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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1 116
Críticas ordenadas por utilidad
4
30 de diciembre de 2012
7 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mastodóntico folletín que se quiere gran epopeya romántica y se queda en hipérbole sobrevalorada. Tan sólo las escenas que recrean la Revolución de 1830 logran transmitir una cierta tensión, pobreza emotiva preocupante en cintas de este pelaje. Y es que Tom Hooper adolece de la incapacidad para dotar de un ritmo sostenido a sus películas, como ya demostrara en "El discurso del rey". Si a aquella la salvaban sus brillantísimos intérpretes, son precisamente ellos quienes ponen el último clavo en el ataúd de ésta. Porque, si bien hay excepciones notables, como Anne Hathaway y Amanda Seyfried, sus primeros espadas- Hugh Jackman y Russell Crowe- evidencian que sus registros andan bastante alejados del musical. Jackman compone un esforzado Jean Valjean. Crowe siquiera se toma la molestia, como si su Javert no fuera con él; seguramente dedique más énfasis a lo que canta en la ducha que a su repertorio en "Los miserables", o tal vez sea eso, que no canta ni en la ducha. Lo mismo puede decirse de Sacha "Borat" Cohen, travestido de John Galliano, y una Helena Bonham Carter en el papel que viene interpretando con reiteración cansina durante los últimos quince años, el de esposa y hermana gemela de Tim Burton.
Los oropeles de un diseño de producción lujosísimo no alcanzan a ocultar las enormes carencias de esta cinta. El intento de "Los miserables" resulta, no obstante, hasta cierto punto encomiable, teniendo en cuenta los gustos cinematográficos actuales. Pero que los árboles de las buenas intenciones no nos impidan ver el bosque de la deficiente calidad cinematográfica. Y además es más larga que un día sin pan.
Carorpar
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6
13 de octubre de 2018
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras colocar “La La Land” (La ciudad de las estrellas, 2016) poco menos que a la altura de los grandes musicales de la edad dorada del viejo Hollywood, parece que ha llegado la hora de ajustar cuentas con Damien Chazelle, vapuleando su “biopic” sobre Neil Armstrong con la saña de una banda de ultras rusos. A ello se han puesto con especial denuedo –léase “inquina”– buena parte de nuestras patrias plumas a sueldo y otros tantos reseñadores aficionados. Como si, resentidos por en su día haberse dejado llevar del cretino unamimismo de las redes sociales, hubieran decidido que “a mí, este crío no vuelve a engañarme”. Porque, disipado el estruendo mediático de hace un año, se impone la realidad, siempre contumaz, de que “La La Land” no es, ni de lejos, la obra maestra con que se nos quiso hacer comulgar desde casi todos los púlpitos. Pero que el mosqueo consustancial a saberse un primo no nos impida ver el bosque: “First Man” no es una mala película en absoluto. Puede que, aun a riesgo de jugarme el tipo, o la credibilidad, sea incluso mejor que la masajeada “La La Land”.
