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Críticas de La mirada de Ulises
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Críticas 114
Críticas ordenadas por utilidad
7
11 de junio de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Conocer la propia identidad y saber quiénes son realmente los padres ha sido uno de los temas predilectos del cine desde hace tiempo. Recurrir a la confusión e intercambio accidental de bebés al nacer también ha servido para plantear dilemas morales y conflictos familiares de interés (recordamos la japonesa "De tal padre, tal hijo"). Pero hacerlo en el seno de una sociedad dividida y en guerra como es la israelí-palestina convierten a "El hijo del otro (Le fils de l'autre)" en una atractiva propuesta para tratar de asuntos de actualidad.

Cuando un análisis de sangre coyuntural y la prueba del ADN confirman que Joseph no es realmente hijo de Orith y Alon, un matrimonio judío de clase alta -él es coronel del ejército-, parece que ha explotado una bomba en Tel Aviv. Algo semejante sucede al hacer indagaciones sobre la cuestión y llegar a los territorios ocupados de Cisjordania, donde los palestinos Leïla y Saïd reciben a su hijo Yacine que llega de aprobar la selectividad en París. El desconcierto y la rabia estallan, y los cimientos de tantas convicciones y luchas se derrumban en un santiamén. Con este equívoco sobre la identidad, la francesa Lorraine Lévy ha puesto en "El hijo del otro" las bases para un nuevo intercambio encaminado a obtener paz en el conflicto.

Resulta muy interesante ver la primera reacción de los padres de los muchachos y la diferencia con la de las madres, para comprobar la distinta manera de vivir la paternidad/maternidad de unos y otros. También es significativa la actitud desdramatizada -tras el lógico shock inicial- de un Joseph artista y de un Yacine formado en Francia, nuevas generaciones más distanciadas de un pasado traumático. De esta manera, ya desde ese primer momento, Lorraine Lévy marca la pauta para un futuro viable y esperanzador, a través del corazón comprensivo y de la mente abierta que vence las resistencias. Sin trampa ni cartón, sin distracciones argumentales, la directora va directamente a la cuestión y enfrenta a unos y otros con la cruda realidad.

¿Sería prudente que los padres silenciasen el descubrimiento por el bien emocional de los hijos y de las familias? ¿Tienen derecho los hijos a conocer la verdad, aunque sea incómoda y dolorosa? ¿Cabe una especie de adopción en casos similares, y entre familias irreconciliables? ¿Son posibles lazos más fuertes que los de la sangre? ¿Puede reconstruirse toda una vida y cuestionar la actuación previa por un dato que podría considerarse secundario? Muchas cuestiones peliagudas para un campo sembrado de minas, porque ser judío es una condición y un modo de ir por la vida -no solo un certificado o una circuncisión-, mientras que el palestino ha visto cómo era expulsado de sus tierras y sus niños eran asesinados. El conflicto no es de fácil resolución y menos en el seno de las familias de la película, pues las piedras en el camino son abundantes.

La película discurre sin alardes formales ni narrativos, con una puesta en escena convencional, con un cuidado trabajo de fotografía que sabe recrear ambientes verosímiles y con unas interpretaciones naturales mientras la trama personal-familiar tiene protagonismo, para después forzar un poco algunos giros en la evolución dramática de los padres y del hermano mayor... cuando la dimensión político-social se impone. En ese sentido, la película funciona como metáfora de un proceso de pacificación en el que Isaac e Ismael parecen reconocer a Abraham como padre común, y donde Joseph y Yacine se nos ofrecen como hermanos de paz para un territorio plagado de minas y prejuicios. Gustará a quienes tengan interés por la cuestión israelí-palestina y no hayan sucumbido al escepticismo de un final posible, en la línea de cintas como "Los limoneros", "La banda nos visita" o "Promises".
La mirada de Ulises
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8
28 de mayo de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cornelia es una mujer que ha triunfado como arquitecta-escenógrafa, pero que ha fracasado como madre. En una de sus representaciones escénicas recibe la noticia de que su único hijo, Barbu, un joven treintañero que se ha independizado para vivir con su novia, ha tenido un accidente en el que ha atropellado y matado a un niño. Entonces ella despliega toda su capacidad de gestión y sus contactos para evitar la cárcel... y recuperar así al polluelo que se había ido del nido. Ese es el desencadenante de la historia que Calin Peter Netzer nos cuenta en "Madre e hijo", pero no el meollo... porque lo que el director nos quiere mostrar es una relación fraguada desde la infancia en el que una mujer de fuerte personalidad y carácter posesivo ha ido quitando el aire a su hijo hasta crearle fobias e inseguridades que amenazan con arrastrarle definitivamente a la infelicidad.

