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Críticas de AlvaroFaure
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Críticas 75
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
11 de enero de 2017
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mujer observa a su alrededor inmóvil al borde de un acantilado, el viento empuja las olas contra las rocas al tiempo que al espectador comienza a invadirle la incertidumbre. En otra escena, un figura camina por la calle solitaria, ni un alma a su alrededor, ni el más leve movimiento. Recorre una ciudad fantasma. Los personajes se muestran desprotegidos en medio de la inmensidad, pequeños puntos aislados en la nada.

La descripción podría corresponder a más de una película de Michelangelo Antonioni, que unos años antes había tratado en su brillante trilogía de la incomunicación algunos de los temas que se esconden bajo la superficie –sostenida por un interesante McGuffin– de «La mujer del lago», pero no es así. Yoshida evoluciona de la misma forma que el italiano lo hizo abandonando sus acercamientos al neorrealismo, y elabora una obra compleja que reflexiona apoyada por una excelente dirección en torno a temas abstractos y universales.

Si bien la composición de algunos planos, los emplazamientos escogidos para filmar y esa intensa dualidad idea/sentido que adelantaban sus primeras obras recuerdan al autor de «La aventura», el tratamiento del sonido, la tensión, algunos encuadres y la introducción del misterio más físico –no así el conceptual– hacen inevitable la comparación con su compatriota contemporáneo Hiroshi Teshigahara, en quien la dualidad comentada también está muy presente.

De esta forma, en «La mujer del lago» parecen convivir las virtudes de dos cineastas con puntos comunes bajo la mirada personal de una de las figuras fundamentales de la nueva ola japonesa, que utiliza la historia de Kawabata para explorar el tema de la identidad –puro Teshigahara y Abe– y la alienación –asunto estrella del cine de Antonioni– (además del voyerismo) exprimiendo las posibilidades del audiovisual como medio narrativo para tratarlas, destacando entre ellas la forma de resolver a nivel fílmico secuencias como la última que tiene lugar en el acantilado o el rodaje que se desarrolla en la playa, al margen de ingeniosos y convenientes ejercicios experimentales.

Yoshida, eso sí, se desmarca de estos dos cineastas cuando, en un destello de humanidad, parece preocuparse por los personajes que construye, sujetos que para los citados no tienen mayor relevancia que ser contenedores de las ideas con que pueblan sus películas o elementos de la estética con la que apelan a nuestros sentidos.
AlvaroFaure
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6
11 de enero de 2017
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son cinco los años que han pasado desde que vi por primera vez «À bout de souffle» de Jean-Luc Godard. Aquella película rupturista que sigue dividiendo de forma injusta a los espectadores se trata de una obra importante por multitud de razones. Al igual que otros trabajos de su director, la cinta protagonizada por Jean-Paul Belmondo es considerada una reinvención –o más bien una reinterpretación– del cine negro en la que, de una forma parecida a lo que haría Jim Jarmusch en «Los límites del control», el autor construye una película tomando una serie de elementos asociados comúnmente al género al tiempo que elimina por completo otros de la ecuación.

Lejos, muy lejos, ese mismo año, Yoshishige Yoshida hace su debut como director con un drama de tintes románticos que, curiosamente, guarda algunas semejanzas llamativas con el trabajo del galo. Ignorando la existencia de una escena final de un parecido sorprendente, es inevitable reparar en el hecho de que ambas películas, en esencia –y entre otras muchas cosas–, buscan llevar a cabo una revisión de las historias «negras» en la clave dramática y estilística que les interesa. Sin embargo, aquello que las une es lo mismo que las separa, pues Godard, cineasta eminentemente intelectual, escoge un camino opuesto al de Yoshida, mucho más centrado en la química de las sensaciones.

Así, al tiempo que el francés selecciona, introduce o ridiculiza elementos del cine negro, el japonés recoge el sentir del género y lo incorpora de forma subliminal en la obra. El inteligente movimiento de Godard llama la atención porque juega de manera evidente con la semántica –en otros momentos con la sintaxis– del lenguaje cinematográfico. Sin embargo, el discreto acercamiento de Yoshida pasa desapercibido porque el cambio se produce en esencia, no en la superficie.

