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Críticas de Juan Marey
Críticas 681
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
18 de septiembre de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dentro de todo el ciclo de adaptaciones cinematográficas del detective Philip Marlowe, “The Brasher Doubloon” tal vez sea una de las más desconocidas para el público español, de hecho, carece de estreno en España, una película que casi nadie parece haberla visto, y sin embargo, de lo más estimable. Se trata de una inesperada incursión de John Brahm en el universo del principal personaje surgido de la pluma de Raymond Chandler, un director que vivía por aquellos años su mejor etapa, siempre en el cine modesto, bien dentro de la misma Fox —su famoso díptico con el excelente y malogrado actor Laird Cregar, que además fueron las dos últimas películas del mismo, o sea, “Jack el Destripador” (1944) y “Concierto macabro” (1945)—, bien para la RKO, como el fascinante thriller onírico “La huella de un recuerdo” (1946), que es justo el film anterior al que nos ocupa y que de hecho sería esta la última ocasión en que dicho detective llegaría a la pantalla en lo que podríamos definir el periodo clásico, hasta que dicha recreación literaria se recuperara en el denominado neonoir de los años setenta.

La película está repleta de magníficos diálogos, de esas descripciones secas y rutilantes con que Chandler tan bien caracterizaba a sus personajes, incluso los episódicos, y ofrece la habitual panorámica de una sociedad cuya suciedad procede, siempre, de la debilidad por el dinero o por la satisfacción de los instintos. En particular, parece una variante de “El sueño eterno”, en cuanto que ambas tienen el mismo motor argumental: en el inicio, Marlowe acude a una lujosa mansión donde el anciano patriarca de una familia ricachona (aunque aquí, y el detalle será importante, es una mujer), que vive enfermo y recluido en una estancia de la gran casa, le encomienda una búsqueda que acabará sacando a la luz un buen número de trapos sucios de la familia.

Es una obra que va densificando su trayecto a medida que se va enmarañando la trama, con la inclusión o aparición de más personajes o hilos de la madeja. No es una obra de tinieblas, como podían ser “Jack el destripador”, o la magnífica “Concierto macabro”, o con esa narrativa en espiral, de sucesión de flashbacks dentro de flashbacks, de la espléndida “La huella de un recuerdo”, su luminosidad es engañosa, como es inquietante el ruido de ese viento caluroso, o el desconcertante comportamiento de la dama a rescatar, de movediza condición, oscilante apariencia durante todo el relato, no se sabe si frágil o amenazante, o ambas, quizá víctima o quizá culpable. Aún así, Marlowe en todo momento mantiene el gesto firme, sin perder el temple, la sonrisa que desestabiliza a sus contrarios porque no anuncia tormenta, o los vivaces reflejos, capaces de solventar una situación en la que le hacen desnudarse a golpe de pistola.

Se nota que Brahm se sentía a gusto en las lindes del fantástico, como indican bien los tres títulos que antes citaba, los detalles que refuerzan esta impresión son numerosos: desde algunos personajes (el experto en monedas raras, a quien se caracteriza abiertamente como un judío que parece en posesión de algún secreto ocultista, encarnado por el veterano Housely Stevenson), al uso de elementos de regusto expresionista como el deleite por el picado o el contrapicado, el aura de objeto «maldito» con que se intenta revestir al doblón Brasher (se llega a decir que sus siete anteriores dueños tuvieron un «final abrupto y nada feliz») o, siempre, la presencia constante, incluso obsesiva, de ese viento que no deja de soplar a lo largo de toda la película, y que da pie a momentos de sugestión fabulosa como ese efecto que producen las sombras de las agitadas palmeras recortándose sobre las paredes en la escena de la visita nocturna de Marlowe a la mansión de los Murdock. Y, como corresponde a un genuino Marlowe, la presencia, siempre bien pegada a la realidad, del detective, arrebata a la historia toda tentación de exceso.

