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Críticas de Hitchcock10
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Críticas 20
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
20 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muy de vez en cuando hay películas que conectan con lo más profundo de nosotros y nos sacuden ineluctablemente. 'Carol' es una de estas películas. Rodada con un primor estético que apabulla, esta obra maestra es deudora sin ambages de aquellos melodramas sirkianos poblados de estallidos de pasión y lágrimas, de amores que luchan contra obstáculos sociales –'Solo el cielo lo sabe'- y de tramas de desapariciones y secretos no revelados –'Obsesión', 'Imitación a la vida'- que crean una suerte de suspense que intensifica el componente emocional de la historia.

Este elemento de intriga entronca además con la literatura de Patricia Highsmith -autora de la novela original- y está de algún modo presente en la película de Todd Haynes mediante una línea argumental de trasfondo con demanda judicial y espionaje incluidos que aporta aún más incertidumbre al ya de por sí azaroso romance entre las dos protagonistas.

Junto con los códigos sirkianos, la gran seña de identidad de 'Carol' es el aspecto visual, con unos suntuosos diseño de producción y fotografía que sobrecogen por su belleza y una exagerada atención al detalle que ya caracterizaba a la también aclamada 'Lejos del cielo', el único título de Todd Haynes que un servidor había visto hasta ahora. La evolución de una a otra es, sin embargo, evidente. Aquel esteticismo vacuo y de cartón piedra de 'Lejos del cielo' ha dado paso en 'Carol' a un atildamiento de exquisita estilización. Lo que entonces deslumbraba pero no emocionaba (lo que le sucede a la reciente y sobrevalorada 'El renacido') ahora está depurado, no parece impostado ni una caricatura de los melodramas de Douglas Sirk. No por ello da Haynes un giro hacia el minimalismo. Muy al contrario, todo sigue siendo abrumador, pero rezuma elegancia, autenticidad y está al servicio de unas emociones a las que potencia y sublima.

Porque las emociones son lo importante en una película como esta. Como decía el maestro Sirk, al que Haynes ahora no imita mal sino que reinterpreta: “El melodrama produce ante todo emociones, más que acciones. Sin embargo, la emoción es una acción en nuestro interior”.

Efectivamente, 'Carol' provoca en el espectador ese tipo de acción interna al no ser vistosa pero yerta, sino una obra que late. Una obra en la que la acumulación de ingredientes (cada plano, cada detalle de la puesta en escena) no es abigarrada sino planificada con mimo para emocionarnos a paso lento pero sin remedio. Una cáfila de elementos que van componiendo un poema visual tan denso que a veces transita peligrosamente al borde del ensimismamiento y por tanto del estancamiento.

Poema que embelesa y cautiva nuestros sentidos, 'Carol' es también una oda a la sensualidad que se siente y se palpa. Una topografía del deseo en la que lo sensitivo está siempre presente a través del olfato (esa colonia que Carol da a oler a Therese en su cuello), tacto (caricias y más caricias), vista (la cámara tras la que se parapeta Therese para observar el mundo), oído (esa partitura al piano…) o gusto (Carol saboreando el desnudo torso de Therese de arriba debajo y de abajo a arriba).

Y qué decir de las actrices. Cate Blanchett está magnética encarnando al personaje que da título a la película, una mujer valiente pero atrapada en un conflicto de difícil salida. Y si que Blanchett es una pedazo de actriz nadie lo duda a estas alturas, que Rooney Mara es otra maravilla tampoco debería cuestionarse ya. Había mostrado sus credenciales en 'Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres' y 'Efectos secundarios', filmes en los que su capacidad para transmitir fragilidad – en contraste con su o fiereza o maldad- era un factor clave en su interpretación. Aquí esa vulnerabilidad se manifiesta en cada mirada y en cada gesto y hace que los momentos de desazón o de dolorosa determinación de este “ángel caído del espacio” partan el alma. No me sorprende que ganase el premio a la mejor actriz en Cannes superando incluso a su propia compañera de reparto.

Ambas son el corazón y la carne de una película evidentemente femenina y feminista (no por casualidad la autora de la novela y la guionista que la adapta son mujeres) en la que los respectivos cornudos masculinos -sin desmerecer las actuaciones de Kyle Chandler y Jake Lacy- funcionan como personajes marginales.

