral y familiarmente, el advenimiento de la televisión como motor de campañas publicitarias, pero también políticas y sociales, y la pérdida de la inocencia de una sociedad que en la década pasada vivió feliz en progreso tras la II Guerra Mundial y la guerra de Corea, y se encontró con Vietnam y las protestas ante la barbarie y las desigualdades raciales.
Todo ello está engarzado con primor, reflejado pero no subrayado toscamente a lo "Cuéntame". Weiner -ideólogo de la serie, gracias de corazón-, nos trata con inteligencia a los espectadores evitando la papilla explicativa y permitiendo que nos demos cuenta del paso de las cosas y tiempo relajadamente.
Todo cuidado con un cariño espectacular: el vestuario es de premio Oscar en cada capítulo, y creo que fueron noventa y dos maravillosas entregas; los diálogos irrepetibles, en especial los que entablan en su relación Don y Roger Sterling su "jefe?" / amigo / cualquier cosa. Y los personajes de la agencia, cada uno de ellos merecería por si solo una crítica de cinco párrafos: Peggy Olson como paradigma de la mujer fuerte que rompe esquemas, Joan Harris secretaria y dueña en la sombra de la agencia, y escultural sostén de todo lo que ocurre allí, Peter Campbell espejo deformado del propio Don, el excéntrico socio fundador Bertram Cooper, y un largo etcétera que me ahorro por no aburrir.
Mención aparte para las mujeres maravillosamente complejas que pasan por la vida de Don, en especial su primera esposa Betty Francis. Aparentemente de inicio en un rol de "mujer florero", su devenir en la serie es parte esencial de su éxito y calidad. Tampoco se queda atrás su segunda mujer Megan Calvet, que personifica también con acierto los cambios y la independencia de la mujer en esa época. Por último, del heterodoxo grupo de mujeres que pasan por la vida de Draper, destaco la empresaria judía Rachel Menken, casi la única que descifra la complejidad de Don y actúa en consecuencia ante la imposibilidad emocional del ego-hombre que es Donald Draper.
Las siete magníficas temporadas dan espacio suficiente para tratar muchos temas, y conocer mejor a los anteriormente citados personajes, y muchos otros que omito por falta de espacio que no de ganas. Diré que tardé mucho en empezar a verla porque "desde fuera" en apariencia puede parecer una cosa, y os aseguro a los/las afortunad@s que no la hayáis visto aún que es mucho más de lo que esperas. Infinitamente más.
En el spoiler destaco algunas escenas o capítulos que considero memorables tras acabar de ver la serie, pero cada cual tendrá los suyos, tan grande en calidad y cantidad de ellos como es esta maravilla de serie que es Mad Men.
Para terminar, diré que Don se ha encaramado en la segunda posición de mi pódium de personajes de series, y he visto unas cuantas...a la derecha de dios Tony Soprano, desbancando al tercer puesto al bueno de Walter White -sí, sí, en mi modesta opinión le supera por poco en el olimpo de caracteres televisivos inolvidables-.
Clase para dar y regalar, desde sus títulos de crédito, hasta la selección de canciones que cierran cada capítulo. Excelente, irrepetible, imprescindible. GRACIAS a todos los que la han hecho posible esta joya televisiva.
Nota: 9,5.
Pero no solamente eso: es el retrato de una época fascinante en cambios retratados con primor, desde los más evidentes -vestimenta, peinados, etc-, hasta los profundos que tienen que ver con un modelo de sociedad que cambió a ritmo de rock, folck protesta y pop en una década irrepetible y vertiginosa.
Desde el hilo argumental de las peripecias de un ser hecho a si mismo -y nunca mejor utilizado el adjetivo "self-made man"-, nos cuentan cómo se modificó el rol de la mujer laboral y familiarmente, el advenimiento de la televisión como motor de campañas publicitarias, pero también políticas y sociales, y la pérdida de la inocencia de una sociedad que en la década pasada vivió feliz en progreso tras la II Guerra Mundial y la guerra de Corea, y se encontró con Vietnam y las protestas ante la barbarie y las desigualdades raciales.
Todo ello está engarzado con primor, reflejado pero no subrayado toscamente a lo "Cuéntame". Weiner -ideólogo de la serie, gracias de corazón-, nos trata con inteligencia a los espectadores evitando la papilla explicativa y permitiendo que nos demos cuenta del paso de las cosas y tiempo relajadamente.