Una de las mejores aportaciones de Marlowe, una pequeña joya del noir gótico, hasta hace poco imposible de encontrar, con dos protagonistas de excepción y la habitual trama enredada de rigor. Sin duda merece el placer del descubrimiento.
Juan Marey
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8
16 de septiembre de 2024
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Hay pocas obras maestras a las que es tan difícil de acceder como a este poema visual que nos regaló Yuliya Solntseva (1901-1989), viuda del gran Alexander Dovzhenko y que dedicó la mayor parte de su carrera cinematográfica, después de interpretar el papel principal en “Aelita” (1924), a ayudar a su marido ucraniano y luego a filmar sus proyectos no realizados después de su muerte. Es una película que rara vez se proyecta y es ignorada en la mayoría de la literatura cinematográfica, de hecho, si no hubiera sido por la entusiasta referencia de Godard en una entrevista de 1965, muy pocos habrían sabido de su existencia, pero es un deslumbrante espectáculo, un derroche de color y de sonido grabado en 70mm y sonido estereofónico y con toda la libertad e imaginación de una inspirada película casera.

Completando una trilogía de películas derivadas de los textos póstumos de Dovzhenko, Yuliya Solntseva filma los recuerdos de infancia de su marido, no sabemos cuánta imaginación puso él al escribirlos, pero ella, que no estuvo allí, tuvo que ponerla toda, y salió “El Desna encantado”, una película encantada y rebosante de deseo, capaz de arrastrarte por completo fuera de ti. Es un relato laberíntico pero exaltado de la infancia rural y pobre de Aleksandr Dovzhenko, en el que, como en sus mejores obras, resulta imposible distinguir la realidad de la fantasía o de la imaginación, o de la epopeya panteísta que surge de una especie de música soñada en imágenes, una danza recíproca realizada por la naturaleza, la familia y otras piedras angulares locales excéntricas en colaboración perpetua y misteriosa.

Es tal vez la prueba más contundente de que los mundos líricos de fantasía popular de Parajanov y Tarkovski no fueron meros casos aislados, también está el delirio folclórico ucraniano de Alexander Dovzhenko, en el breve lapsus de setenta minutos echamos una mirada con gafas de color de rosa a la infancia del personaje principal, un escritor convertido en soldado que regresa al pueblo de su juventud para liberarlo de las hordas nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La película se las arregla para cambiar entre tres marcos temporales sin esfuerzo y así recrear el pasado casi como si fuera presente, moviéndose entre capas de memoria mediante el uso de una expresiva voz en off que recuerda las evocaciones de la infancia del protagonista. Pero estos no son los torturados recuerdos de Tarkovski, todo lo contrario, “El Desna encantado” es una obra sumamente optimista, que claramente se deleita en la Ucrania de la juventud del escritor, pero también elogia la capacidad soviética para remodelar la tierra mediante la construcción de represas y otras construcciones, esto puede parecer extraño hoy en día, pero se vincula perfectamente con la creencia que tenía Dovzhenko del poder del comunismo para vigorizar la tierra de una manera que el feudalismo nunca pudo, por supuesto, las cosas no terminaron así, pero eso es otra historia.

La banda sonora también es radicalmente experimental, y utiliza la atonalidad y los instrumentos electrónicos para actuar como contrapunto a las imágenes de colores brillantes que vemos en pantalla. El montaje inicial de imágenes panorámicas del campo es asombroso, como algo sacado de una película de ciencia ficción y, sin embargo, absolutamente hermoso, el único inconveniente es la copia de la que disponemos, ojalá exista una buena restauración en proceso de realización, si no, esta es una película que absolutamente se lo merece, una obra importante dentro de la historia del cine que ha sido olvidada. Insto a todos vosotros a ver esta hermosa y emocionante película, toda una auténtica poesía visual llena de imágenes inolvidables.
Juan Marey
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7
15 de septiembre de 2024
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Directora soviética, actriz y colaboradora durante mucho tiempo del cineasta ucraniano Alexander Dovzhenko, su marido, Yuliya Solntseva dirigió y protagonizó más de veinte películas, ambos produjeron films que se ocupaban del significado del cambio revolucionario, pero que también daban prioridad a la belleza y la poesía. Las búsquedas de Solntseva como directora se desarrollaron bajo el auspicio de continuar con el legado de su marido, su figura ha languidecido a la sombra de la de Dovzhenko, sin embargo, su singular destreza como directora, adaptando los fastuosos guiones de su marido, ha sido continuamente promovida por reconocidas personalidades como es el caso de Jean-Luc Godard. Fue premiada como mejor directora en Cannes en 1961 por “La epopeya de los años de fuego”, siendo el primer premio de ese festival ganado por una mujer.

