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El valle de los placeres

Comedia. Drama La historia sobre los problemas y ventajas de un trio femenino de rock para conseguir un lugar en el panorama de finales de los sesenta... En su primera película para un gran estudio, Meyer simplemente hizo lo que había venido ofreciendo durante años (esto es: chicas neumáticas, diálogos delirantes e incorrectos -escritos por el famoso crítico de cine americano Roger Ebert-, además de sexo y drogas por doquier) pero a lo grande. Así ... [+]
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Críticas 7
Críticas ordenadas por utilidad
22 de mayo de 2021
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¿Los Angeles?, ¡cuánta polución! ¡Qué va!, ¡todo es emoción!
¡No hay cultura! ¡Eso mola, vaya locura!
¡Enfermiza, sin razón! ¡Qué paliza, corazón!
¡Cruel y despiadada! ¡Y menuda gozada!
¡Cuantos chiflados! ¡Pues venga, vamos!

Se inicia el viaje en unos mediados de los '60 donde el cine no estaba pasando por una buena racha, sobre todo las grandes productoras, que sacrificaron sus sistemas tradicionales confiando en pequeños directores cuyos trabajos se convertían en auténticos éxitos de taquilla ("Easy Rider" como mejor ejemplo); de esta peculiar situación se atisba algo tan increíble como ver a Russ Meyer, el mago de libertinaje y la inmoralidad que sacó de quicio a todo el sector conservador de EE.UU., ocupando las filas de 20th Century Fox. En un principio Jacqueline Susann ofreció a éstos la posibilidad de hacer una secuela de la tan lucrativa adaptación de "El Valle de las Muñecas"...
Sin embargo el presidente Richard Zanuck acabó desechando ese guión y, tras quedar impresionado con "Cherry, Harry y Raquel", que estaba obteniendo unos altos beneficios pese a su calificación "X", ficha a aquél y le da carta blanca para escribir algo similar al film de Mark Robson, suponiendo todo un triunfo personal tras dos décadas de ser considerado un mero pornógrafo y una amenaza por las productoras y críticos de Hollywood. Pero el muy inteligente Meyer, y su amigo Roger Ebert (entonces joven crítico del Chicago Sun Times), que iba a ejercer de guionista, después de ver la película original, empezaron a estudiar sus claves, trama y personajes.

Y en lugar de plantearse una secuela "seria" dan a Zanuck y David Brown una especie de versión satírica y excesiva de la misma; éstos, que se enfrentarán a una demanda millonaria de Susann siendo el primero despedido poco después de Fox, dan luz verde al proyecto y la oportunidad a Meyer de manejar un presupuesto millonario. Los pobres no sabían donde se metían, ni tampoco nosotros, que somos engañados ya desde ese prólogo cuyas imágenes son en realidad las del brutal clímax final y donde se avisa que en efecto no vamos a ver una secuela de la novela.
En su lugar conocemos a Kelly, Casey y "Pet", alocados trasuntos de las Anne, Jennifer y Neely de "El Valle...", integrantes de un grupo de "pop rock" de relativo éxito que, junto a su manager Harris (y amante de Kelly) dejan las carreteras polvorientas para buscar el éxito en Los Angeles (y como la gran mayoría, hallarán de todo menos eso...). Así el director también deja sus habituales entornos desérticos y se mete en la ciudad con la fuerza de un ciclón, arrasándolo todo a su paso. Una de sus virtudes es que jamás le importó lo que contaba, sino lo que mostraba y cómo lo hacía.

