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Críticas de Luis Guillermo Cardona
Críticas 3 333
Críticas ordenadas por utilidad
9
18 de octubre de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la segunda década del siglo XX, las autoridades de Massachusetts, EE.UU., vieron pintada la ocasión para darle “una buena lección” (léase intimidar, aplastar, disuadir…) a los anarquistas que se venían consolidando en un país donde, el trato dado a los inmigrantes, a los sindicatos y a todo lo que oliera a izquierda era bastante abusivo, agresivo y represivo, mientras que la moral de las élites y de la clase política seguía rigiéndose por un solo principio: “¡Vamos a la guerra, el oro nos lo demanda!”

Entre quienes sirvieron como conejillos de indias a la policía y a los gobernantes, hubo dos inmigrantes italianos: Nicola Sacco, obrero de una fábrica de calzado y, Bartolomeo Vanzetti, de profesión pescadero… pues, ante la incapacidad de capturar a los hombres que asaltaron a la Slater-Morrill Show Company y asesinaron al cajero y al vigilante, se decidió detener a Sacco y Vanzetti en una redada, para inculparlos de éstos delitos por la particular (y para ellos oportuna) razón de haber sido identificados como anarquistas.

A lo que vamos a asistir, es a uno de esos juicios (muy comunes en algunos países por estos años, donde se consiguen falsos testimonios, extravío de expedientes, eliminación de testigos claves…) y donde, quizás, se pueda comprobar que, la “justicia” de ciertos Estados se parece muchísimo a la injusticia y a la infamia, porque en sus tribunales no prima el Derecho sino el interés político o particular.

¿De qué servirían los reclamos de justicia de grandes personalidades como Albert Einstein, Upton Sinclair, Isadora Duncan, Anatole France y otras, o las grandes manifestaciones que, pidiendo la libertad de Sacco y Vanzetti, se llevaron a cabo en Moscú, Melbourne, Buenos Aires, Belgrado, La Habana…?

El director, Giuliano Montaldo, nos ofrece con, <<SACCO Y VANZETTI>>, una de esas historias que hierven la sangre y remueven las entrañas, porque se deja, fielmente plasmadas, la suerte de retorcidas maquinaciones que suelen darse en los tribunales entre los llamados a ejercer la justicia… y es cuando surge la inevitable pregunta: ¿De dónde -sino de la hipocresía- surge el osado lema de, El País de la Libertad?

El guion, escrito por el director con la colaboración de Fabrizio Onofri, se ajusta con rigor a los hechos reales, y en una combinación de color y B/N, va ilustrando los hechos ocurridos entre la detención de los anarquistas y ese sombrío desenlace que, como suele ocurrir paradójicamente, también sirvió para convertir en mito a dos hombres buenos… y para dejar sentada otra de las grandes infamias que empañarán, por siempre, al sistema judicial estadounidense.

Para, Nicola Sacco (1891-1927) y Bartolomeo Vanzetti (1888-1927), anarquía significaba: Libertad para todos los hombres sin distingos de raza, nacionalidad, afiliación política o religión. Abolición de clases para que no haya unos que lo tienen todo, mientras que muchos otros no tienen nada. Objeción de conciencia, para que haya el derecho de no ir a la guerra a quien respeta la vida… Ellos nunca mataron a nadie, jamás robaron en parte alguna, ¡tan sólo luchaban por un país justo! ¡¿Eran, éstas, razones para querer eliminarlos?!

Muy buenas actuaciones de, Gian Maria Volonte’, Ricardo Cucciola, Cyril Cusack y Milo O’Shea, y una sensible banda sonora de, Ennio Morricone, la cual incluye la canción, “The Ballad of Sacco and Vanzetti”, muy bien escrita y magníficamente cantada por Joan Baez.
Luis Guillermo Cardona
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7
28 de junio de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tenía tan solo cuatro años de edad y todavía se llamaba Samuel Langhorne Clemens, cuando Mark Twain (nombre con el que pasaría a la historia por sus maravillosos cuentos y novelas), fue llevado a vivir en Hannibal, Missouri, y fue allí donde realizaría sus primeros estudios. Como era éste un estado esclavista, Twain conoció de primera mano el trato que se les daba a los esclavos, y este sería tema para muchos de sus escritos.