El debut como directora en solitario tras el fallecimiento de su marido lo constituyó la película que hoy nos ocupa, “ Poema o more” (Poema del mar), utilizando uno de los guiones del propio Dovzhenko, con fantasías e incluso ensoñaciones animadas nos muestra como los símbolos del progreso pueden no significar lo mismo para todas las personas, mostrado todo esto con unos cielos y unos paisajes preciosos, con un tono que es tan nostálgico como apocalíptico, pero también esperanzador. Tal vez esas contradicciones podrían ser crueles, pero creo que Yuliya Solntseva ve el cielo en la tierra de la misma manera que lo veía su marido, construido en capas que cambian constantemente y que vale la pena reconstruir mientras sigamos vivos.

“Poema del Mar” podría considerarse como una obra coral, aunque formada más por pinceladas o retablos en torno a una serie de temas comunes que no por historias, porque si algo queda claro desde el principio del film es que a Solntseva le importa un bledo preocuparse por el avance de la narrativa y prefiere quedarse con el aspecto más poético. Desde sus primeros minutos deja clara una de las características que más encandilan del film, y es su tendencia a dejarse llevar por disgresiones que nos apartan del punto en que nos encontramos, así por ejemplo, el general camina por el campo y le vienen a la mente recuerdos de la guerra, o escuchamos ruidos de explosiones y de repente aparecen unos tanques, o en un par de planos pasamos de la placidez de la naturaleza a estar sumergidos en la guerra, o en otra escena, el padre de una hija que ha sido cruelmente engañada acude a visitar al joven culpable a su oficina y, mientras espera sentado evoca cómo se había imaginado la venganza, que visualizamos como una fantasía infernal, o un momento absolutamente conmovedor que se produce cuando el general, de vuelta a su antigua casa, escucha una canción que le cantaba su madre de pequeño, a partir de ahí vemos una serie de planos sueltos que abarcan desde su infancia a diversos momentos de su vida, sin detalles, solo flashes que parecen resumir toda una vida que se le está escapando de las manos mientras rememora todas aquellas cosas que ya ha perdido por el camino, pocas veces se ha visto evocar de forma tan clara el sentimiento de nostalgia en una película.

Una obra melancólica, que celebra el progreso de la industria soviética (¡cómo no!) pero que al mismo tiempo muestra cómo esa idea de avance implica una ruptura con el pasado, que para seguir adelante hemos de destruir necesariamente algo que forma parte de nosotros mismos, que en este caso son los hogares donde la gente del pueblo ha vivido todas sus vidas. Ese breve retorno de algunos personajes al pueblo de su infancia a vislumbrar por última vez lo que fue una parte de sus vidas les supone también el enfrentarse a la idea de un pasado que no retornará, a un modo de vida que dejará de existir y que los jóvenes (como el mimado hijo del general) ya no podrán entender nunca.
Juan Marey
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8
11 de septiembre de 2024
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Los rusos siempre creyeron que el mundo, en especial Occidente, nunca valoró lo suficiente el esfuerzo que hicieron en la Segunda Guerra Mundial, se calcula que entre 20 y 27 millones de ciudadanos de la Unión Soviética, entre civiles y militares, murieron durante el conflicto más sangriento de la historia, una cifra mayor a la de cualquiera de los países que participaron de la guerra y que supera a la del conjunto de las naciones que integraron el Eje, sin embargo los episodios más populares de la guerra no involucran al Ejército Rojo: el desembarco aliado en las playas de Normandía, la lucha contra las fuerzas japonesas en el Pacífico, la resistencia en Francia y otros países ocupados, las campañas de Erwin Rommel en el norte africano... Esta sensación de falta de reconocimiento, que en buena medida es certera, también se trasladó al ámbito del cine. Hollywood realizó gran cantidad de películas que mostraban las heroicas hazañas de sus soldados en Europa y Asia, algunas de ellas producciones enormes y muy costosas, que no hacían referencia a sus circunstanciales aliados del Este. En los años 60 los soviéticos decidieron responder como sólo ellos podían hacerlo: con una épica descomunal, este es el caso de la película de Yuliya Solntseva que hoy nos ocupa: “Povest plamennykh let” (La epopeya de los años de fuego).