Todo cuidado con un cariño espectacular: el vestuario es de premio Oscar en cada capítulo, y creo que fueron noventa y dos maravillosas entregas; los diálogos irrepetibles, en especial los que entablan en su relación Don y Roger Sterling su "jefe?" / amigo / cualquier cosa. Y los personajes de la agencia, cada uno de ellos merecería por si solo una crítica de cinco párrafos: Peggy Olson como paradigma de la mujer fuerte que rompe esquemas, Joan Harris secretaria y dueña en la sombra de la agencia, y escultural sostén de todo lo que ocurre allí, Peter Campbell espejo deformado del propio Don, el excéntrico socio fundador Bertram Cooper, y un largo etcétera que me ahorro por no aburrir.
Mención aparte para las mujeres maravillosamente complejas que pasan por la vida de Don, en especial su primera esposa Betty Francis. Aparentemente de inicio en un rol de "mujer florero", su devenir en la serie es parte esencial de su éxito y calidad. Tampoco se queda atrás su segunda mujer Megan Calvet, que personifica también con acierto los cambios y la independencia de la mujer en esa época. Por último, del heterodoxo grupo de mujeres que pasan por la vida de Draper, destaco la empresaria judía Rachel Menken, casi la única que descifra la complejidad de Don y actúa en consecuencia ante la imposibilidad emocional del ego-hombre que es Donald Draper.
Las siete magníficas temporadas dan espacio suficiente para tratar muchos temas, y conocer mejor a los anteriormente citados personajes, y muchos otros que omito por falta de espacio que no de ganas. Diré que tardé mucho en empezar a verla porque "desde fuera" en apariencia puede parecer una cosa, y os aseguro a los/las afortunad@s que no la hayáis visto aún que es mucho más de lo que esperas. Infinitamente más.
En el spoiler destaco algunas escenas o capítulos que considero memorables tras acabar de ver la serie, pero cada cual tendrá los suyos, tan grande en calidad y cantidad de ellos como es esta maravilla de serie que es Mad Men.
Para terminar, diré que Don se ha encaramado en la segunda posición de mi pódium de personajes de series, y he visto unas cuantas...a la derecha de dios Tony Soprano, desbancando al tercer puesto al bueno de Walter White -sí, sí, en mi modesta opinión le supera por poco en el olimpo de caracteres televisivos inolvidables-.
Clase para dar y regalar, desde sus títulos de crédito, hasta la selección de canciones que cierran cada capítulo. Excelente, irrepetible, imprescindible. GRACIAS a todos los que la han hecho posible esta joya televisiva.
Nota: 9,5.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por citar momentos inolvidables: todas las juergas alcohólicas de las primeras temporadas de Don y Roger, las reuniones de las socios, las maldades de Betty contra Don utilizando todos sus recursos, el deseo sexual irrefrenable de Don para saciar su vacío existencial, los teje-manejes de Peter Campbell, todas las escenas de la ex mujer de Roger, la serenidad ardorosa de Joan Holloway, el capítulo entero del suicidio del socio Lane Pryce, la relación de Betty con los hijos de Don especialmente con Sally, el sexo omnipresente tratado con verosimilitud y estética, las escenas tremendas de soledad "elegida" por Peggy, la tontuna divertida general de Harry Crane el despreciado televisivo de la agencia, la escena con el mini-tractor en la agencia que le causa la amputación de parte del pie al socio británico, los flash backs de la infancia de Don, el momento de su robo de identidad en Corea, las escenas en Los Angeles, la visita de Roger y su ex mujer a la granja hippie de su hija, los mueble bares en cada despacho, las siestas de Don al llegar a la oficina...y mil cosas más!!!