En esta ocasión él y Ebert capturan al vuelo el desencanto del momento, cuando las jóvenes generaciones se estaban enfrentando al terrible final de la década viendo cómo se separaban los Beatles, Richard Nixon era elegido presidente, Brian Johnson moría ahogado en su piscina y por supuesto Vietnam, siempre Vietnam. Dejando atrás las nubes de LSD ya evaporadas y fracasando al creer en ideales aplastados por la violencia social, todos se precipitaron al vacío y sólo les quedó entregarse a la misma vida a la que caen las protagonistas.
La fiesta en casa del productor musical Ron Barzell es el punto de inflexión de un guión deliberadamente tramposo cuyos artífices se regodean en su caótico desarrollo y ritmo narrativo endiablado, dedicándose a abrir multitud de subtramas alrededor del trío de muchachas y de otros secundarios para acabar en callejones sin salida que son resueltos por medio de una violenta tragedia (inspirándose Ebert para esto en la tradición dramática "shakespeariana"). Y entre las muchas que hay tenemos: el romance fatal de Harris y Kelly, una intriga entre ésta y el abogado de su tía Susan por una herencia; el embarazo y aborto de Casey; la infidelidad de "Pet" con un boxeador o el matrimonio entre Susan y Baxter (que remite al de Anne y Lyon Burke y lo finaliza satisfactoriamente).

Amplio catálogo de personajes que no sólo ridiculizan y radicalizan a los estereotipos melodramáticos, sino a individuos reales, por lo que el ataque resulta más significativo (el poderoso abogado conservador Charles Keating con el rostro de Porter Hall, o el productor Phil Spector, parodiado en Barzell), hasta el punto de convertirlos en grotescas caricaturas, reflejo a un tiempo de la extravagancia y la decadencia del mundo del éxito (el de Hollywood en especial) y esas clases altas que patéticamente han querido sumarse al movimiento contracultural.
La clave de tal ridiculización está en cómo Ebert imaginó unos diálogos tan descaradamente pretenciosos pero brutalmente frescos, llenos de argot, y al mismo tiempo empujar Meyer a los actores a recitarlos con una gravedad literaria propia de Eugene O'Neill (algo que les descolocó bastante); pero lo más irónico es que aquél concede a éstos grandes tramas dramáticas y una profundidad psicológica y emocional como nunca antes había hecho (es increíble el modo en que esta obra no se avergüenza un segundo al contradecir todo el rato sus principios), sin olvidar ni paliar a los conocidos arquetipos de su cine.

(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)

Meyer ya estaba en la cima del Mundo, y con su obra, superior a la de Robson (al menos es honesta), creó el epítome del exceso cinematográfico en todos los sentidos, por lo que no tardó en ser elevada al estatus de culto, hasta considerarse de importancia vital en la Historia del cine americano moderno.
Pocas veces resultó tan obscenamente divertido descender a los más enfermizos abismos del mundo del éxito y la fama, y pese a salir extasiados, merece la pena dejarse absorber por la colorida ilógica de las alucinatorias y sofisticadas esferas de "El Valle de los Placeres", pues no es una película que haya que entender, sino una experiencia que hay que sentir.
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Chris Jiménez
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27 de noviembre de 2023
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A juzgar por las puntuaciones de Filmaffinity, en la actualidad Russ Meyer es un director poco conocido y hasta despreciado por el público cinéfilo medio. Sólo Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965), su película más vista, supera el 6 de nota. El resto de su longeva producción oscila entre el aprobado y el suspenso, y no es raro leer reseñas de usuarios que, todavía hoy, se centran únicamente en la crítica de lo que en su tiempo fue el principal reclamo en taquilla: la omnipresencia en su cine de mujeres con grandes pechos, figuras explotadas por la mirada heterosexual del hombre. Ello llevaría a Meyer a conseguir cuantiosos beneficios económicos y, eventualmente, hasta a firmar por una gran productora como 20th Century Fox -que valoraba su eficiencia y rentabilidad-; pero también a que su erotismo, enmarcado en el «destape» de los años 70 del siglo pasado, sea tildado de misógino, vacuo y simple, y algo a enterrar para las nuevas generaciones.