Los films sobre la Segunda Guerra Mundial solían apelar a imágenes documentales, que editaban junto a escenas de ficción, para ilustrar las grandes batallas o los movimientos de tropas y equipamiento a gran escala, en realidad, este modo de narrar la guerra tenía también varios antecedentes en el cine ruso, se trata de una especie de subgénero que se suele denominar “documental artístico”, pero que en algunos casos también podría etiquetarse como “manual escolar soviético”. Aunque hay ejemplos anteriores, el modelo se consolidó en películas de posguerra como “The Third Blow” (Tretiy udar, Igor Savchenko, 1948), las dos partes de “The Battle of Stalingrad” (Stalingradskaya bitva, Vladimir Petrov, 1949) y, sobre todo, en la más famosa y recordada del período: “La caída de Berlín” (Padenie Berlina, Mijaíl Chiaureli, 1950), todas comparten un esquema similar: películas largas, costosas, con cientos de extras y la representación de Iósif Stalin como el gran héroe de la guerra, el hombre sabio y paciente que sabe anticiparse a los movimientos enemigos y desplegar sus ejércitos en consecuencia; pero este tipo de films desaparecieron de la esfera pública unos años más tarde, cuando Nikita Kruschev tomó el poder, denunció algunos de los horrores del stalinismo y dio comienzo a la llamada etapa del deshielo en la Unión Soviética, la guerra también podía ser mostrada como una gran tragedia nacional, este es el caso de lo que se nos muestra en “Povest plamennykh let”.

Yuliya Solntseva retomó el guion de su marido Aleksandr Dovzhenko, que sirvió de base para el rodaje de “Bitva za nashu Sovetskuyu Ukrainu” (Ucrania en llamas), guion escrito en 1943 y duramente criticado por Stalin con la acusación de derrotista y nacionalista, y consigue con esta extraordinaria recreación ser reconocida con el Premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes, la primera mujer que lo consigue. Pero si en general la obra del realizador ucraniano Aleksandr Dovzhenko es mal conocida, aún peor ha sido el destino de los films que escribió pero que sólo pudo concretar, después de su muerte en 1956, su esposa Yuliya Solntseva, ignorada o subestimada por casi todo el mundo, “Povest plamennykh let” es uno de esos films y resulta asombroso por varias razones: en primer lugar porque es sin ninguna duda un film de Dovzhenko, fiel a su estilo en tensión permanente con toda forma de representación clásica, con esa misma excentricidad lírica que le permite poner personajes que hablan a cámara porque cumplen funciones simbólicas, o plantear conversaciones con estatuas, o volver presente en imágenes el pasado legendario de Ucrania, o resucitar a un soldado porque su Patria le infunde vida; en segundo lugar, porque construye un vínculo de opuestos entre la guerra, ese asunto de los hombres, y la naturaleza, que es de orden divino, con imágenes muy poderosas que se anticipan en varias décadas a las pretensiones ecológicas de Terrence Malick; en tercer lugar porque contiene algunas de las escenas bélicas más extraordinarias que se hayan filmado en toda la historia; y en cuarto lugar porque la directora fue Yuliya Solntseva, pionera entre las poquísimas mujeres cineastas de la Unión Soviética (fue también actriz e interpretó el papel principal en el clásico de ciencia ficción comunista “Aelita, la reina de marte”).

¡Una película excelente! Yuliya Solntseva se enfrenta a las miserias de la guerra con su gran talento como directora, honrando la memoria de su difunto marido, Alexander Dovzhenko. Una de las mejores películas sobre la Segunda Guerra Mundial.
Juan Marey
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8
9 de septiembre de 2024
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En 1920 André Antoine nos regaló su novena y finalmente última película, se rodó en Bélgica pero nunca se estrenó, Charles Pathé, el distribuidor, consideró este material como un documental y la mantuvo en el olvido, al final la película fue editada y proyectada sólo una vez durante una proyección corporativa en 1924, lamentablemente esta copia ha desaparecido. Felizmente para todos nosotros, un negativo inédito de seis horas de duración fue encontrado en las colecciones de la Cinémathèque française en 1982, se encargó el montaje a Henri Colpi (con experiencia como montador y como director) tomando de referencia el guion de Antoine, que milagrosamente también se conservaba, de esta forma la película logró estrenarse en una fecha tan tardía como 1984, 60 años después de haberse filmado. En 2012 la Cinémathèque française mandó hacer una nueva copia al persistir algunos defectos en el momento de la primera restauración, por primera vez se utilizó una calibración totalmente digital para recrear los colores de la película, reproducida en su momento por Colpi con el proceso de impresión Desmet, el trabajo del laboratorio digital estuvo a cargo de Bruno Despas y Digimage.

