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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1 115
Críticas ordenadas por utilidad
La historia del cine: Una odisea (Serie de TV)
SerieDocumental
Reino Unido2011
8,2
3 625
Documental, Intervenciones de: Aleksandr Sokúrov, Norman Lloyd, Lars von Trier, Paul Schrader ...
6
26 de agosto de 2016
39 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
“The Story of Film: An Odyssey” es una serie documental personalísima. Tan controvertida que, en ocasiones, uno llega a preguntarse si no sería precisamente levantar ampollas el principal objetivo de su factótum, el crítico norirlandés Mark Cousins. Así se desprende, al menos, de asertos de una osadía tal que “Hollywood no es clásico, Japón sí” o “si hay una película de visión obligada para cualquier cineasta, ésta es “Performance” (ídem, 1970)”, y del —a mi juicio, muy poco acertado— paralelismo que establece entre Jane Campion e Ingmar Bergman, y Baz Luhrmann y Vincente Minnelli, respectivamente.
Además, su desprecio por el sistema de estudios denota una actitud un tanto elitista, intelectualmente acomodaticia y de un reduccionismo insostenible, toda vez que él mismo se entretiene en señalar las grandes diferencias, de forma y fondo, entre los tres grandes —Metro, Warner y Paramount—. No es la coherencia, como se ve, un punto fuerte en los análisis de Cousins. De hecho, corona su encendida apología del manifiesto Dogma afirmando que “la mejor obra de Von Trier en los 90 —” Breaking the Waves” (Rompiendo las olas, 1996)— infringió las normas del Dogma”.
Su a veces excesivo fervor multicultural le lleva a poner cinematografías como la iraní, la cubana o la senegalesa al mismo nivel, o incluso superior, que la norteamericana y las europeas —tiene gracia oír a un manierista impenitente como Baz Luhrmann cuestionar la originalidad y la espontaneidad de la “Nouvelle Vague”—. Ello constituye un ejercicio, cuando menos, voluntarista. Sobre todo, porque lo hecho en dichas cinematografías ya existía en la norteamericana y las europeas 20 o 30 años antes. Nadie niega que tengan mérito, pero originales no son.
Sin embargo, la iconoclastia de Cousins —ciertamente forzada, a veces rayana en la pedantería— nos permite conocer más a fondo la obra de autores que escapan a la mayoría de legos. Muy interesantes resultan las referencias a los pioneros rusos y chinos, o al primer Ozu. Lo mismo las dedicadas al modernismo que frente al realismo social encarnaran Tarkovski, Polanski y Parajanov. Igual de sugestiva es la aproximación a los más recientes Kiarostami —por cierto, que fallecido el pasado mes de julio, D.E.P.—, Won Kar-Wai y al terror japonés de la primera década del siglo XXI. Como se ve, el multiculturalismo no tiene, “per se”, nada de malo.
Pese a las escasas simpatías que Cousins profesa a los clásicos del otro lado del charco —él los llama, no sin postmoderno menosprecio, “románticos”—, se refiere a John Ford con el respeto debido, reconociendo su influencia —eso sí, vía Orson Welles, quien afirmaba haber visto 30 veces “Stagecoach” (La diligencia, 1939)— en el surgimiento del “noir” y la madurez del cine americano con sus aportaciones a la profundidad de campo. Algo es algo. Ah, y con su don para las aseveraciones lapidarias, larga un estridente “Hitchcock es más importante que Picasso” con el que coincido hasta en las comillas. Que nos detengan.
Se esté más o menos de acuerdo con Mark Cousins, o —así les sucederá a unos cuantos, y no me extraña— en total e irreconciliable desacuerdo, su dogmatismo se hace más llevadero merced a las sencillas explicaciones técnicas, muy didácticas, con que adorna el sentencioso discurso. En especial durante los episodios dedicados al nacimiento y consolidación del conocido como séptimo arte, en cuyo contexto encontramos excelentes alusiones a Chaplin, Keaton y Dreyer, así como al expresionismo alemán, Abel Gance, Buñuel, y Eisenstein. Si bien se deja llevar, en su valoración de Griffith, por la falacia de la ideología, último "pero" a guisa de punto final, ilustrativo de las sensaciones contradictorias que provoca —nunca mejor dicho— esta polémica serie.