En cuanto a Sarah Paulson, tras haber disfrutado de ella en varios papeles secundarios en la gran pantalla en los últimos años ('Martha Marcy May Marlene', 'Mud' y '12 años de esclavitud') me ilusionaba la perspectiva de verla brillar en esta película y… ¡el director la desaprovecha con un personaje sin chicha al que no da ni un primer plano en condiciones! Encima del montaje final quedó eliminada una dicen que poderosa escena con Rooney Mara. Para mear y no echar gota. Vive Dios que no pararé hasta ver el talento de la Paulson reconocido y convertir a todos mis amigos en fans de 'American Horror Story', donde ella sencillamente resplandece.

Es mi único reproche a Todd Haynes, al que perdono porque todo lo demás en esta película es una gozada para las emociones y para los sentidos. Porque ha creado este señor una obra elegante, sensual y vibrante que envuelve, embriaga y desgarra. Una obra de una delicada exuberancia visual, de virtuoso esmero y de sentimientos a flor de piel. Porque yo también quiero que alguien al posarle mi mano en su hombro cierre los ojos abrumado por tanto amor. Porque, sin perder nunca su cálida sofisticación, 'Carol' se toca. 'Carol' se siente. 'Carol' duele.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Hitchcock10
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9
15 de febrero de 2016
20 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Quien mucho abarca, poco aprieta” es un refrán que bien podría aplicarse a 'The Leftovers', una de las últimas propuestas de la HBO que expone la traumática situación que debe arrostrar nuestra especie cuando el dos por ciento de la población mundial desaparece de un plumazo sin explicación alguna.

Y es que esta serie peca en ocasiones de exceso de ambición, queriendo mostrar, sugerir y explorar demasiados temas y de demasiadas maneras. No hay nada malo en que no se sigan las pautas narrativas convencionales, y esto de hecho puede resultar incluso estimulante, pero en 'The Leftovers' la impresión es que sus creadores no siempre tienen claro adónde quieren ir ni cómo cerrar las múltiples posibilidades argumentales, conceptuales y estilísticas que abren. Esta incapacidad (o deseo deliberado, he aquí la cuestión) de ofrecer un sentido de coherencia lastra en cierta medida la primera mitad de la temporada, que a menudo parece avanzar sin rumbo fijo. Pero entonces llega esa obra maestra que es el episodio 6 y la serie, además de seguir siendo enigmática y evocadora, realza su componente humano y levanta el vuelo en otros aspectos fundamentales. Muchas piezas que hasta ese momento se antojaban inconexas comienzan a encajar episodio tras episodio para conformar un engranaje lleno de significados que roza la perfección y que hace que se nos escape más de un “¡ostras!” ante los continuos giros y hallazgos que nos depara. Si el primer segmento es confuso y atractivo a partes iguales, el segundo desorienta como se debe desorientar y cautiva de modo hipnótico.

Por medio de puñetazos emocionales que nos dejan K.O., esta obra inclasificable se adentra en la desolación, la autocompasión, el autodesprecio, el standby emocional y las ansias de redención que experimentan los supervivientes en una sociedad que no tiene más remedio que seguir adelante pero que no tiene tampoco más remedio que hacerlo rota de dolor… Y cuando creemos que estamos K.O., entonces 'The Leftovers' nos deja K.O. de verdad propinándonos un último y contundente puñetazo.

Así, lo que en principio podría parecer el misterio central (la súbita e incomprensible desaparición de ese exiguo pero significativo porcentaje) se convierte en realidad en un pretexto para abordar diversos temas que van adquiriendo cada vez más calado conforme avanza la serie y que acaban cortando nuestra respiración más veces de las que uno puede soportar.

A todo ello contribuye, por supuesto, un reparto en casi permanente estado de gracia en el que sobresalen Justin Theroux (sí, el macizorro novio de Jennifer Aniston), Ann Dowd (¡cómo estaba esta señora en 'Compliance'!) y Carrie Coon, auténtico descubrimiento de esta serie que, tras lucirse en teatro pero apenas prodigarse en cine y televisión, realiza aquí un papelón por el que debería ganar todos los premios del mundo. No me extraña que David Fincher se fijara en ella para su thriller 'Gone Girl' ('Perdida'). Coon es la protagonista absoluta de ese excelso episodio 6 ("Guest") que marca un punto de inflexión en esta temporada y que está dirigido con exquisita delicadeza por Carl Franklin. El tipo, por si no les suena, ya había estado tras la cámara en varios episodios de 'Roma', 'House of Cards', 'Homeland' y en esa pequeña joya de película que es 'Un paso en falso' (One False Move, 1992).

