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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 855
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
4
11 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo un tiempo en el que David Fincher fue un innovador del cine, un creador brillante junto con otros genios de su generación como Paul Thomas Anderson, Quentin Tarantino o Christopher Nolan. Pero hace tiempo que Fincher anda perdido y su cine se ha ido deslizando hacia la palomita fácil y las fórmulas estereotipadas. Nada queda de la genialidad del creador de “Seven”, con el que reformuló el noir, o de “Zodiac”, uno de los mejores thrillers que haya disfrutado en mi vida y película de referencia. Tan sólo pareció que su resurrección como gran creador iba a llegar de la mano de la espléndida “Perdida”, pero no fue más que un mero espejismo.

“El asesino” es un nuevo supuesto de un Fincher con el piloto automático puesto que nada aporta, que no emociona, que interesa bastante poco y que me aburre, sencillamente porque todo lo que cuenta ya se ha contado antes y con más profundidad. Sigue teniendo un pulso muy especial para la creación visual de sus planos, pero eso no es suficiente para sostener dos horas de un film un tanto soporífero y bastante anodino.

Incluso las reflexiones del protagonista a través de una constante voz en off han perdido la fuerza que alguna vez tuvo la filosofía vital de Fincher. Resultan ya manidas y repetitivas, de un nihilismo mil veces visto, de una misantropía facilona y comercial, además en este caso en un círculo vicioso en el que se repiten una y otra vez los mismos argumentos para desesperación del espectador. Porque, seamos sinceros, el guión de Andrew Kevin Walker, adaptando una novela gráfica de Alexis Nolent, es malo de solemnidad. Y, por mucho que Fincher ponga oficio a la hora de la creación visual, un film con un mal guión siempre será malo.

Lo único mínimamente destacable es la interpretación de Michael Fassbender, quizás el único interviniente en la película que se toma en serio a sí mismo y que intenta tirar de una embarcación encallada durante sus larguísimos 118 minutos de metraje, que podrían haberse quedado reducidos perfectamente a la mitad sin demasiado esfuerzo.

Como es marca de la casa Fincher, la dirección de fotografía es la otra parte a destacar. Erik Messerschmidt sabe perfectamente el tipo de estilo visual que pretende Fincher y lo logra con una pulcritud apabullante, especialmente en sus numerosísimas escenas nocturnas, trabajando los colores de forma pulcra casi sin iluminación.
Sergio Berbel
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10
11 de enero de 2024
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En 1984, Mario Camus, uno de los más grandes cineastas europeos, logró estrenar en cines el segundo gran reto hercúleo de su carrera, tras haber logrado adaptar al cine la compleja y magistral novela coral de posguerra de Camilo José Cela “La colmena”. En esta segunda ocasión, la dimensión de la traslación al cine de una novela capital de la literatura en castellano, “Los santos inocentes” de Miguel Delibes, no era empresa menor en su dificultad. El resultado fue mucho más perfecto que en el anterior supuesto mencionado y una obra maestra para la historia del cine había visto la luz.

Mario Camus consigue plasmar en imágenes la narración, de forma directa y provocadora, de la realidad de la miseria ancestral a la que muchos seres humanos son condenados a vivir para siempre, sin que les quepa más respuesta que la sumisión perpetua, así como la angustiosa y asfixiante diferencia de clases sociales, especialmente visible en el duro mundo rural.

Camus sabe convertir en imágenes imperecederas el lenguaje seco, campestre y agreste, que parte del realismo para crear formas poéticas que conducen inexorablemente a la tragedia de Miguel Delibes, sin anestesiar ni un ápice el atavismo y la crueldad del texto literario, sin ambages y de forma descarnada, para contarnos la historia de los amos y de los siervos, del señorito Iván y de las bestias de su cortijo, entre las que cuenta a la familia de Paco el Bajo (magnífico Alfredo Landa en un personaje dramático por desgracia demasiado poco habitual en su filmografía), Régula (una portentosa Terele Pávez en su mejor interpretación), sus tres hijos y Azarías (épico e histórico Paco Rabal), el hermano con discapacidad psíquica de Régula que vive con ellos. Todos ellos son de la propiedad del señorito Iván, meros objetos de su pertenencia, como el ganado, y como a tales los trata.