Carorpar
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6
11 de septiembre de 2014
36 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curioso desembarco del irlandés John Carney en la Meca del cine.
Antes que nada cabe preguntarse en qué genero encuadrar su "Begin Again", si en la comedia romántica o el musical. O no, y del mismo modo que la vida resulta más compleja que las incontables etiquetas con las que tantos tratan en vano de sojuzgarla, también el cine excede en ocasiones las categorías, a fin de cuentas arbitrarias y reduccionistas.
Ni que decir tiene que la golosina- indiscutiblemente deliciosa- que Carney nos reserva poco se parece al gris día a día de la mayoría; pero su apuesta por el optimismo y el buen rollo que se esfuerza ardua y denodadamente en transmitir merecen el agradecido elogio de este plumilla otras- muchas- veces inmisericorde con productos de pelo similar.
Porque, efectivamente, no cabe duda de que "Begin Again", con todos sus defectos- que los tiene, y que señalaré a continuación-, es un soplo de aire fresco para ambos- sufridos- géneros, musical y "rom-com", tanto la adscribamos a cualquiera de ellos como o a los dos.
Hace gala de una inusual habilidad para mantener la sonrisa pintada en el rostro del espectador más cínico durante buena parte del metraje, y se trata, además, de una de esas películas que, al menos durante un par de horas, nos reconcilian con el resto de homínidos- de la sala y del planeta-.
En su debe no queda sino reseñar que, como les sucede a otras cintas del mismo corte, se asoma con escaso pudor al abismo de la vergüenza ajena- ejemplo palmario de ello es la escena en que el mugriento productor musical interpretado por Mark Ruffalo "descubre" al diamante en bruto de estudiada estética post grunge que compone la luminosa Keira Knightley; ante la cual no sabe uno si sonrojarse o admirar su atrevimiento-. En cualquier caso, es un riesgo que vale la pena correr. A cambio se sale del cine siendo mejor persona, y eso, hoy día, constituye un logro cada vez más trabajoso.
Mención aparte para una estupenda banda sonora- pese a los estridentes falsetes de Adam Levine (sí, el de Maroon 5... en serio)-, en la que destaca especialmente la acariciadora voz de una Keira Knightley de maravillosa sonrisa imperfecta- digna de figurar, de hecho, y de pleno derecho, en el "Gran Libro de las Sonrisas Británicas"- que, tal como acostumbra, se nos muestra arrolladoramente encantadora, al tiempo que profundamente irritante. En fin, dolor-placer, que gustan algunos.
Carorpar
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4
21 de junio de 2022
32 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como estoy bastante curado de espanto, no puedo evitar enfrentarme a las reconstrucciones históricas del audiovisual patrio con algunas —si no muchas— precauciones. En rigor, con muy razonables suspicacias. Pues bien, esta «Sin límites» viene a reafirmarme en todas y cada una de ellas.
En tanto motivo subyacente —diríase que estructural— cabe aducir el de las estrecheces presupuestarias. Resulta palmario que no había dinero para lo que se ha intentado recrear, lo cual redunda en una cutrez impropia de las posibilidades técnicas de nuestros días. Claro que, ahorrándose el caché de ciertas «estrellas» —¿hasta qué punto hacía falta recurrir al hierático Rodrigo Santoro, o al mastuerzo de Sergio Peris-Mencheta? —, quizá podría haberse rodado alguna secuencia a la luz del día. Que todo suceda de noche es un truco bastante sobado —desde los tiempos del «noir», o incluso antes, del expresionismo alemán— para ocultar la precariedad escenográfica.
