La directora polaca entra en la setentena dejando claro que domina el hecho de saber donde hay que colocar la cámara para sacar el máximo rendimiento a cada plano. Por lo demás expone a la luz, luminosa y gris como remarca la fotografía de Martin Strba, la vida de un fascinante personaje austrohúngaro Jan Mikolasek (¿lo conocería Berlanga?).
Sus reputados conocimientos como herborista y sus acertados diagnósticos a través de la observación de la orina le otorgaron más de una década de fama como sanador, enriquecimiento y estatus social incluso con el régimen de ocupación nazi por lo que fue acusado de colaboracionista. Dicho estatus continuó después de la guerra bajo el amparo del presidente checo comunista Antonin Zápotocky a quien le salvó una pierna de la gangrena. A la muerte de Zápotocky perdió su influencia y fue condenado por delitos fiscales en 1959 a cinco años de prisión que terminaron con su actividad y le abocaron a la pobreza hasta el final de sus días.

Holland realiza con un marco social un retrato de trazos dispersos manejando los flashbacks o recuerdos como ella prefiere llamarlos con habilidad en el que deja que el espectador sea quien configure la controvertida personalidad de un personaje que se muestra arrogante y frio, envuelto en un caparazón exudado por su don y del que apenas sale con cobardía manifiesta para dar rienda suelta a su pasión homosexual por su ayudante. En la paleta de este retrato la directora se deja tonos que den mayor volumen psicológico a sus personajes principales a los que se entregan el consagrado Ivan Trojan y Juraj Loj. Josef Trojan hijo de Ivan encarna al joven Mikolasek. 

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