Entiendo el cierto grado de división que 'The Leftovers' ha causado entre la crítica americana. Sus primeros episodios tienen mucho de caótico (como lo tiene el nuevo mundo tras semejante catástrofe humana, por otra parte) y en realidad la serie nunca deja de serlo del todo. Su narrativa difusa y zigzagueante, impresionista, surrealista, desconcierta y exige paciencia al espectador. Es además ligeramente pretenciosa y de cuando en cuando a sus responsables el asunto se les va de las manos y se cuelan queriendo hacerla parecer demasiado intensa, críptica y “artística”, hasta llegar a hacernos dudar si no se trata todo de una colosal tomadura de pelo. Bordea a veces lo ridículo o incluso cae directamente en él (ese abuso de la música celestial en escenas ralentizadas, esos cansinos cigarros de los “Guilty Remnants” como símbolo igualmente cansino) para recuperarse luego de modo inapelable. A algunos puede frustrar asimismo que la volatilización de tantas personas permanezca como un misterio sin resolver, y sin visos de ser resuelto. No busca tampoco la lágrima, sino que conmociona más que emociona. Asume demasiados retos y no siempre emerge triunfante de ellos. Y plantea muchos interrogantes que no siempre encuentran respuesta. También, como dije antes, parece que a veces la serie no sabe bien hacia dónde se dirige, pero a cambio el trayecto suele ser fascinante.

Estamos, en suma, ante una obra tan brillante como desigual, pero su impacto es de veras demoledor, y el mundo enfermo de desesperanza que retrata, su marasmo sentimental, su opresora atmósfera de pesadilla y ese estrés postraumático a escala global resultan descorazonadores. No es una serie fácil ni para todos los paladares, ni lo pretende. Algunos la desecharán de inmediato. Otros, como un servidor, esperamos impacientes la segunda temporada. Gracias una vez más, HBO.

P.S.: la banda sonora de Max Richter, para enmarcar.
Hitchcock10
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5
15 de febrero de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leonardo DiCaprio se llevará el Óscar en unas semanas por esta película cuyas virtudes técnicas son incuestionables pero que a mi parecer solo puede cautivar si uno tiene un día muy cursi. Y ojo, que todos los tenemos de vez en cuando.

De veras quería que El renacido me gustara. Porque su título original me evoca a una fascinante serie francesa y porque DiCaprio hace tiempo que se convirtió en un gran actor y deseaba que ganara la estatuilla hollywoodiense con merecimiento. También porque en su día me impactó 'Amores perros' (miedo me da revisarla) y quería librarme de esa idea que con sus siguientes películas se ha ido instalando en mí de que Iñárritu es un timador que fabrica obras ampulosas pero de nulo calado emocional.

La cosa empieza bien, con una escena de padre e hijo cazando un ciervo (me recuerda de manera anecdótica al inicio de la enorme 'Prisioneros') seguida de una deslumbrante secuencia de lucha entre indios y blancos que está rodada y coreografiada con un virtuosismo de quitarse el sombrero. Y…¡eso es todo amigos! A partir de ahí, DiCaprio y su sino de revolcarse como un cochino y muchos amaneceres, plantas, animales, amaneceres, ríos, nieve y amaneceres.

Que la secuencia del ataque indio nos impresione pero no nos conmueva es entendible porque aún no hemos tenido tiempo para empatizar con los personajes. Que la película avance y siga sin importarnos lo que les ocurre ya no tanto. Y es que cuando los personajes –incluyendo a Leo- sufren o mueren, me la sopla. Todo muy espectacular, eso sí. Lo malo es que cuanto más aprieta Iñárritu la tuerca de la espectacularidad, más fatuo parece todo, porque mayor es el abismo entre la profundidad pretendida (el no va más) y la conseguida (poca o ninguna) con esa pomposidad. Todo se antoja pseudolírico y pseudoépico, y el uso de la naturaleza para dar alcance supuestamente trascendental a lo que se cuenta no logra desde luego su objetivo.

Los paisajes, eso sí, son una pasada y el solo hecho de contemplarlos entretiene. Que Iñárritu tiene talento para potenciar la grandiosidad de esos paisajes es igualmente innegable. Hay piezas sueltas que también captan la atención (el ataque del oso), pero el conjunto es prosopopéyico.

