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España España · Madrid
Críticas de Servadac
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Críticas 359
Críticas ordenadas por utilidad
4
8 de diciembre de 2014
17 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estos últimos días ando inmerso en dos actividades culturales paralelas: la lectura de una selección de textos de Azorín, en el libro titulado 'Libros, buquinistas y bibliotecas', a cargo de Francisco Fuster; y un ciclo de seis filmes del taiwanés Hou Hsiao-Hsien, en el Círculo de Bellas Artes.

No imagino dos actividades culturales más diversas y, sin embargo, observo que ambas se entreveran en mis días de cinéfilo y lector. Me explico. Leo en Azorín:

“¿Cómo podemos graduar, apreciar, definir, la impresión que nos produce una lectura? Se tiene generalmente en cuenta el libro, no se tiene en cuenta, las más de las veces, la 'receptividad cerebral', es decir, un mundo de circunstancias sutiles, indefinibles, relativas a nuestro estado orgánico –psicológico, patológico– y al 'momento' de la lectura, y que son precisamente los que hacen que amemos un libro o que lo detestemos.”

Luego concluye:

“Cuando de tantas etéreas, sutiles contingencias depende la impresión que produce la lectura, ¿cómo echaremos sobre un libro una sentencia definitiva, inapelable, después de una primera lectura?”

Añado yo que, al menos, la lectura de un libro sí puede detenerse, dejarse, retomarse. Uno puede adaptar el ritmo de lectura a sus biorritmos cerebrales, corporales, de sueño, lucidez o de cansancio. Podemos volver más adelante a un pasaje oscuro o intuido entre las brumas de la somnolencia. Somos dueños del freno y la velocidad.

En cine –en cine, no en el proyector de casa, ni en la tele o el ordenador– el ritmo nos viene impuesto desde fuera. No podemos adaptar el visionado a las sutiles contingencias personales a que alude Azorín en los fragmentos que acabo de citar. Por tanto, ¿cómo echaremos sobre una película una sentencia definitiva, inapelable, después de un solo visionado?

Hou Hsiao-Hsien y Azorín comparten la afición por divagar. El uno por medio de la imagen; el otro de palabra. La acción no es el fuerte de ninguno de ellos: huyen de las grandes peripecias y tienden a fijarse en lo concreto. Hasta ahí sus puntos en común.

'Aquellos días de juventud' se me hizo larga. Hay en ella propósito de estética, una curiosa mezcla de Ozu, low-cost chino y nouvelle vague. La veneración del taiwanés por Ozu –en voluntad de estilo, posición de cámara y encuadres– resulta transparente. Pero la pausa de Ozu es un milagro inigualable. Hou Hsiao-Hsien, a buen seguro, sabe lo quiere. Aunque lo que consigue no me agrada.

Aquí las bofetadas (con sabor a parodia) se reparten por doquier. Los dramas –diminutos– se observan con distanciamiento no brechtiano. Los personajes se van… y no se mueven. En fin, la cinta es aburrida. Pensar en ella es más ameno que mirarla.

===

Ya estoy a la mitad del ciclo y Hou Hsiao-Hsien aún no me ha enganchado. Pese a su voluntad de pausa-Ozu y un cierto gusto por lo mínimo. Pese a su manera de observar a través del paso de los trenes. Pese a su forma de narrar, elíptica e "ilógica". Pese a su paradójica sordina enfatizada.

Perseveraré, como buen cinéfilo-Masoch. Y, ¿quién sabe?, tal vez consiga acompasar mis ritmos circadianos al vaivén de este tranvía, estético y estático.

===

Cuando concluye una película de Ozu, tenemos la impresión de que TODO ha sucedido. El punto de llegada podría ser el mismo que el punto de partida, y sin embargo, entre ambos puntos, se haya un infinito.

Al concluir 'Aquellos días de juventud' (como en 'Millennium Mambo' y, en menor medida, en 'Un verano en casa del abuelo') tenemos la impresión de que lo sucedido ha sido NADA.

===

El padre, con el rostro literalmente abollado por un golpe, es poco más que un vegetal sentado en una silla. Tras su muerte, el hijo lo recuerda –en el porche, junto a la misma silla– en plenitud de facultades. El flashback, blanquísimo, nos pone un nudo en la garganta. Poco después, el recurso se repite. Y el encanto queda roto.