Director y guionista —Simon West y Patxi Amezcua, respectivamente— tampoco se han lucido, y viendo las carreras de ambos, sobre todo la del primero —«Con Air» («Con Air [Convictos en el aire]», 1997) fue su opera prima y, hasta la fecha, obra maestra— no me extraña. La coherencia, el mero racord incluso, brillan por su ausencia, con barcos que aparecen y desaparecen al albur no ya de los elementos, sino de las ocurrencias de sus (i) responsables. Así, la escuadra al mando de Fernando de Magallanes semeja en ocasiones la Flota del Pacífico para, de inmediato y sin solución de continuidad, estar integrada por una sola nave, dos en el siguiente plano.
Respecto al mayor o menor rigor histórico —por lo visto, más bien lo segundo, y de manera conspicua, por no decir que susceptible de sonrojo—, hay una asombrosa proliferación de gazapos, conscientes o no: del frecuente uso del catalejo, inventado años después, a unos atavíos propios del siglo XVII; pasando por esa Giralda unas veces provista de su característico remate renacentista —también posterior en varias décadas a los hechos descritos— y otras no, como los pimientos de Padrón. Cierto crítico, o crítica, o historiador o historiadora, ha señalado con suma agudeza que «Sin límites» parece inspirarse en la saga «Piratas del Caribe» y no tanto en los acontecimientos reales que dieron la vuelta al mundo, con perdón del tosco juego de palabras.
Volviendo sobre el desacertado reparto, Álvaro Morte compone un Juan Sebastián Elcano absolutamente incoloro, inodoro e insípido. Creo haber leído que, además, se ufana de haberle aportado una impronta «de izquierdas». Otro anacronismo —«izquierda» y «derecha» son categorías heredadas de la Revolución Francesa—, por no echar mano de un epíteto más grueso. La verdad, se me escapa el renombre que está cobrando este individuo de un tiempo a esta parte. Comparte con sus compañeros de fatigas, eso sí, un vicio común a buena parte de paisanos dedicados a menesteres escénicos: farfullar sus frases de tal modo que resulta imposible seguir el diálogo sin subtítulos. Prueba ilustrativa —y por demás paradójica— de ello es que se entiende mejor a los actores portugueses hablando en castellano que a los propios intérpretes españoles. Y cuando de la inextricable jerigonza gargajosa logra uno entresacar alguna oración con sujeto y predicado, su contenido es tan bochornoso, de una estupidez tan abisal, que casi preferiría haber permanecido en la incomprensión.
En suma, «Sin límites» constituye la enésima oportunidad perdida de facturar un producto de corte histórico y calidad suficiente por parte de nuestra acomplejada industria del entretenimiento, incapaz de salirse de los desalentadores cánones del costumbrismo, excepción hecha de la ninguneada —¿Por qué será? — «Conquistadores: Adventvm» (2017). Si no la conocen, se la recomiendo encarecidamente.
Carorpar
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4
6 de junio de 2017
27 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me puse con “Fortitude” animado por el laudatorio artículo que se le dedicaba en “Ideas”, suplemento dominical del otrora respetable “El País”. En él su autor, cuyo nombre no recuerdo —ni quiero— y que posiblemente redactara su panegírico tras haber visto sólo el episodio piloto, incidía con especial entusiasmo en la sofocante atmósfera helada —valga el oxímoron— y la morbosa sensación de insignificancia, de último reducto “civilizado” —el entrecomillado es mío— en mitad de la feroz, omnipotente naturaleza.
Rectifico: no debió de haber acabado el piloto siquiera. Porque lo que habría tenido que ser seña de identidad de la serie tarda apenas nada en dar paso a una multiplicación de subtramas en las que, además, los personajes toman decisiones que desafían cualquier lógica —formal e informal—. A mi juicio, tal proliferación de historias deriva de un mal amalgamado batiburrillo de géneros y de la incapacidad de sus responsables —“perpetradores” sería una denominación más apropiada— para decidirse por el terror, la intriga o el culebrón. El resultado, a veces y pocas, recuerda a una especie de “Twin Peaks” bajo cero y carente del embrujo surrealista de un genio —para bien y para mal— como David Lynch.