Los siervos viven conformados a su miseria, mansedumbre, acatamiento, obediencia al dios señorito Iván (interpretado por un Juan Diego que demuestra una vez más que es el mejor actor que se haya conocido en la historia de nuestro cine), en un entorno de vida repugnante, viviendo en casetas en mitad del cortijo, rodeados de una pobreza patrimonial y moral absoluta, teniendo que ser Paco el Bajo el perro de caza del señorito y recibiendo ese trato; siendo Régula un ser casi semoviente sin derechos ni opciones vitales, teniendo que cuidar de la Niña Chica, la hija mayor de Paco y Régula, con una parálisis cerebral nunca diagnosticada por médico alguno porque eso es para los ricos; con dos hijos con el futuro ya atado al cortijo del señorito como si de una pareja de bueyes se tratase; con la hija menor al servicio del señorito en la casa desde los catorce años porque comienza a desarrollar y tiene buen cuerpo para quizás ser acosada sexualmente por sus amos; y en la base de la pirámide, debajo de todo y de todos, Azarías, un niño perpetuo a pesar de su edad, que estorba y molesta en todas partes y que por nadie es querido salvo por su pájaro amaestrado, por su “milana bonita”. Todos esos personajes literarios cobran vida en esta obra maestra indiscutible con un acierto nunca visto antes.

Tratados como ganado por el señorito Iván, obsesionado con la caza y con sus sucesivos caprichos, que deben convertirse en ley de Dios de forma automática para sus siervos, puedan satisfacerla o no, como si de otra parte del cortijo se tratasen.

Es imposible ver esta película, impresionantemente fotografiada por Hans Burmann y con una de las mejores partituras musicales de toda la historia del cine a cargo del magistral Antón García Abril, sin ira, sin asco, sin necesidad de patear al señorito Iván y hacerle tragar su orgullo y su patrimonio hasta la muerte.
Sergio Berbel
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10
10 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cineasta argentino Adolfo Aristarain, imprescindible para entender mi pasión por el Séptimo Arte (“Lugares comunes”, “Un lugar en el mundo”, “Martín (Hache)”, firmó en 2004 con “Roma” su obra de madurez, la narración pausada, estilizada y emocionante de la vida de un escritor como excusa aparente para confeccionar uno de los más bellos y emotivos retratos de la maternidad jamás rodados. Porque la película no trata en realidad de la vida de un escritor porteño llamado Joaquín Góñez desde la infancia hasta su ancianidad, sino de la madre de éste, una extraordinaria mujer llamada Roma, generosa, culta, amable y, sobre todo, entregada a la felicidad de su hijo en cuerpo y alma. Roma es un personaje inolvidable y lo que hace de este film de Aristarain algo tan especial.

Existen dos elementos que me llaman poderosamente la atención en esta pequeña gran joya del cine contemporáneo:

1 La caligrafía visual: manejando el nombre de José Luis Alcaine al frente de la dirección de fotografía de este film está todo dicho. Aristarain quiere trascender lo hecho hasta el momento, donde la palabra siempre fue más importante que la imagen en su filmografía previa, para crear belleza plástica sublime también en imágenes. El intento culmina con un éxito absoluto. “Roma” es una joya visual de principio a fin, un placer para los sentidos, una auténtica maravilla.

2 Sus personajes femeninos: también el cineasta argentino quiere centrarse al fin sobre el universo femenino y lo logra de una manera definitiva a través de una serie de mujeres que trascienden la visualización del film para acompañar al espectador para siempre. Desde esa madre ideal y perfecta llamada Roma que interpreta sutilmente Susú Pecoraro hasta las distintas mujeres que pasan por la vida de su protagonista, destacando muy especialmente Marina Glezer interpretando a Alicia y Marcela Kloosterboer como Reneé. Las tres ofrecen una lección magistral interpretativa desde la contención.

Lo demás, corre a cargo de sus dos protagonistas masculinos: José Sacristán como Joaquín Góñez anciano que decide publicar su autobiografía y Juan Diego Botto en un doble papel fantástico, encarnando por un lado al becario de la editorial que tiene que trasladar las palabras del escritor a la maqueta del libro y, por otro lado, siendo el propio Joaquín Góñez joven. En ambas facetas resulta extraordinario, como no podría ser de otra forma.