20 de julio de 2010
20 de julio de 2010
42 de 71 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para mi, y afortunadamente para mucha otra gente, la serie "Los Soprano" es una de las mejores de la historia de la tv. Acabada esta gran serie, esperaba con mucho interés la nueva serie de los creadores de "Los Soprano". La verdad es que el argumento general de esta nueva serie, el mundo de la publicidad en los Estados Unidos de principios de los 60, no me parecía demasiado apasionante que digamos, pero, el hecho de ser la serie de quien era, y encima las alabanzas y premios que le otorgaron los críticos estadounidenses, hacia que mi interés y expectación creciera poco a poco y al final tuviera la seguridad de que la serie me iba a "enganchar". Cuando por fin pude ver el primer capitulo dije; bueno, es el primer capitulo y mas o menos estamos conociendo a los personajes y entrando en el "mundo" particular de la serie, así que voy a pasar por alto que me he aburrido como una ostra viéndolo y seguiré con los demás hasta que me enganche. Después de ver el segundo, ya tenia claro que esta nueva serie no me iba a apasionar tanto como "Los Soprano", porque tampoco me convenció, pero pensé que podía llegar a ser una serie aceptable que valdria la pena seguir...Desgraciadamente siguieron los capítulos y el aburrimiento casi continuo hasta el capitulo octavo, ya que ahí decidí definitivamente abandonarla porque a esas alturas esperar que llegara a engancharme era practicamente imposible...
No digo que sea una serie mala, puede que sea una serie de calidad como dicen los críticos USA, pero a mi no me gusta. Me parece una serie insulsa y aburrida en la que no pasa nada y lo poco que pasa tiene escaso interés. Eso si, tiene cosas muy logradas como la ambientacion de los años 60 en que transcurre la serie. Pero, como digo, a mi personalmente no me interesa y prefiero dedicar mi tiempo libre a ver otra cosa.
No digo que sea una serie mala, puede que sea una serie de calidad como dicen los críticos USA, pero a mi no me gusta. Me parece una serie insulsa y aburrida en la que no pasa nada y lo poco que pasa tiene escaso interés. Eso si, tiene cosas muy logradas como la ambientacion de los años 60 en que transcurre la serie. Pero, como digo, a mi personalmente no me interesa y prefiero dedicar mi tiempo libre a ver otra cosa.
14 de mayo de 2013
14 de mayo de 2013
16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
"¿Estás solo?" Con esta escueta y poderosa frase, tan socorrida por el subtexto del cine de autor y aludida en general, por el arte universal, cierra la magistral temporada número cinco de Mad Men. Al término, o mejor dicho, a media temporada cuatro parecía que el ciclo narrativo de la serie creada por Matthew Weiner se cerraba y sólo se dedicaba a reciclarse a sí mismo. Las vueltas de tuerca en las distintas subtramas se agotaban en virtud, no se sabe, si de un agotamiento intelectual de los encargados de los guiones o del material temático que puede proveer el mundo que retrata, el de la publicidad. Pero llegó la última temporada y rescató la humanidad de, prácticamente, todos y cada uno de los personajes que componen el universo fílmico de Mad Men.
Don Draper ha alcanzado por fin la opulencia, el glamour y la irresponsabilidad absoluta que supone la vida de millonario ejecutivo de la publicidad en un Manhattan que cambia a la velocidad de la luz. Su antigua vida en los suburbios era un lastre para su ambición. Situación en la que ahora Pete Campbell aparece empantanado, sabedor de que, para los estándares formales de lo que un verdadero hombre debe ser en esa época, el hogar suburbano le aporta poco menos que nada. Don, ya lo sabemos, es incapaz de amar. A pesar de que su flamante esposa, Megan, se diferencia de Betty en que no es una ama de casa reluciente y abnegada, sino una mujer de la "liberación", bilingüe y con aspiraciones profesionales, él sigue pensando en ella como un artículo de lujo qué presumir, como el Jaguar que, descaradamente, compra por un "paseo" de forma arrogante en algún capítulo de media temporada.
Don, sin embargo, advierte una terrible verdad, la verdad del cambio. Los Estados Unidos que él conoció y vivió a través de su infancia en el medio oeste, la guerra de Corea y su matrimonio por conveniencia con Anna se derrumban indisolublemente. En este sentido, ni siquiera el cine de aquella época logró retratar con tanta sabiduría la década de los sesenta y su impacto en la cultura occidental. Tuvieron que llegar diez años después los Altman, los Scorsese, los Lumet, los Coppola y los Allen para poner al día la cinematografía norteamericana y traducir la "nouvelle vague" francesa y el neorrealismo italiano al lenguaje anglosajón para plasmar la crisis civilizatoria. De ellos bebe directamente Matthew Weiner y su "Mad Men". Como bien apunta Daniel Krauze en una crítica publicada en Letras Libres, "el mundo de ensueño de la primera mitad de los sesenta se ha esfumado y ahora hay una especie de temor y reticencia a la destrucción del sueño americano.... en la suciedad con que Sally (hija de Don) identifica las calles de Nueva York se vislumbra el mundo sombrío de Travis Bickle y Scorsese en Taxi Driver..."