En este sentido, sin embargo, el mismo Meyer pudo responder a este tipo de críticas, que trivializan la importancia de una obra cuyo lugar en la historia del cine va mucho más allá de expresar cierta imagen del deseo masculino (algo que, por otro lado, tampoco sería moco de pavo). Cuando una mujer enfadada le acusó, en un coloquio, de no ser más que «a breast man», el bueno de Russ respondió: «That’s only the half of it.» A mí también me lo parece. Para empezar, es cierto que en sus películas el director proyectó una y otra vez sus fantasías e ideales eróticos particulares, hecho que podía encajonar a la mujer en un tipo de objeto sexual; pero también lo es que los hombres y la cultura patriarcal estadounidense de la época aparecen igualmente caricaturizados, relativizados, empequeñecidos; en cambio, las actrices y personajes femeninos de sus filmes cobraban una fuerza y una agencia sexuales inauditas en el cine mainstream, hasta el punto de invertir los roles de género tradicionales, y que deberían considerarse históricamente emancipadoras [1].

Estos árboles, por otro lado, no deberían ocultarnos el resto de bosque: Meyer fue, en general, un autor de gran talento, evidente pese a la falta de medios; no en vano su sentido de la fotografía, del montaje o de la cinematografía, aspectos todos ellos de los que se encargaba personalmente, le llevaron a ser apodado «el Fellini del sexploitation». Y su trato del «Nudie», género cercano al «porno softcore», siempre se desarrolló sinérgicamente con su voluntad de analizar de forma crítica, y con una envidiable soltura y perspicacia, numerosos comportamientos y creencias estandarizados de su sociedad; algo en lo que tuvo que ver, por supuesto, su colaboración ocasional con el legendario crítico de cine Roger Ebert, que se ocupó de realizar diversos guiones para el director. Y es que, como Quentin Tarantino ha afirmado en su recomendable libro Meditaciones de Cine, Russ Meyer fue fundamentalmente «un cineasta de la contracultura», alguien que deconstruyó sistemáticamente los géneros sobre los que trabajó, que permeó de ironía y comicidad todo aquello que hizo aparecer en pantalla y a quien debemos interpretar siempre, por lo tanto, en distintos niveles.

A pesar de no ser, esta, una opinión unánime [2], el ejemplo más sobresaliente de lo que comento tal vez se encuentre precisamente en esta estrambótica, psicodélica pero imprescindible película que es Beyond The Valley of the Dolls (1970). Menos explícita -por presiones externas- pero no menos cargada sexualmente que otras, más compleja pero no más suave discursivamente, por algo Meyer la consideró su obra definitiva. En ella, fue capaz de unir la tradición melodramática de Douglas Sirk con la estética camp, vanguardista y underground de Kenneth Anger o John Waters. Llevó hasta donde pudo la política moral de una de las «Majors», de la cual saldría más tarde para volver a las pequeñas producciones independientes, que podía controlar plenamente a su gusto, pero en las que también debía sufrir limitaciones.

En realidad, tal vez la mayor prueba del interés de Meyer en el presente se encuentre en el hecho de que, tras tantos años, sigue a caballo en las fronteras de lo aceptado, horma en el zapato de lo normativo y de lo comprensible. Es el único director que conozco que, al mismo tiempo, aparece en la prestigiosa Criterion Collection o en el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA) y en páginas web porno piratas [3]; alguien cuya creatividad y cuyo atrevimiento destruyeron, así, los límites entre erotismo y pornografía, tabú en nuestra sociedad, al mismo tiempo más hipócrita e hipersexualizada que la de su tiempo -y tabú también, como he comentado con anterioridad, en Filmaffinity [*]-. Me repito: sería de gran provecho (y muy placentero) para una adecuada comprensión del cine convencional, de lo pornográfico y de eso tan complejo y sofisticado que es la sexualidad humana que intentáramos agarrarnos a la brillante estela de Meyer, entre otros, e ir «más allá» de las categorizaciones en las que nos hemos estancado; Beyond the Valley of the Dolls, con sus 53 «years young», es un excelente punto de partida.
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Joe K
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