[Texto publicado en cinemaadhoc.info]
Servadac
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Austerlitz
Documental
Alemania2016
5,7
184
Documental
7
17 de diciembre de 2022
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entiendo cualquier reacción ante una cinta como esta; en buena medida ‘Austerlitz’ funciona como un espejo deformado; deformado por nuestra propia percepción. Dura lo que dura –aproximadamente– una visita a un campo de exterminio. Es inquietante, incómoda y, hasta cierto punto, ‘alentadora’. Muestra al ser humano –como especie– capaz de subsistir incluso en medio del horror. Esa “banalidad del Bien” de la que habla Diego Lerer es la prueba de que ni el pozo más oscuro suprime de raíz la vena de felicidad superficial y frívola que alienta en las personas. No seré yo quien juzgue la pureza ética y moral de cada paseante; sólo se ve de ellos su envoltura, la cáscara, el bocata, el palo-selfie, la mochila y poco más; ¿cómo saber qué mecanismos de defensa se encienden en el alma ante el espanto de otro tiempo?

Mi primer contacto con un campo nazi fue en Dachau, cerca de Múnich. Hacía un día esplendoroso, lleno de luz y con un cielo azul y despejado. Poco antes de llegar, a la salida de un túnel, se desencadenó de pronto una tormenta de nieve abrumadora; aún recuerdo la intensidad del viento y de los truenos. Un manto blanco, similar al de ‘Los muertos’ de James Joyce, cubría todo el campo. Entré sobrecogido. Nos recibió un muchacho rubio –descendiente, al parecer, de algún preboste nazi– para explicarnos las malditas estaciones del viacrucis; con ello, en cierto modo, exorcizaba voluntariamente “sus” demonios familiares. Como en ‘Mimoun’, de Rafael Chirbes, la climatología moduló mis sensaciones. En el camino de vuelta, la tormenta ya se había disipado, pero algo en mí se había roto sin remedio.

Sergei Loznitsa, en ‘Austerlitz’, también presenta un recorrido de ida y vuelta. No podemos saber cuál es su posición, adónde apunta con sus planos fijos e insistentes. En lo que a mí respecta, su cine abre un espacio reflexivo-emocional perturbador. Aventuro que ese es justo su objetivo –esto es, claro está, puro especular–. Abundan los detalles que conmueven: la copa de un árbol tras de un muro, con las ramas ondulantes; la mirada, despavorida, de una o dos mujeres; las sombras y reflejos cuando el plano se vacía; la risa superpuesta a alguna explicación; el movimiento de los pies con un panel que hurta el resto de los cuerpos; el momento, casi obsceno, en que un excursionista imita la pose de los torturados. En ocasiones sentimos que hay espectros que lo observan todo desde el aire mismo; en otras se adueña de nosotros el sopor; a veces tomamos consciencia de que es el propio espectador esa presencia fantasmal al otro lado de la cámara. El tempo de la cinta excava en nuestra forma de mirar, que oscila como oscila el péndulo en la caja del reloj.

Mi segundo y último encuentro con un campo de exterminio fue en Auschwitz-Birkenau. Auschwitz, tan pulcro y ordenado, era como un inmenso ‘photoshop’; pensé en lo que decía Primo Levi acerca de la falta de verdad del campo así aseado. La granja-Birkenau me golpeó con virulencia. Llegaba pertrechado con el poema ‘Fuga de la muerte’, de Paul Celan, y su “negra leche del alma”. Sus versos y las diminutas flores amarillas me quebraron. Aún conservo algunas fotos del lugar. No sabría decir por qué ese impulso de tomarlas, por qué ese estar ahí junto al recuerdo de los muertos. Me veo en ellas y me siento vanamente avergonzado.

Dudo que vuelva a pisar la tierra de otro campo de concentración, considero que he tenido suficiente. Como escribiera T.S. Eliot, el ser humano no puede soportar una excesiva realidad. Siguiendo a Blas de Otero, “no sé cómo decirlo, dan ganas de acabar de una vez.” Y, sin embargo, este documental pudiera ser enmienda a tan oscuros pensamientos.

No concibo para mí tal salvación, pero la deseo con fervor para mis semejantes, los turistas.
Servadac
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6
12 de octubre de 2022
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Murió Jean-Luc Godard. Un martes 13 de septiembre. En Rolle (Suiza) y rodeado de los suyos. A la edad de nueve décadas y un año. Murió de ‘muerte dulce’ o eutanasia. “No estaba enfermo, simplemente estaba agotado” leo en El País (que recoge a su vez la cita del periódico Libération).