Su planteamiento, igual que el vuelo en solitario que describe, es sencilla y angustiosamente estratosférico. Algunos no perdonan el descenso en las revoluciones de la historia acaecido inmediatamente a continuación, yo en cambio creo que ello obedece a mera lógica narrativa, y también sanitaria. De lo contrario, hubiera saludado el estreno una pandemia de accidentes coronarios, y mucho me temo que no todas las salas donde se exhibe hayan hecho caso a La Sexta y estén cardioprotegidas. Hay quien directamente encuentra “First Man” tediosa. Lo cierto es que no faltan los picos de tensión –la misión “Gemini”, el malogrado despegue del “Apolo I”, antecedente de la tragedia del “Challenger” veinte años después, o el propio, celebérrimo alunizaje de 1969–, de modo que a quien se aburra viéndola no cabe sino recomendarle “2001: A Space Odyssey” (2001: Una odisea del espacio, 1968) y “Solyaris” (Solaris, 1972), programa doble que producirá en ellos el saludable efecto de elevar su umbral del aburrimiento. La sugerencia es extensible a aquellos que protestan por la proliferación de primeros planos y las estrecheces de los módulos espaciales, pues disfrutarán mucho más de los diáfanos pasillos que recorren las quiméricas naves en que viajaban los protagonistas de aquéllas. O no, probablemente sean ambas “Independence Day” (ídem, 1996 y 2016) lo que de verdad haga salivar su paladar cinematográfico, en cuyo caso, en fin, no hay más que hablar. En efecto, la claustrofobia que las escenas de cabina inducen en un espectador no demasiado idiotizado constituye uno de los logros de “First Man”, recreando con cruda fidelidad las precarias condiciones en que se desarrollara la carrera espacial. La verdad, cuesta creer que nadie con dos dedos de frente –y los astronautas probablemente formen parte de la élite intelectual de cualquier que sea el país– se prestase a ser enlatado en aquellos ataudes a reacción. Definitivamente, la llegada del hombre a la luna fue un milagro –religioso o científico, al gusto del lector–. Eso sí, precedido de una ristra de muertes a guisa de crueles ensayo y error silenciados por el triunfalismo subsiguiente. En “First Man” nos son reveladas sin complejos, lo mismo que la ola de protestas que, junto a la impopular guerra de Vietnam, el sueño –en su día delirio– de Kennedy de pisar la luna en menos de una década fue levantando conforme ésta avanzaba y los percances y las víctimas se sucedían. Por eso me asombran las acusaciones de patrioterismo leídas a varios maledicentes –insisto, tanto profesionales como “amateurs”–, quienes pareciera que, de las dos horas y cuarto que dura la película, hubieran asistido sólo al brevísimo pasaje en que el hijo mayor de Armstrong iza la bandera para, inmediatamente a continuación, correr a poner de vuelta y media al pérfido e imperialista tío Sam.
Un último reproche que ha llamado mi atención es el del excesivo “respeto” que Chazelle dedica a su retratado. En estos días en que la desmitificación es norma, no faltará quien esperase un Neil Armstrong alcohólico, o drogadicto –mejor ambos–, que golpeara a su mujer –excelente, por cierto, la interpretación de Claire Foy– o prostituyese a sus retoños. Entiendo entonces la decepción ante la callada normalidad del héroe, la discreción con que sobrelleva sus demonios interiores –otra conducta reprobable, por sospechosa, quizá hasta incomprensible, en un contexto como el actual, de fetichismo de la transparencia, cuando no de perenne exhibicionismo–. Nadie más apropiado para encarnarlo, vaya, que Ryan Gosling, quien ha fundado su éxito en una austeridad gestual rayana en el hieratismo. Los hay que también de esto se han sorprendido.
Carorpar
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4
8 de mayo de 2021
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Admitido que no estamos ante "Alien, el octavo pasajero" ("Alien", 1979), ni siquiera ante "Life (Vida)" ("Life", 2017), uno se enfrenta a esta "Polizón" con la expectativa de, al menos, no aburrirse (demasiado). Pues bien, precisamente eso, un aburrimiento supino y sin paliativos, es lo que le aguarda. Por mi parte, me he visto obligado a verla en dos tandas, como si de una miniserie se tratase, y no porque tenga un metraje particularmente largo —no llega a las dos horas—, sino porque su tediosa contemplación me daba más sueño que un bocadillo de lexatines.
Ojo: ciencia ficción no significa necesariamente diversión a raudales, a Kubrick y Tarkovski me remito. Pero tanto "2001: Una odisea del espacio" ("2001: A Space Odyssey", 1968) como "Solaris" ("Solyaris", 1972) hacían gala de unas ambiciones —pretensiones, si se quiere— intelectuales y estéticas de las que adolecen por completo "Polizón" y sus responsables, empezando por el director y co-guionista, un Joe Penna de apellido escasamente prometedor, al menos en cuanto a derroche de alegrías, con perdón de la bromita.