Una primera idea se nos viene a la cabeza cuando la visionamos, es esa corriente de “Cine fluvial” tan delicioso que ocupó unos años la filmografía francesa, buscando escenarios vivos, frescos, cambiantes. Hubo muchas y muy célebres muestras en la década de los ‘20, películas en torno a los ríos que conjugaban con maestría poesía y documental, pero nos acordamos más de la imperecedera y más tardía “L’Atalante” (1934) de Jean Vigo, el excelente film de André Antoine nos lleva irremediablemente a la obra maestra de Vigo, aunque sea de forma involuntaria, porque es enorme la estela de “L’Atalante”, podríamos decir que ésta resultó ser el punto álgido y de convergencia de este subgénero fluvial debido a que sublimó y cristalizó con ingenio lo poético, lo vanguardista, el drama social, la incipiente modernidad, libertad y un toque de anarquía, como si fuera una eclosión de todas las anteriores. Sin embargo, la dirección de la interrelación de las dos películas debería tener un sentido inverso si hemos de ser justos, el conocimiento de que se rodó catorce años antes ésta de André Antoine la colocan en un lugar preferente, porque anticipó esta inquietud de evolución de temáticas, de paisajes, del tránsito al género documental, fue precursora antes que “La Belle Niverneuse” (1923) de Jean Epstein o que “La Fille de l’eau” (1925) de Jean Renoir, excelentes ejemplos de esos años también, desconozco si sería vista por esos directores o por un joven e inquieto Jean Vigo de 19 años en 1924 en ese único y desangelado pase.

Fiel a su vocación realista, Antoine quiso hacer una película sobre la vida de los hombres y mujeres que surcan los canales flamencos a bordo de sus barcas, sin embargo, dio un paso más allá al filmar esa realidad, descrita en continuo movimiento, mediante una mirada que busca hacer de cada imagen un descubrimiento, una iluminación, todo en “L’Hirondelle et la Mésange” parece filmado por primera vez, con el mismo gozo y amor primigenio con que la cámara de los Lumière registraba el gran canal veneciano desde una góndola o los paisajes invernales de Aix-les-Bains desde un tren, sin duda, con la misma excitación que experimentaban los anónimos operadores de la Gaumont cuando, diez años antes, instalaban sus artefactos a bordo de las naves que atravesaban los desfiladeros de l’Ardèche. Una película interesantísima en la que juega un papel fundamental el excelente trabajo de fotografía de un veterano como Léonce-Henri Burel, que había trabajado entre otros con el gran Abel Gance, gracias además a la excelente calidad de la copia que nos ha llegado podemos disfrutar de la belleza de esos paisajes a lo largo del río e incluso se documenta con detalle costumbres regionales como la fiesta del Ommegang, se nota que la película está filmada con el sincero afán de capturar la realidad, entremezclando los personajes de ficción con los reales, e incluso en algunos planos se puede ver a gente mirando a cámara, confirmándonos que a Antoine no le importaba realmente que los códigos del documental y del cine de ficción se mezclaran. Para capturar de la forma más naturalista este entorno, Antoine y Burel emplearon algunos métodos bastante poco habituales en la época como filmar algunas escenas con dos cámaras a la vez desde diferentes encuadres o, en el caso de las escenas de multitudes, emplear cámaras ocultas para que la gente no se percatara de su presencia. Décadas después multitud de cineastas y de movimientos cinematográficos emplearían estos mismos métodos sin que se le haya reconocido a Antoine su contribución en dicho campo.

Una bella película, un regalo para los ojos y para el espíritu, una fantástica película con al que Antoine suelta amarras, se eleva por encima de sus fuentes literarias y trasciende el naturalismo propio de la escuela realista para proponer una visión cinematográfica muy cercana a la pureza de los pioneros.
Juan Marey
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