Además, la serie viene lastrada por una rémora argumental ciertamente grosera que, creo, ya ha advertido algún otro usuario de la página. Me explico: el pequeño enclave de “Fortitude” presenta una tasa de mortalidad más alta que la de Sudán del Sur sin que a casi nadie, no ya en Oslo, metrópoli de la criatura, sino en el propio pueblo, parezca llamarle especialmente la atención.
Todo ello en cuanto a la primera temporada, porque la segunda —y espero que última— se revela como un sinsentido cósmico por el que transitan posesos, chamanes, políticos corruptos y científicas locas sin un ápice del encanto de serie B que a semejante charanga de friquis cabría suponerle. Sólo se salvan del naufragio las esforzadas interpretaciones de un reparto que hace gala de una profesionalidad encomiable al no estallar en carcajadas ante buena parte de las situaciones en que se le obliga a verse envuelto. Que les paguen la extra de julio, se lo han ganado. Pobrecillos.
Carorpar
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6
7 de noviembre de 2022
37 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tal como sucediera con «El irlandés» («The Irishman», 2019), «Mank» (ídem, 2020) y, sobre todo, «Roma» (ídem, 2018), una de las mejores películas del año, si no la mejor, viene de la mano de Netflix. Ello constituye prueba fehaciente de varias cosas. La primera, que las plataformas de contenidos han borrado de un plumazo las fronteras entre formatos; si bien es cierto que la experiencia inmersiva que nos propone «Sin novedad en el frente» pide pantalla grande y sonido envolvente.
La segunda, que el audiovisual de nuestros días no está como para tirar cohetes; pues, aun tratándose de una cinta impecable —la novela de Erich Maria Remarque y un presupuesto lo bastante generoso son una apuesta segura, así lo atestiguan traslaciones anteriores del mismo texto—, no hay en ella nada realmente original, mucho menos sorprendente.
Y la tercera, que en el catálogo de Netflix se da una convivencia tóxica —para el suscriptor, principalmente— entre una nutrida pléyade de horrores y un puñado de obras maestras —algunas; porque ésta, insisto, no llega a serlo—. Antes que ponerse a suprimir perfiles, sus responsables deberían hacer una limpieza de bodrios. Claro, que entonces Netflix se convertiría en Filmin.
Volviendo a «Sin novedad en el frente», su hincapié en los pasajes de acción la acercan más a «1917» (ídem, 2019) que a la versión de 1979 —tengo pendiente la temprana adaptación de Lewis Milestone, conque me abstendré de incluirla en la ecuación—, algo morosa en las escenas de retaguardia, aquí ventiladas con una concisión que el espectador actual sin duda agradecerá.
En efecto, Edward Berger nos mete de lleno en una descarnada colección de «tempestades de acero» —tomo el término del filósofo Ernst Jünger, herido en catorce ocasiones, catorce, durante la contienda— por medio de prolongados travellings a través del barro, la mugre, la sangre, el sudor, las lágrimas y los balazos traperos en un paisaje lunar que, asimismo, bebe a tragos largos de la (anti) estética de Otto Dix.
El resultado es indiscutiblemente satisfactorio, especialmente para los aficionados al género, obsequiados con un crudo verismo que alcanza hasta a las decadentes dentaduras de sus protagonistas. No obstante, todo en ella se antoja visto una y mil veces desde que la ya lejana «Salvar al soldado Ryan» («Saving Private Ryan», 1998) redefiniera el cine bélico.
El inicio, con esa larga escena dedicada al «reciclaje» de uniformes, o más adelante la de la búsqueda de la compañía de reclutas perdida por el camino, apuntaban una impronta terrorífica subrayada por las secas notas de la banda sonora. Lástima que esta vía, ciertamente sugestiva, se abandone en aras del espectáculo puro y (muy) duro.
Carorpar
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