Más que por su casi anónimo director –dedicado habitualmente al montaje y a la producción- la película llama la atención por su plantel de guionistas, entre los que nos encontramos con Ennio de Concini, Sandro Continenza, Mario Monicelli y Steno. El conjunto de sus esfuerzos es un policial procedimental basado en la investigación sobre un grupo de sospechosos en el entorno reducido de un edificio de vecinos. Sin embargo, la trama policiaca está entretejida con elementos de melodrama, que serán los que terminen marcando el desarrollo de la cinta. ¿Denunciará el comisario a su propia hija como cómplice de asesinato? ¿Prevalecerán sus obligaciones como padre o como policía? Da vida al atribulado personaje Umberto Spadaro, actor de reparto con raras ocasiones en las que brillar como protagonista. Es probable que se tratara de una cuestión de presupuesto, algo que se nota también en el reducidísimo número de decorados y en la casi total ausencia de exteriores.

Las imágenes documentales de la maternidad con las que se abre la película y el primer acto, consistentes en una serie de flashbacks resueltos en clave melodrámatica con resabios del silente, no nos preparan para la sátira feroz de las clases altas a la que se entrega Camerini en cuanto la acción se localiza en el salón de belleza. Tampoco la clase media, ejemplificada en la familia del contable, se libra del zurriago satírico, aunque en esta ocasión las aspiraciones de los más modestos no dejan de ser contempladas con cierta simpatía. Camerini se complace en la descripción de ambientes y tipos, utilizando la peripecia sentimental de Adriana y el contable como un hilo para engarzar viñetas que, a pesar de su ligereza, dibujan un retrato nada complaciente de la Italia contemporánea. Al igual que hiciera repetidas veces con sus películas de los años treinta, Camerini realizó una nueva versión de este argumento en 1943 con el título de T’amerò per sempre con Alida Valli, Gino Cervi y Jules Berry en los papeles encomendados una década atrás a Elsa De Gregori, Nino Bessozi y Roberto Pizani.

Auténtico delirio masoquista el de este triángulo compuesto por una madre, su hijo y la amante de éste. No es sólo que el concepto de redención mediante el sacrificio traspase el relato, es que todos y cada uno de los personajes parecen abrazar su destino trágico en lugar de rehuirlo, como dictan las leyes del melodrama. Para colmo, el “final feliz” adopta una resolución muy similar a la que Cottafavi ya había empleado en la denostada Fiamma che non si spegne (1949).

Blasetti retoma alguno de los temas y a la protagonista femenina (Leda Gloria) de Terra madre para volver a hablar de la pureza de lo popular –esta vez localizado en las “contrade”, los barrios- y el valor de la tradición. La carrera enfrenta a dos microcosmos sociales: cada barrio cuenta con su “capitán” de la alta sociedad, su jinete profesional y sus tipos pintorescos. La heroína es una humilde e ingenua moza de mesón, mientras que la artista de variedades llegada a la ciudad con ocasión de las fiestas es la tentación que puede llevar al héroe por el camino de la perdición. El clímax tiene lugar durante la competición ecuestre, irreprochable si no fuera por la tosquedad de las transparencias en los planos cortos de los caballistas. Blasetti rueda en exteriores naturales y aprovecha el vestuario de la competición para construir una iconografía del glorioso pasado de Italia que sirva a las aspiraciones imperiales contemporáneas, en una serie de elecciones que fraguarán en su filmografía entre 1938 y 1942.

Terra madre se formula a través de una serie de dicotomías –campo/ciudad, tradición/progreso, pobreza/riqueza, amor/interés…- puestas en imágenes mediante una muy cuidada fotografía y efectos de montaje paralelo. El aristocrático terrateniente absentista tomará conciencia de su derecho de sangre para con la tierra, lo que también conlleva una serie de obligaciones con quienes la trabajan. La ecuación se resuelve entonces, como en Metrópolis, mediante un amor interclasista que sirve para consolidar el vínculo entre dos modos de entender la tradición. Al especulador –arquetipo moderno por excelencia- le queda el papel de villano, de acuerdo con las convicciones fascistas de Blasetti. La película se estrenó en la España republicana en julio de 1933, por abordar el endémico problema de la miseria del campesinado y la nunca lograda reforma agraria.