Con una estética realista y una puesta en escena de gran sobriedad, sin música que conduzca la historia hacia el melodrama sentimental, con una cámara y un montaje que buscan recoger directamente la realidad, Netzer traza un panorama de la Rumania que trata de salir de la pobreza en medio de un clima de corrupción y chantaje (no falta tampoco la crítica al clasismo social), y a la vez consigue un retrato profundo de unas relaciones familiares enfermas en las que se refleja la misma asfixia y descomposición social. ¿Qué le mueve a Cornelia con tanta maquinación? ¿Es la misma cuando habla con el policía o con el testigo que cuando lo hace con la madre del niño fallecido? ¿Qué hay tras esa fría y cruda sinceridad con que se dirige a la novia de su hijo... y que a ella misma le exige? Con gestos duros y secos, con diálogos concisos y rotundos, Luminita Gheorghiu consigue construir la imagen de una madre autoritaria e hiper-protectora... pero también es capaz de arrancar sentimientos de compasión y pena en algún pasaje, porque es una madre que ha perdido a su hijo, como también lo es la que dejó al suyo en la carretera.

Sin duda, viendo a la madre se entiende mejor al hijo pusilánime, y observando la determinación y seguridad de cada una de las actuaciones de Cornelia, comprendemos mejor a ese marido que no pinta nada en casa o a ese Barbu que raya lo patológico. Ni se rompió el cordón umbilical ni se educó en la libertad o en la afectividad bien entendidas, ni ella va a cambiar a estas alturas... ni es fácil que él consiga enderezar su tortuosa vida. Por eso, el director consigue transmitirnos esa difícil relación hasta atisbar los momentos de sometimiento que padre e hijo habrán sufrido en el pasado, los silencios que se habrán auto-impuesto, las mil veces que habrán tenido que dejar que ella se saliera con la suya... porque siempre tenía razón. A la vez, percibimos un sinfín de contradicciones en la madre, más allá de su insistencia en dejar de fumar o tener el piso como ella dice, y también su incapacidad para ser de otro modo.

El lenguaje narrativo es tan seco y contundente como el modo de comportarse de Cornelia, y por eso el cierre del último plano, brusco y sin concesiones, es perfecto... después de una escena entre las dos madres que amenaza con irse de las manos por lo lacrimógena pero que Netzer sabe mantener en su punto justo, y de una secuencia final que deja un resquicio a la esperanza. Esta buena película obtuvo el Oso de Oro en la pasada Berlinale, premio merecido gracias a un guión muy bien construido por Razvan Radulescu y con un magnífico dibujo de los personajes, a una extraordinaria Gheorghiu que da intensidad a todas las escenas, a una mirada que sabe levantar un edificio social y antropológico enfermo en el que se respira el miedo a la soledad y a la verdad de uno mismo.
La mirada de Ulises
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7
28 de mayo de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al ver "En un lugar sin ley", uno tiene la impresión de haber regresado al Terrence Malick de "Malas tierras" y también de estar dando un paseo por el cine de los años setenta... con sus huidas y sus intentos por encontrar un lugar en el mundo. Aquí, en la película que acaba de estrenar David Lowery, la pareja de novios que se ve envuelta en un crimen son Bob y Ruth, jóvenes que se juran amor eterno cuando él es encarcelado y ella espera un bebé. Son parajes de Texas y el sol calienta para reflejar en el rostro de los personajes toda la fuerza del destino, junto a la calidez de un amor sincero que se vive desde la inocencia, y el polvo del camino de la vida que se vuelve tortuosa hasta amenazar con dar al traste tantas ilusiones de juventud.

