Un mundo que cuelga en mitad del abismo, cuyos habitantes, vistos desde la perspectiva del universo, se comportan como hormigas descerebradas, matándose por ver quién lleva la razón sobre quién o qué les creó, y en ese trajín sangriento que se traen no son capaces ni de mirar al cielo para estudiar un atisbo de la auténtica verdad. Esta es la gran ironía que dirige el argumento de Ágora, sin duda la gran película que Amenábar había deseado dirigir desde sus tiempos de universitario, cuando estudiaba filosofía como Hypatia, y, quizá también como Hypatia, se sentía desplazado por su notable inteligencia y su especial sensibilidad. Mucho tiene de autobiográfica esta película, me temo. Tanto, que quizá el director se haya excedido en volcar en ella sus vivencias sensitivas y románticas (todas disfrazadas, claro está) y haya dejado a un lado el impecable tratamiento que ha sabido otorgar a proyectos anteriores. Cosa que a mí no me parece censurable, pero que sí perjudica a mi parecer a una obra que podría haber sido maestra si se le hubieran atado un poco las riendas a sus pasiones.

Por supuesto que no deja de ser una película maravillosa, y de ahí mi nota. Pero se atranca en ocasiones y resulta tediosa en otras. Está rodada con una sobriedad exquisita, y Amenábar vuelve a demostrar que es un excelente director de actores, y que sabe exprimir a tope su talento. Todos se vuelcan y transmiten ilusión en el proyecto.

Una obra recomendable para todos aquellos que quieran salir pensando del cine. Pensando en un conflicto que sigue atormentando a las religiones del mundo hoy en día. Ágora es un alegato del director para poner a la Humanidad en nuestro sitio, que es en medio de una inmensa grandiosidad, donde todas nuestras guerras resultan ser fruto de la ignorancia y la soberbia. Y donde el único camino para encontrar la paz es la ciencia y el intelecto. Es decir, todo un himno gafapasta que deleitará a los ratones de biblioteca. Habría sido una película redonda si Amenábar hubiera añadido unas gotitas de su talento para el suspense. Pero me da la impresión de que él no quería hacer una peli redonda, sino más bien... ¿elíptica?

Está claro que el creador de este nuevo pegote a la franquicia iniciada por James Cameron allá por el 1984 era el que más disfrutaba tirando los petardos en las fiestas de su pueblo. El señor McG (si eso es un nombre que baje Dios y lo vea) me ha tenido mareado tres cuartos de película con una fotografía de feriante y un pitote de subes y bajas, tiras y explotas acojonante. La estética del videojuego (y del videoclip) ha infectado una saga que comenzó haciéndonos reflexionar y termina como una montaña rusa. Técnicamente intachable. Pero atención: ésta es una película con sorpresa. Y lo único que la salva de su hecatombe son los homenajes al pasado.

Comenzando con el primero y más importante: McG dedica su obra a Stan Winston, el padre todopoderoso del maquillaje, creador de criaturas como Depredador, los dinosaurios de Parque Jurásico o el propio Terminator. Muy loable. Y continuando con una serie de guiños a las primeras películas de Cameron, tributos que se van haciendo cada vez más grandes hasta abarcar y llenar de sentido toda la poca historia que nos estaban contando. Terminator Salvation va ganando interés hasta el clímax de una penúltima escena que consigue (casi) igualar el final terrorífico y despiadado del film primigenio. Llegados a este punto, el director reconoce que nada nuevo nos puede enseñar, así que nos permite regocijarnos con una lucha apasionante y un nostálgico y vigoréxico cameo. Es entonces cuando todo resucita por unos minutos y la hace ganar puntos.

Para los ochenteros y fans de la saga, será placentero volver a escuchar la voz de Linda Hamilton, temblar con las pupilas rojas de los robots asesinos, e incluso ver a Michael Ironside ("V", "Desafío total") de nuevo en forma. Para nuevos espectadores, se recomienda un buen repaso a las anteriores y una cajita de aspirinas a mano.

Película de espías que se aleja bastante de esa imagen heroica e infrahumana que nos han ofrecido Bond y Bournes varios para empantanarnos en una trama de espionaje al terrorismo islámico. Una madeja de apasionante intriga que se va desenmarañando de un modo no sólo adictivo sino también didáctico. Y a pesar del miedo que sentía al comienzo de la película temiendo que el director se posicionase en ese condescendiente bando norteamericano, hay que reconocer que Ridley Scott nos da una lección de objetividad (occidental, claro está).