Todo lo que transcurre en la vida de un niño que se convierte en adolescente, de un adolescente que se convierte en joven y de un joven que se convierte en hombre está narrado de manera magistral en este guión que Adolfo Aristarain comparte con su habitual Kathy Saavedra y, en esta ocasión, con Mario Camus, ni más ni menos, y que nos regala momentos ciertamente emotivos e inolvidables a lo largo de sus etéreos 148 minutos, que ojalá hubieran acabado siendo muchísimos más.
Sergio Berbel
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7
9 de enero de 2024
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Marcel Carné fue el gran nombre propio del realismo poético francés, movimiento cinematográfico que se desarrolló principalmente entre los años 30 y 40 y que acabó siendo precursor tanto del neorrealismo italiano en Europa como de bastantes elementos del noir norteamericano. Sin embargo, el analfabetismo que yo presento ante su obra es tristemente generalizado.

Su primer largometraje fue “Jenny” (1936), un melodrama clásico en cuanto a su contenido con una estructura formal y argumental a medio camino entre la tragedia y el cine negro, conteniendo todos los ingredientes propios de un melodrama al uso; una historia transcurrida entre burgueses por la que se asoma, paradójicamente, el mundo del hampa y algunos elementos proletarios como contrapunto certero; y todo ello bien equilibrado por un guión que sabe lo que hace firmado por Jacques Prévert y Jacques Constant adaptando una novela de Pierre Rocher.

Dos elementos me llaman la atención en esta cinta por encima de todo: la dirección de fotografía en un blanco y negro portentoso de Roger Hubert y su cuidada iluminación por un lado (espléndida la escena de la niebla); así como la brillantez y lucidez de los diálogos que van esgrimiendo sus personajes, curiosamente en especial los que pronuncian sus actores secundarios, plenos de un sarcasmo lúcidamente pesimista y misántropo con el que resulta imposible no identificarse.

En cuanto a su plantel actoral, protagoniza una espléndida Françoise Rosay como la madre que esconde el secreto de un exitoso negocio de prostitución a su hija recién llegada de Londres encarnada por Lisette Lanvin. Todos los elementos del melodrama se conjugan en la cinta, desde las falsas apariencias hasta las tensiones materno-filiales en una película que mantiene un brío narrativo que sigue funcionando casi un siglo después.
Sergio Berbel
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10
9 de enero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adolfo Aristarain, uno de los más grandes cineastas argentinos de todos los tiempos, autor de films imperecederos como “Martín (Hache)” o “Roma”, nos lega con “Un lugar en el mundo” una película de las que ya no se hacen sobre personajes que ya no existen, por desgracia. Una cinta cargada de principios éticos, políticos, sociales y morales; de gentes que viven y actúan de acuerdo a sus convicciones; cargada de una filantropía humanista desaparecida de la faz de la Tierra; en un mundo rural atacado, consumido y destruido por el capitalismo; con unos diálogos que llenan de rabia y emoción, de desesperación y esperanza. Una obra maestra, al fin y al cabo.

Sostenida en un elenco actoral de ensueño que da todo lo que tiene dentro y mucho más, que derrocha entrega y compromiso para sostener a unos personajes que permanecerán de por vida en la memoria y en la conciencia de quienes los han contemplado. Ese portento actoral llamado Federico Luppi como el maestro de un recóndito poblado rural en la Argentina profunda que tiene convicciones, ideas y acciones comprometidas que lo llevan a organizar una cooperativa de ganaderos para plantarle cara al cacique del lugar; un sueño hecho mujer llamada Cecilia Roth en la mejor interpretación de su carrera, como la esposa del maestro y médica en el consultorio del pueblo, en perpetua lucha contra las injusticias; un espléndido José Sacristán como el geólogo contratado por el terrateniente que se revuelve contra el mismo y apuesta por las gentes humildes; una maravillosa Leonor Benedetto como la monja roja que apuesta por la teología de la liberación ante las injusticias sociales que contempla; un joven Gastón Batyl como el hijo adolescente del matrimonio protagonista que descubre la cruda realidad de la vida y del amor a través de una adolescencia muy especial en tan peculiar lugar perdido.

Todos ellos conforman una historia cuajada de idealismo, de convicción de que un carro tirado por un caballo puede ganar siempre la carrera a un tren y de que el proletariado campesino conseguirá imponerse al capitalismo terrateniente. Un idealismo que tendrá que confrontarse duramente con la realidad.

Sobre todo lo demás, en el film priman y llaman especialmente la atención sus diálogos, cargados de frases lapidarias, reflexiones épicas y lucidez vital, tan propias del cine de Adofo Aristarain, que logran que sus 120 minutos pasen como un suspiro por delante de los ojos del espectador. Ayudado por una preciosa música inolvidable de Emilio Kauderer y una dirección de fotografía hiper realista de vocación documental de Ricardo de Angelis.
Sergio Berbel
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