La referencia a Malick no es gratuita pues la cámara de Lowery se acerca a la naturaleza como si la estuviera acariciando y se impregna de su mismo sentido de melancolía. Una vez más, el paisaje es protagonista para acompañar a Ruth en su larga espera y los cielos parecen cargarse hasta estallar en un grito contra la injusticia. No es posible el amor, o al menos no lo es del modo en que los dos jóvenes se lo han imaginado. Aquí, en Texas, el pasado es un lastre del que resulta difícil desprenderse, y solo un espíritu idealista puede imaginar el mundo que se encontrará la pequeña Silvie. De momento, pistoleros ávidos de venganza, policías en quienes quizá se mezcla el amor con otras ocultas intenciones, familiares que amenazan con una escopeta, y amigos que se juegan la vida. Es un universo de contradicciones y perplejidades del que hay que huir... hasta otro lugar en el que a uno le permitan comenzar una nueva vida.

En esta tarea, la fotografía de Bradford Young es fundamental, capaz de crear atmósferas de tensa espera y delicado amor, de generar sombras que se ciernen y amenazas de tragar el polvo. El crudo presente es salpicado por breves recuerdos de un pasado en el que el sol brillaba alto, mientras que el futuro se invoca desde la esperanza en las nuevas generaciones. En un cine así, tan ensimismado y contemplativo, es fundamental el trabajo de los actores, y tanto Casey Affleck como Rooney Mara aportan a sus personajes la candidez y bondad que el policía acierta a descubrir en sus ojos. Una historia de amor imposible y de búsqueda infructuosa, con fugitivos de buen corazón y presentimientos a flor de piel. Un cine sugerente e intimista, profundo y sobrio, construido desde la planificación y la elipsis narrativa, ideal para quienes gusten de las historias trágicas e interiores, con sentimiento y épica.
La mirada de Ulises
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6
14 de mayo de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Siempre nos quedará París", le dijo Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en "Casablanca" (Michael Curtiz, 1942)... con la vista puesta en el pasado. Y, de alguna manera, también se lo dijo a Audrey Hepburn en "Sabrina" (Billy Wilder, 1954), en este caso mirando al futuro. ¿Qué tendrá París?. En la versión que dirigiera Sidney Pollack en 1995, "Sabrina (y sus amores)", vemos cómo Julia Ormond vuelve a soñar con la ciudad del Sena y arrastra a Harrison Ford en su aventura romántica. Es ella quien nos descubre el secreto de París: allí la gente sabe vivir, sabe aparcar el trabajo en un momento dado para disfrutar. Eso es lo que aprende en su primer viaje huyendo de David Larrabee, y lo que suponemos que revive en el segundo junto a Linus Larrabee. Parece que la historia se repite, pero no es exactamente así... porque ella ha madurado y él también. Sabrina no es ya la jovencita idealista que vivía en un cuento de hadas, quizá subida a un árbol desde el que admirar a su David. Tampoco Linus es el implacable y exitoso hombre de negocios que "vive en la vida real" y siempre está dispuesto para una lucrativa operación financiera.

Pero, ¿qué han visto Linus y David en Sabrina, cuando ésta vuelve de París y ambos reparan por fin en ella? ¿Quizá la hermosura que su nuevo corte de pelo deja ver? ¿Quizá los modos sofisticados de desenvolverse que ha aprendido en la capital de la moda? Efectivamente, parece que David se siente fascinado por esa nueva belleza, de la misma manera que tantas veces se sintió atraído por tantas mujeres a las que llevaba al invernadero con una botella de champán. Sin embargo, lo que termina deslumbrando a Linus es más bien su honestidad, el aire fresco que trae a una familia acostumbrada a tener todo lo que se proponía... costase lo que costase. Ella es una chica que no se deja comprar por un millón de dólares, que no se deja besar en un peligroso juego de afectos, que no permite que se la instrumentalice en un negocio empresarial. Ella, además, despierta el amor a la vida en Linus e, indirectamente, también en David. La hija del chófer demostrará tener una clase que dista mucho de la que se puede adquirir con dinero: como dice el chófer, ni Linus ni David se la merecen... pero siempre hay una segunda oportunidad y siempre se puede cambiar ante la ida, sobre todo si media el amor.