La parte de calvario gore es otra que de nuevo se queda en mera apariencia. A lo truculento le sienta bien lo barroco -el giallo y sus desmesuras o la serie 'Hannibal', que no puedo evitar nombrar diariamente- y lo aséptico -Haneke cuando lo hace bien, el penúltimo Cronenberg- porque lo primero es muy perturbador por el refuerzo de lo sanguinario con una belleza exquisita y poderosa, y lo segundo por la frialdad con que se retrata algo en teoría tan impulsivo y arrebatado. Pero contrastar lo violento con lo lírico suele conseguir que lo lírico parezca huero y lo violento una pose. Se me viene a la cabeza 'Cold Mountain' y su manera ridículamente poética de mostrar lo sucio y lo pasional. Allí teníamos una escena de palomita blanca en la iglesia, aquí tenemos postales ñoñas de pajarito e iglesia pero encima por separado. La enfática música de la película de Anthony Minghella al menos en este caso está sustituida por sutiles y hermosas partituras que no nos avisan a cada paso de la magnificencia de lo que estamos viendo.

En cuanto a DiCaprio, realiza una interpretación muy física, en modo “aguanto tó lo que me echen”, a lo Jim Caviezel en 'La Pasión de Cristo' o 'Naomi Watts en 'Lo Imposible', quedándose entre el uno y la otra. No está mal, pero tampoco es para lanzar cohetes. Una actuación muy visceral (a veces, literalmente) que le hará ganar el Óscar que ya debería tener en su vitrina pero que no es ni de lejos la mejor de su carrera. Mucho mejor está un Tom Hardy que no para de encadenar papelón tras papelón y que también está nominado por esta película, como actor de reparto.

'El renacido' tiene pues sus virtudes (paisajes, música, escenas aisladas, Tom Hardy), pero supone un tremendo descalabro, casi tan grande como el que se pega el caballo de nuestro héroe, que, seguramente desalentado ante tal panorama, se abarranca. Y como el pobre animal no vuela como la mujer de Leo, se queda en el sitio. Parte de él, al menos.

En definitiva, un tour de force técnico admirable y disfrutable pero al servicio de la nada, artero y afectado. Para colmo, como el asunto tiene que ser épico, la peli se va hasta las dos horas y media. 150 minutos en los que, como diría mi madre, todo es “más cursi que una espuerta de gatos”. Aquí no hay felinos metidos en cestitas, pero seguro que los veremos en The Director’s Cut cuando Iñárritu saque las escenas descartadas. Así la película le resultará más lírica y de paso se estirará la duración hasta las tres horas para que parezca también más épica si cabe. Tiempo al tiempo.
Hitchcock10
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5
1 de octubre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Allá por la Semana Santa de 1985 se emitió en España la miniserie 'Los últimos días de Pompeya', que, a mis seis añitos, seguí con avidez, fascinado por las colosales dimensiones de una tragedia que borraba del mapa una ciudad que bullía con amores e intrigas y avasallando a mis pobres padres con preguntas acerca de la historia, la arqueología y la vida misma.

Con un reparto de lujo (ahí estaban Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Franco Nero o Lesley Anne-Down, de la que me enamoraría definitivamente en 'Norte y Sur'), este culebrón a la romana gozó de una gran popularidad y se convirtió en una nueva adaptación exitosa de la novela homónima que el británico Edward Bulwer Lytton escribió en 1834 en pleno auge del movimiento romántico. Han tenido que pasar tres décadas para asistir a otra versión de la catástrofe volcánica más famosa de la historia, y el resultado no ha sido del todo insatisfactorio.

Es cierto que esta 'Pompeya' es un refrito de otras (¿mejores?) 'películas' como Gladiator (venganza familiar con espadas y circo de por medio), '300' (épica mezclada con anabolizantes) e incluso 'Titanic' (amor entre chica bien y chico de la chusma). Podríamos calificarla también de previsible y nos estaríamos quedando cortos. Los diálogos son cursis y llenos de tópicos, más o menos a la altura del argumento, que cabría en una línea y sobraría espacio, lo cual no deja de ser increíble considerando que está firmado por cuatro guionistas. Supongo que el peor de ellos escribía mientras los otros tres lo animaban, porque de lo contrario no hay quien lo entienda.

Interpretaciones en el sentido estricto de la palabra no hay. Kit Harington (aka John Snow) y Emily Browning son tremendamente sosos y sus personajes planísimos, pero, qué demonios, ambos están de toma pan y moja y los trajes -y la falta de trajes- les sientan genial.

