Veinticuatro ojos
Drama
1928. En la idílica isla rural de Shodoshima, la joven, brillante y motivada maestra Hisaki Oishi empieza por primera vez su tarea de profesora a cargo de doce niños de primaria, los inocentes y entrañables veinticuatro ojos que la mirarán en su primer año formativo de escuela. Al principio, los métodos de enseñanza poco ortodoxos de la nueva maestra y su moderna visión de chica de ciudad provocan cierto recelo en la comunidad pero ... [+]
16 de enero de 2017
16 de enero de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Unos niños cantores, una profesora en una bicicleta y una guerra que se lo llevó todo. Todo menos los recuerdos. Todo menos la esperanza.
Porque no hace falta mostrar una guerra para hablar de ella. Porque a veces es necesario ver el mundo con otros ojos. Porque ver crecer a estos niños puede hacer mucho daño. Porque al final solo queda el dolor por lo que quedó atrás, y la esperanza de que no se vuelva a repetir.
Porque no hace falta mostrar una guerra para hablar de ella. Porque a veces es necesario ver el mundo con otros ojos. Porque ver crecer a estos niños puede hacer mucho daño. Porque al final solo queda el dolor por lo que quedó atrás, y la esperanza de que no se vuelva a repetir.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La escena en la que los niños salen en busca de su pequeña profesora, es realmente emotiva. Se vuelve difícil no llorar con ella.
21 de junio de 2017
21 de junio de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que nunca he visto una película tan bonita y en la que haya llorado tanto. Para mí es una película de nueve sobre diez. Totalmente recomendable si te gusta de vez en cuando sufrir con la tristeza y la alegría que transmite esta obra maestra.
15 de mayo de 2022
15 de mayo de 2022
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay narraciones que fluyen como el agua, como si se la mirada se deslizara en un transcurso, que es maridaje. Hay cambios, pero hay constantes, no la de las piedras, las de las rígidas tradiciones sino la del flujo que acoge y avanza. Hay películas en las que te meces, empapado con esa serenidad que ilumina las lágrimas que surcan la piel dejando heridas invisibles. Es el caso de la hermosa Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954), de Keisuke Kinoshita, cineasta que tuvo su considerable prestigio en Japón en las décadas de los cuarenta a los sesenta (de hecho, esta película fue votada entre las diez mejores películas japonesas en la lista realizada por varios críticos japoneses en 1999). La acción dramática abarca 18 años, desde 1928 a 1946; los saltos en el tiempo nos hacen sentir tanto las transformaciones como la erosión de su paso, las heridas y pérdidas, lo que fue y lo que no pudo ser. El tiempo discurre, los cuerpos cambian, las emociones se escoran con el peso de las lágrimas, y los cantos se entrecortan. La narración transcurre como una armonía que, pese a todo, pese a los escollos y embarrancamientos y naufragios de la vida, mantiene la proa enfilada hacia el horizonte, como ese inmarchitable amor entre la maestra Hisaki ( excepcional Hideko Takamine) y sus alumnos, los doce, esos veinticuatro ojos que empezó a alumbrar cuando eran sólo unos niños.
En las primeras secuencias, Hisaki es una recién llegada, ya que sustituye a la anterior profesora. A ojos de los habitantes de la isla de Shodoshima es una anómala irrupción, una mujer en bicicleta, que viste como los extranjeros, como los hombres, con traje y chaqueta. Hisaki mantendrá siempre combativo su talante nada subordinado a las tradiciones o convenciones (es una mujer que avanza), lo que suscitará que haya momentos en que sus superiores le llamen la atención, remarcándole la actitud amordazada: No digas nada. No mires, ni oigas ni hables. Hisaki no comparte los valores que incitan a los hombres a que sirvan a su patria en el ejército, institución a la que no tiene mucho aprecio. También no dejará de oponerse a la idea de la guerra, como se alegrará de que termine, cuando, según aquellos apegados a unos valores tradiciones, debería afectarle la derrota. Para quien la guerra es muerte, pérdidas, no hay honores ni orgullos que valgan. La guerra se llevó a los seres queridos, a su marido, a los que fueron sus alumnos, y algunos no volverán. Precisamente su marido ironizaba con que no acabará con las guerras poniendo un puesto de dulces. La resignación (enmascarada con el sentido realista) de él le llevará a la muerte; el inconformismo de ella, por ingenuo que sea, la mantendrá firme ante los embates de los desatinos humanos.