Tras haber cursado tan solo el 5° grado de escuela primaria, fueron las bibliotecas las que sirvieron a Twain para formarse como un autodidacta, porque el resto del tiempo lo dispuso para trabajar como aprendiz de impresor y más adelante como tipógrafo. Entre tanto, ya escribía notas humorísticas y relatos de viaje que publicó en el periódico de su hermano Orion. En 1867, conoció a Olivia (Livy) Langdon, que, aunque era de familia rica, era una mujer bastante liberal y fue con ella que pudo relacionarse con abolicionistas, socialistas, ateos y activistas por los derechos de las mujeres (Frederick Douglass, recuerden este apellido, Harriet Beecher Stowe “La Cabaña del Tío Tom”), William Dean Howells…). A comienzos de 1870, Twain y Livy se casaron.

Esta vívida y liberadora experiencia, haría que las novelas de Mark Twain reivindicaran profundamente la amistad, exaltaran a la mujer, abogaran por la libertad de los esclavos, combatieran el racismo y toda suerte de discriminaciones, y mostraran su profundo desencanto con la sociedad que le tocó vivir.

Todo esto se ve ampliamente plasmado en “Las Aventuras de Tom Sawyer” (1876), y por supuesto en su continuación, “Las Aventuras de Huckleberry Finn” (1885), la emotiva y muy cálida novela que motivaría el siguiente comentario de Ernest Hemingway: “Toda la literatura moderna americana procede de un libro de Mark Twain titulado, Las Aventuras de Huckleberry Finn (…) Nada hubo antes. Nada tan bueno ha habido desde entonces”.

Como era de esperarse, el cine decidió adaptar la celebrada novela de Twain, y partiendo de un guion escrito por Hugo Butler, se encargó al director Richard Thorpe, y este contó con un calificado reparto que incluye a Mickey Rooney, en el rol del pequeño aventurero para el que la libertad lo es todo; Rex Ingram, como Jim el esclavo fugitivo; Elizabeth Risdon, representando a la encantadora y tolerante viuda Douglass; y en los más llamativos roles de la historia, el “Rey” y el “Duque”, nada menos que Walter Connolly y William Frawley, un par de pillos que nos hará pasar un rato sumamente divertido.

Por esta vez, creo que el blanco y negro no favorece mucho a la película ya que se extraña el colorido de los magníficos paisajes, pero, el firme alegato contra el esclavismo queda muy bien plantado, y la amistad, sin distingos de raza, queda servida como debe ser.

Título para Latinoamérica: AVENTURAS DE HUCK FINN
Luis Guillermo Cardona
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8
18 de junio de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy pocas huellas logró dejar el cine ruso que se realizara antes de la Revolución Bolchevique. Entre lo más sobresaliente, y a falta de haber podido verlas, citamos algunas de las que los historiadores mencionan: “Eugenio Onegin” (1911) y “Defensa de Sebastopol” (1911), dirigidas ambas por Vasili Goncharov; “La Sonata Kreutzer” (1911) y “Anna Karenina” (1914), con base en obras de Lev Tolstói; dos películas dirigidas por Yákov Protazánov: “La Dama de Picas” (1916) inspirada en la novela de Aleksandr Pushkin y “El Padre Sergio” (1918), basada también en novela de Tolstói, y algunas otras, pues, la censura zarista era también de afiladas tijeras y el grueso de la producción –para salvar inversiones- apuntaba principalmente hacia las comedias, romances y aventuras con escasa ideología.

Sobre la filmación de la que, supuestamente, podría considerarse como la última película pre-revolución, “La Esclava del Amor”, y sobre los incidentes que sucedieron durante su accidentado rodaje, se ha ocupado el director Nikita Mikhalkov, tomando en cuenta, de manera contundente, un principio profesional que surgiera del gran Karl Marx: “El arte y el artista -decía- están condicionados por los métodos de producción que prevalecen en su medio, pero, tal condicionamiento, no deberá obstaculizarlo para poner su arte al servicio de las ideas sociales, mientras va contribuyendo a la modificación de ese medio”.

Cine dentro del cine, “LA ESCLAVA DEL AMOR”, comienza con una proyección del filme que acaba de protagonizar la muy admirada Olga Voznesenskaya (Elena Solovei), pero, de repente, en la sala irrumpe la policía del zar, la función se suspende y un miembro del comité revolucionario (luego sabremos su nombre), es golpeado y secuestrado por ellos. Paso a paso, La Revolución Bolchevique está en marcha, y en un largo flashback vamos a ver, a continuación, parte del accidentado rodaje y la suerte de valiosos personajes que se mueven entre el equipo de producción.