Nada de lo anterior es de extrañar si tenemos en cuenta que el artífice de 'Pompeya' es Paul W.S. Anderson, que, por decirlo suavemente, no es Tarkovski. Antes de esta película ya había perpetrado 'Mortal Kombat', 'Resident Evil' y 'Alien vs. Predator', aunque (al césar lo que es del césar, nunca mejor dicho por la temática imperial de su última película) también dirigió la estimable 'Horizonte final'. Como el hombre no anda sobrado de talento, abusa de un poco de cámara lenta acá y un mucho de música pasada de rosca allá como recursos facilones para insuflar aliento épico e intensidad dramática a una película escasita en estos sentidos.

Y, ¿por qué afirmo entonces que el resultado no es insatisfactorio? Pues porque me divertí y, junto a estos defectos esperados, 'Pompeya' muestra aciertos que no deberían ser pasados por alto. Así, no solo las escenas de lucha están coreografiadas de manera brillante y transmiten brutalidad, dinamismo y tensión, sino que la recreación de la erupción es notable, con estupendos efectos especiales (que intuyo también merecen la pena en 2D), a los que, eso sí, se les podría haber sacado más partido en la versión tridimensional. Pero es que además la furia del Vesubio está francamente bien rodada, alternando planos panorámicos con generales, medios y primeros planos, yendo de lo absoluto a lo particular y viceversa y evitando un exceso de sensación de irrealidad “videojueguil”. Si uno va a 'Pompeya', es para ver como el volcán revienta y arrasa de manera sobrecogedora con todo lo que se encuentre a varios kilómetros a la redonda, y eso es lo que nos ofrece esta película. ¿Qué más queremos? Encima Paul W.S. Anderson no se deja llevar por los delirios épicos que imponen que cualquier cinta histórica por mala que sea debe durar mil horas y no alarga la historieta innecesariamente, lo cual es de agradecer.

Ignoro si este título contribuirá al resurgimiento del género péplum (cine histórico de aventuras de espectacular apogeo en los años 50 y 60) que ya lleva años levantando cabeza, en la gran pantalla con las ya mencionadas 'Gladiator' y '300' o 'Troya' y 'Alejandro Magno' y en televisión con la series 'Xena: la princesa guerrera' y 'Roma'. Si lo hace, será a nivel de éxito comercial, porque artísticamente sería un insulto comparar a cualquiera de estas obras (salvo 'Roma' y 'Xena', y no bromeo con esta última) con 'Ben-Hur', 'Quo Vadis?', 'Espartaco' o 'La caída del Imperio romano', por citar solo algunos ejemplos.

Incluso en términos comerciales lo tiene complicado, puesto que las cifras de recaudación han sido inferiores a las pronosticadas. Aun así, a un servidor 'Pompeya' le entretuvo. Conté además con el indescriptible placer friki de ver juntos a actores de 'Juego de tronos' (Kit Harington), 'Fringe' (Jared Harris), '24' (Kiefer Sutherland) y 'Matrix' (Carrie-Anne Moss), y esto no es moco de pavo, oiga.

En resumidas cuentas, 'Pompeya' ofrece lo que promete: ni sorprende ni decepciona. Como tampoco esperaba una reflexión metafísica sobre la condición humana, si uno no se toma el asunto demasiado en serio estamos ante un blockbuster tan disfrutable como olvidable. Un guilty pleasure en el que las secuencias de acción y los efectos visuales son de primera. Todo lo demás, de tercera. Eché un buen rato y no me aburrí en ningún momento, que tal como está el percal cinematográfico no es poco.

Calificación: 5/10.
Hitchcock10
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10
1 de octubre de 2014
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
'Boyhood' es una película colosal, un acontecimiento de dimensiones ciclópeas escondidas tras una engañosa sencillez que puede hacer que más de uno acabe inesperadamente sobrecogido al final de su visionado. Estamos ante una obra pequeña y grande a la vez, pequeña porque ensalza los momentos menos llamativos de la vida, y grande porque el trascendental impacto de la sucesión de estos momentos la convierten en una poderosa reflexión sobre el paso del tiempo y en un trozo de vida misma puesto en la pantalla. Sé que puede parecer que exagero. No es así.

Rodada a lo largo de doce años (2002-13) en los que los propios intérpretes (estupendos Ellar Coltrane, Ethan Hawke y Patricia Arquette), como sus personajes, han crecido y madurado, en la radical propuesta de Richard Linklater se difumina la frontera realidad-representación de tal manera que la cinta termina no imitando a la vida sino convirtiéndose en ella. El director estadounidense acomete aquí en realidad una empresa similar a la de esa delicia que es la trilogía formada por 'Antes del amanecer', 'Antes del atardecer' y 'Antes del anochecer', pero de sesgo mucho más radical. Si en ese caso exploraba la evolución del amor de Jesse y Céline a través de tres películas distintas con una separación de nueve años de por medio (1995, 2004 y 2013), en 'Boyhood' Linklater nos muestra, en una sola película, la huella que el tiempo va dejando en una familia levemente disfuncional. Como todas, al fin y al cabo.