En las primeras secuencias, Hisaki es una recién llegada, ya que sustituye a la anterior profesora. A ojos de los habitantes de la isla de Shodoshima es una anómala irrupción, una mujer en bicicleta, que viste como los extranjeros, como los hombres, con traje y chaqueta. Hisaki mantendrá siempre combativo su talante nada subordinado a las tradiciones o convenciones (es una mujer que avanza), lo que suscitará que haya momentos en que sus superiores le llamen la atención, remarcándole la actitud amordazada: No digas nada. No mires, ni oigas ni hables. Hisaki no comparte los valores que incitan a los hombres a que sirvan a su patria en el ejército, institución a la que no tiene mucho aprecio. También no dejará de oponerse a la idea de la guerra, como se alegrará de que termine, cuando, según aquellos apegados a unos valores tradiciones, debería afectarle la derrota. Para quien la guerra es muerte, pérdidas, no hay honores ni orgullos que valgan. La guerra se llevó a los seres queridos, a su marido, a los que fueron sus alumnos, y algunos no volverán. Precisamente su marido ironizaba con que no acabará con las guerras poniendo un puesto de dulces. La resignación (enmascarada con el sentido realista) de él le llevará a la muerte; el inconformismo de ella, por ingenuo que sea, la mantendrá firme ante los embates de los desatinos humanos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La narración, con una arrebatadora delicadeza, relata el descarnado y áspero trayecto de unas vidas, quebradas por imprevistos accidentes, los que se llevan una vida, o los que determinan un giro brusco en una existencia, como la alumna que tiene que ser adoptada, y trabajar en un bar: el cruce de miradas entre ella e Hisaki es como una grieta que se expande irremisiblemente; de ahí la soberana belleza del reencuentro una decena de años después, en las conmovedoras secuencias finales, en las que se reúne la profesora con los alumnos supervivientes. El rostro de Hisaki parece cargar en su gesto, en sus arrugas, todo las heridas que ha recibido el amor que ha sentido, y entregado, por esos niños que impulsó al mundo (como si fueran parte de sus entrañas), con los que cantaba en las excursiones; en un caso, como la locomotora de un tren, entre almendros en flor, figura recurrente en el escenario: símbolo del renacimiento de la naturaleza y de la delicadeza.
Hay un uso de las canciones, como luz de armonía y unión, que evocan al empleo que hacía de las mismas John Ford, o luego Terence Davies, como esa emoción que brota soberana, como catarsis doliente, en detalles como sus lágrimas ante la tumba de aquel que cuando era niño, en una excursión (en un barco, sobre las aguas del río), llevaba unas zapatillas de talla más grande, lo que suscitó la sonrisa de todos, y sus nuevos alumnos, ahora, comienzan a llamarla llorona ( como aquellos primeros la llamaban guijarro; porque su nombre quiere decir piedra grande, y ella es menuda), y en un instante las lágrimas se tornan sonrisas, o se funden en los mismos rasgos, los de la vida; o esa bicicleta que le regalan al final los alumnos ya adultos, esa bicicleta con la que surcará los campos, bajo la lluvia, en las secuencias finales, porque su vocación, su vida, es la entrega a unos alumnos a los que siempre intentó despertar su mirada, con los que sufrió porque tuvieran que plegarse a unas rígidas y retrogradas tradiciones (que encalla y oprime en sus roles a hombres y mujeres) y a los que siempre intento infundir un generoso cariño como si fuera su madre, como si fuera el acogedor y nutriente flujo del agua que no cesa en su avance .
