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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
7
10 de septiembre de 2015
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nos invita a ser testigos de un voluptuoso viaje de esquema romántico en el que el personaje, brizna posmoderna, sigue un itinerario azaroso que va dejando ver cómo su personalidad sólo puede configurarse desde el reflejo en el otro, tanto así que en la soledad el personaje no existe sino mediante su imagen en los espejos y cuando estos no lo acompañan, o huye aterrado, o descubre un locus amoenus en el que subvierte su propia identidad. Técnica, objetivos elevados, diálogo y coescritura con el espectador, y despliegue de intertextualidad en la película de un director que promete mucho.
Andrés Vélez Cuervo
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7
10 de septiembre de 2015
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de cuatro años, tres meses y catorce días de muerte, la Primera Guerra Mundial llegó a su fin el 11 de noviembre de 1918. Esa guerra no solo fue la primera confrontación de proporciones globales de la historia en la que se involucraron todas las potencias militares e industriales del momento, también fue el primer show público de las atrocidades bélicas, lo que llevó a pasar de la guerra heroica marcada por el orgullo de dar la vida en la lucha, a la guerra plutónica del dolor, la mutilación y la monstruosidad. Bajo el ojo testigo de un arte aun joven como la fotografía y de una todavía en pañales como el cine, el mundo entero vería por primera vez las sórdidas consecuencias de la lucha armada a través de rostros desfigurados y miembros cercenados. El impacto emocional y el agotamiento que debió producir esa larga exposición a la muerte como eje de la actualidad en sociedades como la norteamericana tiene que haber sido infame; el deseo de que el conflicto terminara debió haber sido tan enconado y lleno de desesperación como la sed de los náufragos.
He hecho el improbable ejercicio de intentar imaginarme a mí mismo en un estado de cosas como ese. Ni siquiera metido en las trincheras con los pantalones sucios de miedo y la piel podrida de humedad y mugre, simplemente del lado cómodo de una gran ciudad de Estados Unidos recibiendo las noticias de los jóvenes del mundo matándose a tiros, gas, granada y bayoneta. Me parece sobrecogedor pensar en algo tan mundano como lo que habrá sido ir al cine, en ese entonces catedrales modernas, suntuosas y mágicas, a ver el estreno de una comedia ligera de Chaplin, con ganas de relajarme, ya que puedo hacerlo porque aún me quedan unos centavos en el bolsillo y algo de vida en el cuerpo, para olvidarme de todo y abstraerse del cochino mundo. Me imagino a mí mismo comentando el estado actual de las batallas en el viejo continente con mis acompañantes en la sala y hablando indignado sobre lo innecesariamente larga que está siendo esta locura de muerte y destrucción mundial. Empieza la película y con lo que me topo es con una demoledora premonición del fin de la guerra. Es 20 de octubre de 1918, en tan solo veintidós días terminará el conflicto armado. Me pregunto qué habría sentido al haber visto a Charles Chaplin ganar la guerra a fuerza de humor y picardía; debió suponer una rara experiencia gratificante cargada de frescura. ¿Cómo habrá sido luego el momento en que, tras la euforia de la noticia del fin de la guerra, me diera cuenta de que hacía un par de semanas un genio del cine me lo había anticipado? Seguramente eso produjo, en quienes lo experimentaron, una sensación ominosa y algo tétrica por comprobar la fuerza de esa profecía.
Shoulder Arms es la historia del soldado No. 13, un pardillo esgalamido que lleva el infortunio a cuestas desde su mismo número. No da pie con bola en su entrenamiento militar previo a ser enviado al frente; es seguramente el soldado menos prometedor que haya existido, pero ya no quedan muchos jóvenes con vida para alimentar los hornos del mundo. El No. 13, agotado por la disciplina militar, termina su día echado plácidamente en el catre de su tienda de campaña y se embarca en un reconfortante sueño en el que llega a las trincheras, se convierte en un soldado estrella y termina por capturar al Káiser, logrando así sellar la paz.