Y el tiempo es aquí, efectivamente, el gran protagonista. Ese tiempo que cura (y causa) todas las heridas y que impone un reajuste constante de unas relaciones (la amistad, la familia, el amor) que van cambiando de modo inevitable porque nosotros vamos cambiando. Nunca somos los mismos que hace un instante, pues el tiempo es un flujo que nos moldea segundo a segundo, y la persistencia de nuestra propia identidad no es sino una falacia. No estoy cayendo en elucubraciones pseudofilosóficas o pajas mentales fruto de un estado de ánimo exaltado tras la experiencia que supone ver esta película. Es un hecho irrefutable: ni siquiera a nivel celular somos los mismos seres que éramos ayer.

El tiempo es además contradictorio porque, si bien es universal y nos cambia a todos, también es personal porque deja en cada uno de nosotros una impronta individual y propia. Todos evolucionamos, y sin embargo nadie evoluciona igual que los demás. En 'Los enamoramientos', de Javier Marías, la narradora afirma que “uno ignora lo que el tiempo hará de nosotros..., en qué es capaz de convertirnos… Avanza sigilosamente,… nunca nos da un...sobresalto. Cada mañana aparece con su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo que está sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ayer,… que quien nos odiaba nos sigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, en efecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sus taimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en el que nada es como era.” Esta verdad axiomática, cómo el tiempo nos va transformando a todos nosotros y por tanto a nuestros vínculos de manera imperceptible pero cierta, es uno de los dos elementos que vertebran esta hermosa película.

El otro, la innegable realidad de que la vida adquiere su esencia básicamente en los aparentemente banales momentos cotidianos, y que el 99% de nuestra existencia está compuesto no por líricos puntos de inflexión sino por experiencias nada epifánicas que van conformando nuestra identidad. Como aclara el propio Linklater, “rehuí el drama, quise capturar pequeñas conversaciones, la vida”, y por ello el director omite los típicos grandes momentazos (el primer beso, la muerte de un familiar, o cualquier otro hecho traumático) para dejar patente que puede haber mucho más significado en la simple acción de enterrar a un pajarito, en discutir con nuestra novia sobre lo adictivo de las redes sociales, en que nuestra madre nos explique en la cama algo que no acabamos de comprender pero que nos da igual porque lo que nos importa es ese consuetudinario abrazo suyo mientras se recuesta a nuestro lado, en bañarnos con nuestro padre en el río o en no enterarnos de qué demonios quiere decir ese mismo padre hablándonos de una canción que nos suena a chino. La vida es una cosita más de andar por casa y no está tan llena de momentos mágicos, o mejor dicho, quizá su magia resida en estos pequeños detalles triviales.

Aunque sea una inmodestia autocitarse, traeré a colación unas palabras que dediqué a otro título de Linklater, 'Antes del anochecer' (http://www.ojocritico.com/criticas/antes-del-anochecer-amor-adulto/): “Como en el mejor Rohmer, parece que no sucede gran cosa, y sin embargo todo está sucediendo, la vida está sucediendo, y los personajes, sin estruendosas tragedias de por medio, ríen lloran, son felices, sufren, y, fundamentalmente, aprenden un poco más acerca del sentido de la existencia y de lo que significa madurar”. Aquí Linklater, fiel a su estilo naturalista, nos vuelve a mostrar eso mismo. Sin altisonancias, dejando a un lado dramatismos exagerados, coloca de nuevo ante nuestros ojos un agridulce retal de vida que no aspira a ser un catalizador para la nostalgia complaciente y facilona. No salimos del cine con unas agradables lágrimas en nuestras mejillas, sino extrañamente satisfechos pero con un regusto muy amargo.

Más allá del valor anecdótico de su curioso y dilatado proceso de creación, no estamos ante experimentalismos vacuos, sino ante una obra coherente, conmovedora en su sencillez y autenticidad y épica en su alcance. Sus dos horas y media largas de duración se hacen cortas, y uno acaba sacudido y seguro de haber presenciado una proeza artística. Ni siquiera en estos tiempos de confusión cinematográfica, 'Boyhood' pasará inadvertida. Si lo hace, es que el mundo ya tiene poco remedio.

Calificación: 10/10.
Hitchcock10
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