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Hay un uso de las canciones, como luz de armonía y unión, que evocan al empleo que hacía de las mismas John Ford, o luego Terence Davies, como esa emoción que brota soberana, como catarsis doliente, en detalles como sus lágrimas ante la tumba de aquel que cuando era niño, en una excursión (en un barco, sobre las aguas del río), llevaba unas zapatillas de talla más grande, lo que suscitó la sonrisa de todos, y sus nuevos alumnos, ahora, comienzan a llamarla llorona ( como aquellos primeros la llamaban guijarro; porque su nombre quiere decir piedra grande, y ella es menuda), y en un instante las lágrimas se tornan sonrisas, o se funden en los mismos rasgos, los de la vida; o esa bicicleta que le regalan al final los alumnos ya adultos, esa bicicleta con la que surcará los campos, bajo la lluvia, en las secuencias finales, porque su vocación, su vida, es la entrega a unos alumnos a los que siempre intentó despertar su mirada, con los que sufrió porque tuvieran que plegarse a unas rígidas y retrogradas tradiciones (que encalla y oprime en sus roles a hombres y mujeres) y a los que siempre intento infundir un generoso cariño como si fuera su madre, como si fuera el acogedor y nutriente flujo del agua que no cesa en su avance .
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
6 de agosto de 2024
6 de agosto de 2024
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Plantear una película así merece todo nuestro respeto. Para empezar, hay que entender lo que podía sentir cualquier cineasta de Japón, lo mismo que cualquier ciudadano, cuando miraba atrás para observar el sufrimiento de esa generación que siendo niños pasaron de la paz a la guerra para luego sobrevivir en una patria arrasada. Los niños que crecen de la mano de esa profesora, Hideko Takamine, la musa de Naruse, nuestra musa también, viven momentos que recordarán siempre.
Todo son etapas, nosotros mismos, niños occidentales blancos tendremos nuestros recuerdos de nuestra infancia en el colegio. Ese grupo de niños tienen una foto para siempre, una visita inesperada a su profesora que los va a unir para siempre. Cuando somos niños todo debe ser cantar y ser feliz. El tiempo pasa, seguirán acudiendo a las canciones, como la película, que transcurre en un fluir que el cine japonés nos tiene acostumbrados. Los niños crecen y sufrirán una guerra, una posguerra y no todos vivirán para recordar esa foto. No obstante, el drama es imposible esquivar. Hablamos de un país arrasado. Todos sufrían, la profesora y los niños no tan niños ya. ¿Quién no perdió a un hermano, a un hijo, a unos padres?
Ese trascurrir sin brusquedad no ahorra momentos clave, una niña que tiene que dejar el pueblo y es adoptada y recibe la visita de su maestra, la bicicleta, claro, la bicicleta, las acusaciones de comunismo y su innegociable pedagogía. ¿Qué hace esa mujer vestida de occidental en bicicleta?; es ella, Hideko Takamine, sí, una profesora inolvidable en una película inmensa que está a la altura de los títulos de los directores más conocidos.
Todo son etapas, nosotros mismos, niños occidentales blancos tendremos nuestros recuerdos de nuestra infancia en el colegio. Ese grupo de niños tienen una foto para siempre, una visita inesperada a su profesora que los va a unir para siempre. Cuando somos niños todo debe ser cantar y ser feliz. El tiempo pasa, seguirán acudiendo a las canciones, como la película, que transcurre en un fluir que el cine japonés nos tiene acostumbrados. Los niños crecen y sufrirán una guerra, una posguerra y no todos vivirán para recordar esa foto. No obstante, el drama es imposible esquivar. Hablamos de un país arrasado. Todos sufrían, la profesora y los niños no tan niños ya. ¿Quién no perdió a un hermano, a un hijo, a unos padres?
Ese trascurrir sin brusquedad no ahorra momentos clave, una niña que tiene que dejar el pueblo y es adoptada y recibe la visita de su maestra, la bicicleta, claro, la bicicleta, las acusaciones de comunismo y su innegociable pedagogía. ¿Qué hace esa mujer vestida de occidental en bicicleta?; es ella, Hideko Takamine, sí, una profesora inolvidable en una película inmensa que está a la altura de los títulos de los directores más conocidos.
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