Como sería bastante común en el cine de Mikhalkov, la historia se mueve durante un buen tiempo en un ambiente de comedia dramática, mientras la propuesta política va subiendo de tono en un sutil y muy eficaz crescendo… y con unas cuantas y muy efectivas sorpresas. Se adivina ya esa admiración por el universo chejoviano que pronto culminaría adaptando algunas de sus más preciadas obras… y entonces, vemos espacios con mucha naturaleza, bastante color y sorna en las situaciones, y ciertos personajes que bordan la caricatura bufonesca como una suerte de mofa de la sociedad a la que se alude.

El guion de Fridrikh Gorenshtein y Andrei Konchalovsky, consigue de brillante manera entrecruzar a los personajes que, definitivamente, ven con indiferencia el profundo cambio social que se está llevando a cabo, con aquellos que, de manera subterránea, se están moviendo a su servicio… entre tanto, una aparentemente cursi historia de amor -muy semejante a la que se está rodando-, se va transformando en algo muy significativo que quizás dé validez a la cita de Marx que transcribimos arriba.

De manera curiosa, el director decide utilizar al popular actor Aleksandr Kalyágin (¿sería para calmarle su anhelo de “ser” realizador?), haciendo que su personaje de director del filme que se rueda lleve su mismo nombre y, además, tiene con él simpáticos apuntes acerca de su deseo de rebajar de peso sin dejar de comer… ¡y tienen que ver su especial manera de hacer gimnasia!… ¡casi me vi mirándome en un espejo!

Imposible omitir la mención de la muy bella partitura de Eduard Artemiev, un compositor cuyas obras tendrían ya que haber cruzado todas las fronteras.

“LA ESCLAVA DEL AMOR”, haría de Nikita Mikhalkov un nombre para recordar.
Luis Guillermo Cardona
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9
8 de mayo de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue en el año 1954 cuando, Pierre Étaix, conoció al comediante Jacques Tati y éste lo contrató como dibujante y gagman para su celebrada película “Mi Tío”. Los carteles de esta película como el de “Les Vacances de Monsieur Hulot”, son también de la autoría de Pierre Étaix, quien, no solo apreciaba a Tati, sino que también sentía profunda admiración por Max Linder, Buster Keaton, Charlie Chaplin… y teniendo como referentes, “Be my Wife”, “The Electric House”, “Modern Times” y “Mon Oncle”, películas todas donde la tecnología y la electrónica juegan un papel sustancial, fácil fue que, también a Pierre Étaix, le sonara hacer lo suyo aplicando lo que sabía en estos terrenos… y es así como surge, “YO-YO”, título que puede ser tomado en tres acepciones. La directa: en referencia a la afición del protagonista a jugar al yoyo. La adyacente: en alusión al nombre que llevará su hijo cuando comienza a trabajar como payaso de circo; y la indirecta: como alusión al egocentrismo a ultranza que maneja el gran magnate, cuando pone a todo el mundo a servirle exclusivamente a él. Yo, yo y siempre yo.

Otro elemento clave que entra en juego en esta película es el circo, actividad por la que Étaix guardaba el más alto aprecio, llegando incluso a fundar La Escuela Nacional de Circo, con la que él y su esposa, Annie Fratellini, hicieron numerosas giras. Del circo ya se habían ocupado en el cine de comedia, Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Los Hermanos Marx, Danny Kaye… y para Étaix será el eje de la segunda parte de su historia, aunque sin meter las cámaras mucho tiempo debajo de las carpas.

Se adivina, en “YO-YO”, un estilo narrativo que se asemeja en mucho al de su maestro Jacques Tati, con ese humor pausado, gags sin prisas, y esa narrativa que combina cierto aire de romanticismo y serenidad, con un toque repentino de creatividad que, no solo sorprende, sino que nos arranca una risa intempestiva y un gesto de admiración. Como también ocurriera en “Mi Tío”, en “YO-YO” Étaix es el eje de toda la historia, primero como padre y después como hijo y su desenvolvimiento nos complace de principio a fin.

La historia, escrita por Étaix en colaboración de Jean-Claude Carrière, se divide en dos partes, comenzando la primera en 1925, tiempos del cine silente, y Étaix ha hecho su película en blanco y negro, con intertítulos -mínimos- y desarrollando el resto con las características afines al cine de aquellos años. El protagonista, es un magnate que vive en un ostentoso castillo y mientras añora a la esposa que se ha marchado, él sufre la soledad más azarosa mientras se hace servir de todos sus empleados de tal manera que apenas tenga que mover un dedo. En esta media hora, la historia es impecable, creando Étaix situaciones inolvidables como el “striptease” con el zapato de polainas o el paseo a la mascota.