En efecto, todo en esta película dimana una grisura e insipidez tales, que incluso extraña que Netflix ande detrás, habida cuenta de la afición de la plataforma californiana por los fuegos artificiales. El propio reparto parece contagiarse del hastío generalizado, y nada mejor que el rictus sempiterno de Toni Collette para ejemplificar la desgana imperante, hasta habrá tenido la desfachatez de cobrar. Sus apologetas alegan en defensa de semejante turra que "Polizón" propone algo más que “meras” aventuras interestelares, como si los aficionados al género fuéramos débiles mentales, o peor: gilipollas.
Lo cierto es que el supuesto “mensaje”, ese del que se ufanan sus adalides, inaprensible para los cretinos que no le pedimos peras al olmo, presenta la complejidad de un ejercicio de Ética de primero de bachillerato, concretamente el conocido como "dilema del tranvía". El trillado juego mental diseñado por Philippa Foot en los sesenta da para un par de clases a lo sumo, pero hacer orbitar toda una película en torno suyo —eso sin mencionar el inverosímil punto de partida— acaba con la paciencia del espectador mejor predispuesto, no digamos ya la del que venga de fábrica medianamente suspicaz, por no recurrir de nuevo a terminología algo gruesa.
Al final —nunca mejor dicho, pues hay que esperar casi hasta el desenlace para encontrar un par de escenas con un mínimo de interés—, resulta que lo mejor de "Polizón" son los paseos espaciales de toda la vida. Rodados con saludable sentido del suspense y buena parte de los medios técnicos ahorrados durante los noventa minutos anteriores, se trata, insisto, de los contadísimos momentos en que logra ponernos el corazón en un puño. Evidentemente, no es suficiente.
Carorpar
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5
29 de enero de 2017
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La decepción causada por esta paquidérmica adaptación televisiva de la novela de Michael Crichton —llevada a la gran pantalla por el propio escritor en 1973, con presupuesto y, sobretodo, pretensiones muy inferiores— es directamente proporcional a las inflamadas expectativas generadas por el aparato mediático, la fanfarria propagandística y cierto voluntarismo laudatorio que la han precedido.
Sólo así puede entenderse el empeño en venderla como la heredera de "Game of Thrones" (Juego de tronos, 2011-…), cuando, más allá de la todopoderosa HBO y su proverbial gusto por las explosiones de violencia, no tienen absolutamente nada en común. El exhibicionismo seriéfilo demandaba su nuevo juguete de usar y tirar. Lástima que, a tenor de la sensación de globo pinchado que transmite, éste parezca haber agotado su vida útil bastante antes de lo previsto.
El gran pecado de "Westworld" radica en que el saludable desenfado y el sentido lúdico que presidían la película protagonizada por un impagable Yul Brynner, no encuentran continuidad, siquiera un mínimo reconocimiento en este barroquizante "aggiornamento". La borrosa silueta, apenas si atisbada por un instante, del vaquero robótico que aquél componía con notable carga autoparódica no pasa de mero guiño, y a regañadientes. Opta, en cambio, por un eterno retorno tan plomizo que incluso haría a Nietzsche, moderno formulador del concepto, añorar el mayor de sus temores al respecto, i. e. volver a vivir con su madre y su hermana una y otra vez.
Si bien la repetición de ciertos motivos podría constituir una herramienta eficaz a la hora de reflejar el sinsentido de la vida de los vapuleados androides, la insistencia contumaz no coadyuva, más bien todo lo contrario, a la estima que "Westworld" merece como producto de entretenimiento, cuando debería ser éste, el entretenimiento, el objetivo prioritario de una serie de televisión. Pero es que, además, dicho día de la marmota reiterado "ad nauseam" se alimenta de las groseras trampas de un guión que se cree sublime y cuyos giros, forzados la mayoría, y unos cuantos sin venir a cuento, pierden toda capacidad de sorpresa pasados dos, si acaso tres capítulos. ¿Por qué? Porque no hay nada detrás; bueno, sí: J.J. Abrams, dato particularmente ilustrativo de la vacuidad en que vegeta Westworld.