Se fue sin hacer ruido. Su muerte coincidió con los fastos funerales de Isabel II. Pasó, quizás por ello, casi inadvertida. Dejó una obra ingente, irregular. Nunca fue santo de mi devoción. Y, sin embargo –a diferencia de lo que me sucede con la ínclita monarca, cuya persona ni siquiera me produce antipatía– mi mundo sin Godard es menos mundo.

De su filmografía me quedo con ‘Vivir su vida’ y ‘El desprecio’ –que tras un tibio primer visionado ha llegado luego a deslumbrarme–. De su ideario, me quedo con su afán de ir a la contra. Eso explica tal vez que se hiciera maoísta después de ‘La Chinoise’.

‘La Chinoise’ es, en esencia, una comedia. De ahí que pueda incomodar a los ‘creyentes’. Se enclava en una época y un tiempo ya cumplidos. Es lo que se ha dicho de ella –para bien, para mal– en tantas ocasiones. Resulta irreducible a un simple número. Me avengo a darle nota por exigencias del guión, sabiendo que al hacerlo traiciono mis palabras. Como haría Godard, siempre “au contraire”.

Ahora y en la hora de su muerte, ese es el gesto que quiero rescatar. No el desaliño, la soberbia, la reivindicación de clase –“Os hablo de solidaridad con obreros y estudiantes y vosotros me habláis de primeros planos y travellings. Sois idiotas.”–, la guerra, el ateísmo, la hosquedad, el metacine.

He querido volver a ‘La Chinoise’ y salir de la mano con su risa, la risa de Godard, un gesto digno y ya definitivo; testimonio de una broma interminable.
Servadac
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Kiki: Entregas a domicilio
Japón1989
7,1
12 504
Animación
6
23 de septiembre de 2006
27 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
El "animago" o mago de la animación, Miyazaki, nos ofrece un producto correcto, apreciable y algo soso en el que nos cuenta el "paso del Ecuador" de una bruja novata y adolescente. Buenos sentimientos, claridad argumental, una chispa de imaginación, espléndidos dibujos made in Ghibli y un gatito simpático son los ingredientes de la cinta. El resultado es una tarta sin demasiado sabor pero nada empalagosa. Sin licor e inocua. O sea, para niños. Un detalle, la bruja se llama Kiki en el original y, claro, ese no es, en español, el nombre apropiado para una niña de trece años que se inicia en la vida adulta. Así que lo dejamos en Nicky y todos tan contentos. Sabia decisión de la distribuidora.
Servadac
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6
10 de octubre de 2022
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sentarse a ver una película es firmar un contrato emocional; suspendemos momentáneamente el juicio a cambio de una historia, de unas sensaciones. Dejamos de lado los consabidos 24 fotogramas por segundo para sumergirnos de lleno en la ilusión cinética de un movimiento no real. No real, y sin embargo, verdadero.

Pero el contrato es frágil, como un canto a varias voces; su cristalización no es irrompible. Una pequeña disonancia y nos caemos de bruces contra el suelo de la realidad. De ahí que, mientras la sintonía dura, la magia del cine sea una experiencia milagrosa.

‘América, América’ es rara avis en la filmografía de Kazan –buen cineasta, confeso delator–. En la ‘Commedia’ de Dante, su sitio hubiera estado en el abismo, en una suite del círculo noveno.

Los méritos artísticos han de quedar al margen de la biografía. ‘América, América’ es excepcional, desde el portentoso casting hasta la fotografía de Haskell Wexler, pasando por las mieles de un guión inmaculado.

¿Entonces?

Escucho a los actores en un inglés de marcado acento foráneo y exquisita sintaxis y la ilusión se desvanece. Soy consciente de que eran otros cine-tiempos, de que he fallado como receptor, de que la convención exige que claudique. Pero mi cuerpo se rebela y quedo desterrado. Confieso que he vivido situaciones mucho más extravagantes sin chistar, he comulgado sin problema con ruedas de molino. He dado por buenas cosas que otros no creerían.

No ha sido mi elección. Mi expulsión del Paraíso es firme, inapelable. Ese de pronto no entender el mismo idioma que se ha usado a todo trance, esa funcional y súbita sordomudez. Especialmente en una cinta como esta, tan próxima al documental. Una cinta urdida por Elia Kazan con evidente voluntad de testimonio en absoluto idealizado.

Ese ademán de verismo –y el uso del inglés– me ha condenado a despertar.
Servadac
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