Como es costumbre en la obra de Chaplin, en Shoulder Arms encontramos un manifiesto humanista por la tan anhelada paz, con una mirada cómica y despreocupada de la guerra que tras su apariencia simple esconde un poderoso antibelicismo. La guerra se resuelve, en su onirismo de trastabilladas y enredos, gracias al hombre de a pie, al soldado raso, al simple, al anónimo, a ese que durante más de cuatro años se ha dejado la integridad y la humanidad en la compañía de las ratas de las trincheras escondiéndose de las balas y el gas venenoso, que ha dado la vida y ha pasado al olvido como carne de cañón para ganar unos míseros metros de terreno en el campo de batalla. En esa guerra que dejó atrás el heroísmo clásico, triunfa aquí el donnadie, ese que de las apolíneas virtudes heroicas no tiene ni un pelo.
Andrés Vélez Cuervo
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4
10 de septiembre de 2015
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Nunca veremos la versión de Body and Soul que su director, Oscar Micheaux, quería mostrar al mundo antes de que la censura lo llevara a tener que hacer el montaje que hoy conocemos, con ese final horroroso rodado a las carreras y usando un Deux ex machina que manda todo al carajo y hace de la película el bodrio que nos vemos obligados a tragar hoy día.
Quizá en una dimensión alterna alguien tan insensato como yo esté haciendo este mismo ejercicio quijotesco de reseñar todas las películas de la Criterion Collection, y ese yo de otro plano puede que haya podido ver esa versión hoy desaparecida, pero también es probable que esta sea la única dimensión en que existió la esclavitud en Estados Unidos, así que, ¡al diablo!, no es justo juzgar esta película por lo que supuestamente era; hay que darle palo por lo que es, a fin de cuentas, eso es lo que hay y nada más.
Oscar Micheaux, un hombre que en su niñez fue esclavo y que terminó convirtiéndose en realizador y productor de cine independiente, en una historia del american dream jodidamente rebuscada, fue el pionero del cine sobre la cultura negra norteamericana. Body and Soul no fue la primera película que hizo al respecto, pero seguramente sí sea una de las más recordadas. Hecha para ser exhibida en exclusiva para el público de raza negra, tardó unos larguísimos 75 años en llegar a ser vista por el público blanco, el cual, por simpatía, por sentimiento de responsabilidad histórica o por puro buen o mal gusto, la encumbró como una producción de importancia en la historia del cine.
La película cuenta la historia del reverendo Isaiah T. Jenkins (Paul Robeson en su muy respetable debut cinematográfico), un hombre que engaña a toda una comunidad con su fachada de hombre de Dios, cuando es en realidad un patán de cuidado. Este desalmado le echa el ojo a Isabelle (Julia Theresa Rusell), una negrita tímida y sabrosona con una carita de lela de esas que nos llenan a los hombres de bien de un morbo pecaminoso. Jenkins abusa de ella y, encima, le roba el dinero que su madre, Martha Jane (Mercedes Gilbert), ha ahorrado con tremendo esfuerzo. Pero claro, como la madre es idiota y prefiere creerle al pervertido pastor que a su hija, Isabelle se ve obligada a fugarse de casa, dejar tirado a su novio e internarse en la ciudad para morir de hambre.
Hasta ahí todo bien; una tragedia muy naturalista en la que todo le sale mal a la víctima y es oprimida hasta la obscenidad por el victimario (como la vida misma, cruel, despiadada y anticlimática, cosa que a mí me encanta como espectador); encima libre de discursos raciales en los que el antagonista es el terrible hombre blanco, sino, todo lo contrario, concentrada en la idea de la maldad y depravación humana, pasando por alto el tan molesto engorro del asunto racial. Pero entonces se va la película entera al garete cuando descubrimos que todo fue un sueño de Martha y se nos echa encima un final feliz de esos que producen arcadas, en el que el novio de Isabelle se vuelve rico de repente y le da una vida dichosa.