Centrándonos en la película de Pollack -solo correcta porque la sombra de Wilder era demasiado alargada-, es necesario resaltar la interpretación de Harrison Ford como hombre muy seguro de sí mismo pero que se resquebraja, y la de Julia Ormond como mujer luminosa que deslumbra desde su inocencia y discreción. Pero sobre todo, pienso que conviene destacar los trabajos de dos secundarios como son Nancy Marchand y John Wood, que dan vida respectivamente a la madre de los Larrabee y al padre de Sabrina: son el sentido común y el saber estar, y sus intervenciones en la trama no tienen desperdicio. Siempre parecen estar de vuelta de todo, y su actitud indica que la vida les ha enseñado a no sorprenderse a de nada... y a dejar que el tiempo haga su trabajo. Conocen a sus hijos y les quieren, y saben lo que se puede esperar de ellos... y por eso confían en que sabrán rectificar y hacer buen uso de su libertad.

La historia es conocida y Pollack no hace sino actualizar los escenarios y las costumbres, darle un poco de color a las escenas... pero qué bien le sentaba el blanco y negro a Audrey Hepburn y a Humphrey Bogart, qué dulzura y fragilidad transmitía ella y qué aplomo y seguridad él, y también qué encanto tenía esa pista de tenis un tanto desvencijada por el tiempo. En cualquier caso, en ambas versiones encontramos todo el romanticismo necesario para enderezar unos renglones torcidos y traer el cielo a la tierra... para seguir siendo personas que vivan la vida real sin perder la hermosura de los sueños. Y eso hace que París case bien con el mundo práctico, que Sabrina y Linus puedan convertirse en un matrimonio bien avenido, y que él pueda al final repetir eso que dice el poema de que "Sálvame, hermosa Sabrina, solo tú puedes hacerlo".
La mirada de Ulises
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6
14 de mayo de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El tema de la memoria es uno de los predilectos del cine, como también lo es el de la redención de la culpa propia o ajena. Ambos están presentes en "La memoria de los muertos" (The Final Cut), película de ciencia ficción realizada por Omar Naim en el 2004 y que resulta tan sugerente como incompleta. En una sociedad del futuro, a algunos -uno de cada veinte personas- se les han implantado al nacer un chip Zoë en la memoria, que permite almacenar como recuerdos todo aquello que ven, y en ocasiones -por error del chip- también lo que imaginan o sueñan. El objetivo no es otro que poder hacer, una vez muerto el individuo, una película de su vida que le haga eterno entre sus seres queridos, algo que es encargado a un montador. Este profesional debe trabajar las imágenes recogidas en el implante, entrevistar a los vivos que conociera... y "devorar los pecados" del cliente, pues se trata de tener un buen recuerdo del difunto.

La historia tiene su punto de originalidad y consigue generar inquietud al percibir que se está manipulando la realidad, que se está faltando al derecho a la intimidad, que se está minando la libertad para vivir y la paz para morir. Vemos que nadie está a salvo en esta sociedad que se auto-engaña, y hasta el constructor de la memoria tiene su talón de Aquiles y necesita un rememorial que le permita liberarse del peso de la culpa. Hay un código moral para esos montadores que se respeta mientras conviene, y un movimiento social anti-implante con sus manifestaciones de queja y sus sicarios de turno. En realidad, todo está dispuesto para crear la gran mentira y para garantizar un recuerdo placentero, como si de los muertos solo se pudiera hablar bien y de los vivos... En el fondo, quien paga tiene derecho a escuchar lo que quiere oír, y al resto poco le importa que se omitan las mezquindades que en toda vida existen.

Por otro lado, causa perplejidad asistir a esas proyecciones privadas como si de un ritual pagano se tratara, con toda la carga sentimental y de falsedad que encierran, con la falta de pudor de quien sabe que todo lo que se proyectará habrá sido filtrado o censurado... Y también produce pena ver cómo contemplar la vida de los otros no hace sino vaciar la propia de emociones y alejar al protagonista de la realidad, o produce vértigo comprobar hasta dónde puede llegar la tecnología en su proceso de deshumanización. La cinta está realizada con corrección, aunque la idea daba para más y todo se queda en una herida de la infancia que necesita ser curada, en una manipulación del montaje -ahora me refiero al montador del film, no al de los rememoriales- que va y viene en el tiempo, que se introduce en una mente y en la del vecino. Hay que agradecerle a Robin Williams su sobriedad interpretativa y que deje de lado alguno de sus histrionismos, y también al director que adopte la actitud de su protagonista para dejar fuera de campo alguna de las miserias humanas.
La mirada de Ulises
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