La segunda parte, ambientada en 1929, tiempos del cine sonoro, incluye unos diálogos mínimos, el personaje central será Yoyo adulto quien, ahora, es la estrella del Circus Voiture, pero, el nivel baja un poco… aunque sigue teniendo momentos muy creativos (el viaje con esposa, hijo y mascota, es delicioso) y además es posible encontrar sensibles homenajes a “La Dolce Vita” y al cine de Charles Chaplin.

La música funciona como un leimotiv interpretado de muy diversas maneras, la puesta en escena es muy cuidada a todo nivel, y en general, el filme se disfruta por su ingenio y su muy fino humor.

Pierre Étaix es otro comediante a tener en cuenta.
Luis Guillermo Cardona
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7
5 de marzo de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando, al final, se comprende las razones por las que nuestra pareja actuó de cierta manera; cuando nos damos cuenta de que fuimos necios suponiendo cosas que carecían de sostén; cuando nuestros prejuicios se apagan al llenarse de luz nuestra mente y nuestro corazón… todo resentimiento se desmorona enseguida y nos damos cuenta, entonces, que esperar un reclamo de perdón ya no tiene sentido y que, si acaso hay alguien que necesite perdón, es aquel que juzgó y condenó por lo que supuso. ¡Suponer, suponer, suponer! ¡Cuántos disgustos, cuántas separaciones y cuántas tragedias por el maldito hábito de suponer!

También Rubin Flood, ha sido víctima de suposiciones por parte de su esposa Cora, y un fuerte disgusto los lleva a separarse… lo que, de nuevo, dará motivo a su mujer para suponer otra improcedencia por parte de su marido. Entre tanto, su introvertida hija Reenie, conocerá a un chico que, víctima también de las suposiciones y prejuicios de la sociedad, quizás llegue a sentir que para nada es, éste, el mejor de los mundos.

En este ambiente turbio, donde la razón -como en tantos otros lugares y en tantas otros hogares- luce metida en la pieza de los rebrujos, tiene lugar este conmovedor y significativo episodio de la vida de una familia de clase media, que, seguramente, tiene mucho que ver con lo vivido por el dramaturgo, novelista y guionista William Inge, como todo aquello sobre lo que escribiera.

“The dark at the top of the stairs” (La oscuridad al final de la escalera), sensible titulo que alude a la alcoba matrimonial, ubicada en el segundo piso del hogar de los Flood, donde hay ahora un gran vacío que empaña su felicidad, fue otro de los títulos exitosos de William Inge, el mismo autor que antes nos diera “Come back, Little Sheba”, “Picnic” y “Bus Stop”, obras todas llevadas al cine con el más notable éxito. Sin lograr la altura de las anteriores, pero con un interés indudable, “The dark…” se estrenó en New York, en diciembre de 1957, y bajo la dirección de Elia Kazan, se sostuvo en escena durante 468 representaciones.

Extrañamente, ni su director, ni sus intérpretes originales (Eileen Heckart y Pat Hingle) todos ellos nominados a los premios Tony, hicieron parte de la adaptación cinematográfica, la cual se puso a cargo de Harriet Frank Jr. e Irving Ravetch para que se encargaran del guion y Delbert Mann tomó la batuta, pues, venía muy bien referenciado con sus películas previas: “Desire under the Elms” y “Separate Tables”.

El filme resulta muy bien actuado por Robert Preston, el marido un tanto rudo, sin mucha formación académica, pero con un alto compromiso con su familia; Dorothy McGuire, la esposa confundida en quien parecieran poder más las suposiciones que el conocimiento; Angela Lansbury, la peluquera que anhela, pero nunca exige; Shirley Knight, la adolescente que todavía tendrá que aprender unas cuantas cosas; Eve Arden, la extrovertida hermana de apariencia feliz, pero… y entre otros, Lee Kinsolving, el chico judío que se esfuerza por mostrar firmeza en una sociedad que, ve pasar los años, las décadas y los siglos… y en vez de avanzar en el respeto por la diferencia, luce en el presente, vergonzosamente estancada.

El afán de carácter, el deseo de ser, el ímpetu de amar… son algunas de las cosas que se tratan en este acertado filme que, con marcada sensibilidad, se ocupa de las cosas que afectan a las mayorías.

Título para Latinoamérica: LA OSCURIDAD AL FINAL DE LA ESCALERA
Luis Guillermo Cardona
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