Como sea, la película, tal como la podemos ver, no carece de interés. El que a mí me resulta más notorio no es el del retrato de la cultura negra en un arte blanco como la leche. Me llama especialmente la atención, en cambio, cómo esta película demuestra en 1925, a tan solo dos del estreno de la primera película sonora, The Jazz Singer (Alan Crosland), una necesidad absoluta del sonido. Todo en Body and Soul está al servicio de un habla que está muda por obligación y la película parece amordazada (esto sería una gozada para pensar el film como alegato del silencio opresor de las negritudes y esas cosas políticas que le encantan a las personas de buen corazón, pero cualquiera que me conozca un poco sabrá que no me voy a meter en ese zarzal). Tal es la importancia del sonido inexistente que Micheaux hace todo un ejercicio filológico de testimonio del inglés negro vernáculo, pero no tiene de otra más que hacerlo a través de los intertítulos, escribiendo en un inglés lleno de contracciones y deformaciones propias de la fonética negra del habla anglosajona.
Por lo demás, es de reseñar en contra de esta película, algo achacable, una vez más, a la maldita presión censora: su montaje resulta sumamente confuso y atropellado y la interpretación de la totalidad de sus personajes femeninos (cosa esta curiosa) es horripilante. Por fortuna, los hombres en aquí hacen un trabajo de interpretación genial, lleno de unos matices que Micheaux muy bien supo captar.
Pues bien, Body and Soul no es hoy, a mi gusto, más que una pieza curiosa. Les haré saber si tengo noticias de otras dimensiones menos ingratas con los negros.
Andrés Vélez Cuervo
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Force of Nature: The David Suzuki Movie
Documental
Canadá2010
--
Documental, Intervenciones de: David Suzuki
7
10 de septiembre de 2015
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“Nos hemos convertido en una fuerza como ninguna otra especie en 3.800 millones de años de existencia de la vida en la Tierra, y la ascensión a tal posición de poder ha sucedido con una velocidad explosiva. Tomó toda la existencia de la humanidad llegar a una población de mil millones en el siglo XIX, entonces, en menos de dos siglos creció más allá de los 6.800 millones […] Una sola especie, nosotros, está alterando las características biológicas, físicas y químicas del planeta, en un simple instante de tiempo cósmico. Nos hemos convertido en una fuerza de la naturaleza”.

Estas son las palabras eje del Dr. David Suzuki, quizá el más conocido ambientalista y difusor del conocimiento científico en Canadá. Hasta aquí todo muy bonito, todo muy de la casa, pero luego viene la noche. Voy, pues, a parafrasear la aterradora alegoría que este entrañable viejo de aspecto hippie hace para explicar la patética situación del ser humano en su relación con el planeta Tierra: imagínese usted que el mundo es un tubo de ensayo lleno de los recursos esenciales para la subsistencia bacteriana. Imagínese ahora que se introduce una única bacteria, el viejo Jack, en ese tubo de ensayo (ESE ES USTED). La población de bacterias mediante división celular se duplicará cada minuto, es decir que al primer minuto habrá dos baterías, al segundo habrá cuatro, al tercero habrá ocho, al cuarto habrá dieciséis y así sucesivamente. Entonces, en un ciclo máximo de capacidad del tubo de sesenta minutos, al minuto 55 habrá un número absurdamente grande de cochinas bacterias: más de 36.028 billones, pero aun a pesar de semejante cifra, restará aún cerca del 97% de espacio y comida. Es en ese momento cuando nuestro amigo, el querido Jack, echará números y dirá “la madre que nos parió a todos, tenemos un problema de población” y entonces sus miles de billones de compañeros le dirán que es un demente paranoico, y el bueno de Jack se convertirá en un marginado (quizá se dé a la bebida, pierda a su mujer bacteria quien se irá con otra bacteria más optimista, le quitarán la custodia de sus hijos bacteritas y finalmente, si el dios de las bacterias colabora, se terminará quitando la vida por el bien de su especie), pues si tras 55 minutos aún disponen del 97% de espacio y recursos, resultaría de sentido común pensar que una premonición tan apocalíptica fuera una insensatez fanática. Pero claro, en un sistema poblacional que crece de manera exponencial cada minuto, en el 55 solo quedarán cinco miserables minutos más antes de que el tubo quede atestado y sin recursos y la única solución sea la devastación de una guerra nuclear o una pandemia zombi.