Y es que la película denuncia las hipocresías del fundamentalismo árabe (envían a inocentes a morir en nombre de Alá y tergiversan los textos del Córán para acabar rendidos al poder y al petróleo) pero también, y de un modo incluso más agresivo, refleja los infames métodos de la CIA para dar caza a "los malos": también usan peleles que manejan a su antojo. Y todo sentados como Dios frente a una gran pantalla de imagen por satélite, dispuestos a arreglar el mundo hablando por un manos libres mientras llevan a sus hijos al colegio en su familiar monovolumen Chrysler.

Una gran película para mantenerse atentos y despiertos a una de las crueles realidades de este mundo, sin estar exenta además de un par de buenas escenas de acción y una chispilla (muy pequeñita) de romance interracial.

Woody Allen explora en su última película (y tras concluir su trilogía londinense) ese mundo exótico, cálido y bohemio de la Europa antigua y artística y el mayor acierto y novedad es que ha elegido no a Roma o a París, ya lamidas de sobra por el romance americano, sino a una desconocida (para la mayoría de los yanquis) Barcelona. Es cierto que huele a encargo de consejería de Turismo, pero el recorrido de la cámara por la obra de Gaudí, el Tibidabo o incluso las visitas a Oviedo son tan melosas y sexys como una caricia en un pezón. Así es como pasea la cámara Allen por esa pequeña parte de nuestro país, y el resultado es fogoso pero reiterativo. Se repite su música, se repite su cansina e innecesaria voz en off, se repite la estructura y esto provoca que el espectador caiga en el tedio olvidando lo que está viendo: una inteligente comedia.

Es esta una historia que encierra más molla de la que se muestra: Woody vuelve a reflexionar sobre el amor y el sexo, las relaciones de pareja adúlteras, el compromiso y la libertad, todo centrado en los caracteres antagónicos de dos amigas que pasan un verano en Barcelona: la una, centrada y sumisa, la otra, arriesgada y libertina, sacudidas ambas por el efecto Bardem, un pintor misterioso y atractivo, con un pasado estremecedor: Maria Elena. Un nombre que no para de repetirse en toda la película, personaje que parece dirigir todo el argumento y de una importancia mayúscula. Y sólo aparece en cinco escenas contadas. ¡Pero qué apariciones!

Desde que Penélope salta a escena, la película cobra vida con una fuerza tan rotunda y pasional como sus ademanes dramáticos. Ella es el alma de Vicky Cristina Barcelona y abandona toda imposición para entregarse al personaje. Pe hizo lo que tenía que hacer: se olvidó de dónde estaba, de quién la rodeaba y de quién la dirigía y oscarizó a España con su papel.

No deja de ser, sin embargo, una obra menor de Allen. Hay que pedirle más. Le falta bastante poderío. Y una recomendación: aunque el doblaje es ejemplar, se pierden muchos matices si no se disfruta en versión original.

Los años pasan para todos pero Almodóvar sólo parece innovar con el recuerdo. Si en "Volver" nos regalaba una historia basada en sus vivencias infantiles y sus raíces rurales y familiares, en "los abrazos rotos" hace lo propio con sus inicios profesionales. ¡Qué maravillosos años aquellos de la movida!, parece decirnos.

Haciendo otro ejercicio de metalenguaje a lo "la mala educación" el director hace que su principal personaje ruede una película dentro de otra. Y este film funciona como alegoría de resurrección para el señor Caine (Lluis Homar), un escritor que ha quedado literalmente ciego de amor por culpa de Magdalena (una desalada Pe), un romance pasado. Lo más interesante (y lo único) del film son las, por otra parte, constantes referencias al cine negro más clásico tanto americano como europeo. Sin embargo, ni siquiera esto aporta algo de frescura a una película donde todo encaja con lógica (el mayor error que podría cometer Almodóvar) y donde el argumento arrastra a un previsto desenlace.

Penélope no aporta la desmedida garra de aquella inolvidable Raimunda de "Volver" pero está bella incluso en las situaciones más patéticas y eso parece bastarle al director, que vuelca en ella el divismo de todas las estrellas del Hollywood más rutilante (Pe puede ser Audrey Hepburn, Ryta Haiworth o Sophia Loren con sólo un cambio de pelucón barato). Los cameos (de Rossy de Palma, Carmen Machi, Lola Dueñas, Chus Lampreave, Dani Martín o Alejo Sauras) son vergonzosos pero algunos se disfrutan. Lo que no se le debe perdonar a Peeeeedroooo es que recurra de nuevo a las morfidinas en el gazpacho como elemento de autohomenaje en una posición descaradamente ególatra.

Almodóvar, palpamos tu nostalgia y empezamos a percibir que no te gusta hacerte mayor, pero eso no te puede permitir abandonar tu desparpajo y esa capacidad única de transgredir. Diviértenos y haznos llorar como antaño, pero con elementos nuevos. Te damos otra oportunidad, como tú haces en la película con Mateo Blanco/Harry Caine.