Me gustaría trazar además una comparación que, con toda seguridad, será calificada de osada. La quinta temporada de Mad Men ha venido a encumbrar a Don Draper como el prototipo del hombre occidental del siglo XX, a tal grado, que lo pone a la altura de lo que representó en su momento Michael Corleone. La odisea vital de Draper es equiparable a la del mítico personaje encarnado por Al Pacino, con la ligera diferencia de que Corleone heredó su imperio, en tanto que el primero lo ha construido desde los cimientos. ¿No sería entonces más útil una comparación con el patriarca de la familia mafiosa, Vito Corleone? No, porque Vito, a pesar de estar chapado a la antigua como Draper, no pasa por la decadencia moral que supone la actividad ilícita que representa, es más, jamás la advierte a su alrededor. En cambio, su hijo Michael y Don se regodean de ella, son arquetipos de un monstruo leviatánico que se destruye construyéndose, si vale la ironía. Ambos conocen al dedillo la naturaleza del poder, ambos crecen materialmente mientras emocionalmente su mundo se hace pedazos, y finalmente, ambos han comprendido que no hay marcha atrás, que hay algo de definitivo en ese trazo histórico de la construcción de sus respectivos mundos que impide cualquier duda o trastabilleo, aún cuando esto vaya en contra de la bondad y la justicia, conceptos que sólo les sirven para soñar con lo que pudo ser. Don Draper y Michael Corleone son, en realidad, la verdadera cara del Tío Sam.
Mención aparte merece el trabajo de los guionistas durante la última temporada de la serie. Han refrescado y dignificado a cada uno de los personajes (por así decirlo, secundarios), perdidos algunos en entregas anteriores. El peso de Peggy en la trama se reduce pero, paradójicamente, aumentan las posibilidades histriónicas de Elizabeth Moss, enfrentada a la confirmación definitiva del papel marginal de la mujer en el boom del sistema, Campbell, como decíamos, se encuentra atrapado en la solitud y aburrimiento que le proporciona su hogar de los suburbios, Sterling, sorprendentemente, encabeza la incursión de la serie en el tema de la explosión del consumo de drogas sintéticas de la época (un capítulo perturbador y fascinante), Joan intenta su propia liberación con decepcionantes resultados, Megan es un constante vaivén entre un escaparate de Don y la repulsión al confinamiento doméstico, Betty expone la angustia que la banalidad provoca en la sociedad de consumo,Sally compone la arquetípica pérdida de la inocencia (otra gran metáfora) y Lane, el melancólico y flemático Lane, pone el acento sobre la desilusión que provoca el fracaso, anatema del paradigma imperante en Madison Avenue.
Don Draper ha alcanzado por fin la opulencia, el glamour y la irresponsabilidad absoluta que supone la vida de millonario ejecutivo de la publicidad en un Manhattan que cambia a la velocidad de la luz. Su antigua vida en los suburbios era un lastre para su ambición. Situación en la que ahora Pete Campbell aparece empantanado, sabedor de que, para los estándares formales de lo que un verdadero hombre debe ser en esa época, el hogar suburbano le aporta poco menos que nada. Don, ya lo sabemos, es incapaz de amar. A pesar de que su flamante esposa, Megan, se diferencia de Betty en que no es una ama de casa reluciente y abnegada, sino una mujer de la "liberación", bilingüe y con aspiraciones profesionales, él sigue pensando en ella como un artículo de lujo qué presumir, como el Jaguar que, descaradamente, compra por un "paseo" de forma arrogante en algún capítulo de media temporada.
Don, sin embargo, advierte una terrible verdad, la verdad del cambio. Los Estados Unidos que él conoció y vivió a través de su infancia en el medio oeste, la guerra de Corea y su matrimonio por conveniencia con Anna se derrumban indisolublemente. En este sentido, ni siquiera el cine de aquella época logró retratar con tanta sabiduría la década de los sesenta y su impacto en la cultura occidental. Tuvieron que llegar diez años después los Altman, los Scorsese, los Lumet, los Coppola y los Allen para poner al día la cinematografía norteamericana y traducir la "nouvelle vague" francesa y el neorrealismo italiano al lenguaje anglosajón para plasmar la crisis civilizatoria. De ellos bebe directamente Matthew Weiner y su "Mad Men". Como bien apunta Daniel Krauze en una crítica publicada en Letras Libres, "el mundo de ensueño de la primera mitad de los sesenta se ha esfumado y ahora hay una especie de temor y reticencia a la destrucción del sueño americano.... en la suciedad con que Sally (hija de Don) identifica las calles de Nueva York se vislumbra el mundo sombrío de Travis Bickle y Scorsese en Taxi Driver..."