El caso es que este tubo es la visión que tiene Suzuki, junto a muchos otros, de nuestra situación actual en un planeta en el que hemos crecido hasta el punto de haber alcanzado el minuto 59, por culpa de nuestra obtusa obsesión por el crecimiento. Palabras más palabras menos, estamos jodidos.
Ante semejante atrocidad de panorama, este viejo canadiense de ascendencia japonesa se pregunta “Si tuviera que dar una última conferencia, ¿qué diría?, y su respuesta se materializa, pues, en The Legacy Lecture, toda una clase magistral convertida en espectáculo mediático en la que pretende dejar como legado un mensaje de alarma con unas gotitas de optimismo: el problema es que a través de la conferencia que sirve como eje para este documental, que de paso hace un repaso a unos pocos hitos fundamentales de la historia del siglo XX (Pearl Harbor, la bomba atómica, la Guerra Fría y la Guerra de Vietnam) para construir un llamativo discurso sobre la capacidad humana para destruir pero también para crear y evolucionar (ahí el ejemplo de la carrera espacial impulsada por el conflicto soviético-americano), el legado que nos queda no es más que el de un discurso fatalista en el que la invitación para cambiar las cosas pasa por el concepto entrañablemente hippie de hacernos conscientes de que somos uno con nuestro planeta, con sus criaturas y con nuestros congéneres; un mensaje anacrónico que ante el mismo panorama descrito resulta solo practicable décadas atrás cuando lo que había era planeta para comer. En el presente estado de las cosas, Suzuki parece necesitar el peso suficiente en los calzones para decir: por el bien de nuestra misma especie, es hora de diezmar a la raza humana, sea como sea, en vez de dejar una invitación velada a destronar al dios de la economía al que actualmente veneramos.
Andrés Vélez Cuervo
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4
10 de septiembre de 2015
1 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo confieso, Harold Lloyd sencillamente no me gusta. Esas cosas a veces pasan.
No digo que no haya sido uno de los grandes del slapstick, de hecho es innegable su aportación a esta vertiente de la comedia y al género en su totalidad, especialmente por la inclusión en las películas que protagonizó de ese elemento temerario de espectacularidad acrobática que se convirtió en su sello personal, por el cual, en todo caso, yo me quito el sombrero, porque sus grandilocuentes actos siempre fueron geniales y es de todos sabido que, en la mayoría de los casos, él mismo los realizaba, jugándose el pellejo. Pero para ser franco, rara vez encuentro en sus películas (bueno, en realidad estas producciones fueron en su mayoría dirigidas por Hal Roach, pero me permito la licencia de decir que son de Lloyd para que nos entendamos) algo más allá de esa simple espectacularidad de las acrobacias del cómico de Nebraska.
Ask Father, por ejemplo, es un pequeño cortometraje que cuenta, como es lo usual en la mayoría de sus historias, la de un muchacho enamorado (Harold Lloyd). En este caso, ese muchacho tiene que conseguir hablar con el padre de su amada (Wallace Howe), un ocupadísimo y muy resguardado hombre de negocios, para pedirle la mano de su hija en matrimonio. También como es costumbre del clásico personaje interpretado por Lloyd, “The Boy”, aquí se pone manos a la obra para cumplir su objetivo a través de cuanta triquiñuela se le ocurra, y le pese a quien le pese. La verdad, esta es una película con una importante pobreza dramática, con un casi inexistente aparato conceptual (el casi es pura concesión y no, no me basta con el interesante juego simbólico de ver a Lloyd vestido de armadura para luchar por su amada en un acto de descontextualización dramática) y, lo más desalentador, con una hilaridad muy limitada, dado que los gags no tienen un impacto mayor. De hecho, en esta producción ni siquiera esa grandilocuente genialidad acrobática que mencionaba hace verdadera presencia.
Así pues Ask Father no es una película que pueda recomendar, pero a lo mejor usted descubre en ella algo del gran encanto de Lloyd que a mí tanto me cuesta ver.
Andrés Vélez Cuervo
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