Cuidado, no estamos ante ningún bodrio. Ni muchos menos, que la dureza de mis juicios no nos impida ver el bosque. Jonathan Nolan, "showrunner" de todo esto, comparte con su hermano Christopher un innegable talento visual, capaz, como el reputado cineasta, de crear imágenes de enorme potencia. Una estética cuidadísima encuentra su corolario en unos preciosos títulos de crédito, indiscutible maravilla ciberpunk; lo mismo que el primer episodio, excelente y de una belleza hipnótica. El siguiente, incluso el tercero, mantienen el tipo, aunque la naturaleza tautológica de la historia ya ha perdido para entonces buena parte de su potencial sugestivo y empieza a hacerse manifiestamente cargante. Porque cierta megalomanía, traducida en un irresistible afán por sentar cátedra en cada fotograma, parece también cosa de familia. Al mayor le ha salido bien —"Memento" (ídem, 2000), "Inception" (Origen, 2010)—, regular —"Interstellar" (ídem, 2014)—, y mal —"The Dark Knight Rises" (El caballero oscuro: la leyenda renace, 2012). En cuál de las tres posibilidades encuadrar el casi debut del pequeño, aún no estoy seguro; desde luego que, de momento, en la primera no.
Los sueños de los androides con ovejas eléctricas son un "locus" demasiado trillado como para perseguir la originalidad. Si, encima, existen precedentes tan icónicos como "Blade Runner" (ídem, 1982), o divertidos como la mencionada primera versión de "Westworld" (Almas de metal, 1973), el listón está a una altura más inalcanzable si cabe. Que en ambos casos no se llegara a los 120 minutos de metraje puede que también tenga que ver. Hay historias que no necesitan 11 horas —"y lo que te rondaré, morena"—para ser contadas. Ésta, en la que desde el principio, y pese a las contumaces veleidades de su guión, se sabe que la fiesta va a acabar como el Rosario de la Aurora, es una de ellas. La pena es que sus responsables no lo hayan visto a tiempo.
Carorpar
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5
4 de octubre de 2013
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta curioso, por no decir incomprensible, el unánime entusiasmo crítico que rodea a una película como "El Irlandés". Entre otras encendidas lindezas, he llegado a leer a su respecto, y cito textualmente, que se trata de "una amalgama entre El hombre tranquilo y Pulp Fiction". A mis cortas entendederas no les alcanza para ver dicho vínculo, más allá de que la acción transcurra en Irlanda y los diálogos estén salpicados de tacos. Según esa lógica también mi visita a Dublín de hace un par de años sería "una amalgama entre El hombre tranquilo y Pulp Fiction". Cómo molo.
Ni que decir tiene que más bien se encuentra próxima a un Guy Ritchie torpón y sin pulso, de modo que la remisión a John Ford- y no sólo en el caso citado- excede el ámbito de la hipérbole para adentrarse en el peligroso sendero del insulto a la inteligencia, y a la historia.
"El Irlandés", estúpida y ventajista traducción del título original "The Guard"- tampoco este último un prodigio de inventiva-, es una cinta de calidad mediana, que incluso raya en la mediocridad, y que fía toda su eficacia al talento de su protagonista, el poderoso Brendan Gleeson. Su presencia, su gesto y sus reiterados "fucking" llenan la pantalla, eso es innegable. Pero ni mucho menos justifican 92 minutos de alarmante vacío argumental y escasa vis cómica, por muy controvertido que resulte el humor irlandés. Además, la química que exhibe con Don Cheadle es- cómo decirlo sin incurrir en el ensañamiento- inexistente, principalmente porque éste, o su personaje- espero-, manifiesta una actitud tan dinámica como la de una acelga.
Carorpar
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