Me gustaría trazar además una comparación que, con toda seguridad, será calificada de osada. La quinta temporada de Mad Men ha venido a encumbrar a Don Draper como el prototipo del hombre occidental del siglo XX, a tal grado, que lo pone a la altura de lo que representó en su momento Michael Corleone. La odisea vital de Draper es equiparable a la del mítico personaje encarnado por Al Pacino, con la ligera diferencia de que Corleone heredó su imperio, en tanto que el primero lo ha construido desde los cimientos. ¿No sería entonces más útil una comparación con el patriarca de la familia mafiosa, Vito Corleone? No, porque Vito, a pesar de estar chapado a la antigua como Draper, no pasa por la decadencia moral que supone la actividad ilícita que representa, es más, jamás la advierte a su alrededor. En cambio, su hijo Michael y Don se regodean de ella, son arquetipos de un monstruo leviatánico que se destruye construyéndose, si vale la ironía. Ambos conocen al dedillo la naturaleza del poder, ambos crecen materialmente mientras emocionalmente su mundo se hace pedazos, y finalmente, ambos han comprendido que no hay marcha atrás, que hay algo de definitivo en ese trazo histórico de la construcción de sus respectivos mundos que impide cualquier duda o trastabilleo, aún cuando esto vaya en contra de la bondad y la justicia, conceptos que sólo les sirven para soñar con lo que pudo ser. Don Draper y Michael Corleone son, en realidad, la verdadera cara del Tío Sam.
Mención aparte merece el trabajo de los guionistas durante la última temporada de la serie. Han refrescado y dignificado a cada uno de los personajes (por así decirlo, secundarios), perdidos algunos en entregas anteriores. El peso de Peggy en la trama se reduce pero, paradójicamente, aumentan las posibilidades histriónicas de Elizabeth Moss, enfrentada a la confirmación definitiva del papel marginal de la mujer en el boom del sistema, Campbell, como decíamos, se encuentra atrapado en la solitud y aburrimiento que le proporciona su hogar de los suburbios, Sterling, sorprendentemente, encabeza la incursión de la serie en el tema de la explosión del consumo de drogas sintéticas de la época (un capítulo perturbador y fascinante), Joan intenta su propia liberación con decepcionantes resultados, Megan es un constante vaivén entre un escaparate de Don y la repulsión al confinamiento doméstico, Betty expone la angustia que la banalidad provoca en la sociedad de consumo,Sally compone la arquetípica pérdida de la inocencia (otra gran metáfora) y Lane, el melancólico y flemático Lane, pone el acento sobre la desilusión que provoca el fracaso, anatema del paradigma imperante en Madison Avenue.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Si hasta ahora Mad Men había mostrado con singular ingenio y maestría una recreación de época perfecta, en esta ocasión se ha propuesto romper con ese molde y, escarbando en la precisión narrativa, entregar la inmolación de ese "efectismo" que corría el riesgo de sepultar sus aspiraciones a suceder a los Soprano (y con toda seguridad, a los Simpsons) como los ejercicios críticos de más importancia que se hayan proyectado en un televisor. Weiner y los suyos corrigieron a tiempo. Corrección que no cabe esperar en Don Draper, amo y señor de Madison Avenue, quien, en una escena sensacional que resume todo lo que fue la quinta temporada, se aleja de un colorido (por falso) set de televisión, da un beso a una Megan caracterizada como una especie de princesa (una puta de Babilonia, ataviada con ajuares, la puta de Don) para ingresar en una penumbra absoluta, la oscuridad de la soledad que le será revelada en la pregunta final: "¿estas solo?". En realidad Weiner nos pregunta a nosotros, su audiencia. Y es aquí donde la risa cínica y el trago de whiskey se convierten en una herramienta escalofriante, y no queda sino rendirnos ante una obra maestra absoluta.
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