Este enfoque, en mi opinión mucho más interesante, suma junto a la frescura y modernidad de la obra y la elegancia de su dirección razones de sobra para reivindicar, ya desde un inicio, a su olvidado autor.
AlvaroFaure
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8
9 de diciembre de 2016
82 de 100 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tengo cinco películas favoritas de Jim Jarmusch. A día de hoy, soy incapaz de poner una por encima de otra ni ordenarlas de ninguna forma, pertenecen a universos distintos, generan sensaciones completamente diferentes y se sienten como obras únicas e independientes.

«Dead Man» es un viaje espiritual que a ratos se siente como un viaje físico, una obra cautivadora dirigida principalmente a los sentidos. «Broken Flowers» se mueve en otra dirección, es una cinta conceptual que presenta en sus personajes y sus acciones ideas abstractas que el director busca analizar. Su objetivo es el intelecto, pero es capaz de emocionar.

En «Ghost Dog», al margen de sus hallazgos estilísticos, prima el encanto, poblada de entes jarmuschianos rebosantes de vida. Es una película que cala hondo y llega al alma. «Only Lovers Left Alive» parecía coger un poco de todo: el planteamiento conceptual de «Broken Flowers», la experiencia audiovisual de «Dead Man» y la vitalidad de «Ghost Dog», pero en esencia, su virtud es la fuerza, un torrente cinematográfico que cala hasta los huesos.

Jarmusch ve el póquer de maravillas, y no duda en subir a escalera de color. Su maravillosa filmografía se redondea con «Paterson», una obra delicada, íntima, cotidiana y hermosa, enorme en su aparente pequeñez y compleja en su supuesta sencillez que apunta al fin a aquello que su autor siempre había rozado con mayor o menor fortuna, acertando en esta ocasión de lleno en pleno corazón. Cinco obras maestras, cada una para un estado de ánimo particular.

«Paterson» parece para aquellas noches en que una suave tristeza nos embarga, hace tal vez algo de frío, quizá nos sentimos solos, probablemente echamos de menos a alguien y seguramente necesitamos un abrazo. Es una película tierna, seria, dulce e inteligente con capas y capas para ver una y otra y otra vez y seguir descubriendo cosas al tiempo que nos preguntamos, supongo, al enésimo visionado si preferiríamos ser un pez y por qué no otro animal.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
AlvaroFaure
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7
4 de diciembre de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Sorrow is nothing but worn-out joy» afirma uno de los protagonistas en un momento determinado de la película. Esta aseveración, consciente como tantas de su propia trascendencia, es una más en una cinta trufada de interesantes secuencias en las que dos amigos hablan del presente, del pasado, de todas esas cosas que llevan tiempo queriendo decirse y de aquellas nuevas que surgen durante el viaje que emprenden juntos.

Reichardt pone así especial atención en los diálogos, capaces para algunos de transformar una película interesante en una obra notable y una obra interesante en una película mediocre. Sin embargo, siendo justos con el medio artístico al que nos referimos, habría que preguntarse cuál es el peso que un elemento extracinematográfico como es el conjunto de frases pronunciadas por los actores, de carácter puramente literario, debe tener en una obra de carácter audiovisual. La respuesta para mí es bien sencilla.

El cine, que se sustenta en el empleo de los recursos asociados a la imagen y el sonido, se encuentra con el diálogo únicamente en lo que a lo audiovisual se refiere, es decir, en la forma en que las palabras son puestas en boca de los actores y en la conjunción de estas con la imagen que observamos y el sonido que las acompaña. Hay en «Old Joy» mucho talento puesto en este punto, pero no supone una lección distintiva de ello como podría serlo, por ejemplo, la magnífica «Before Sunset» de Richard Linklater o los mejores trabajos de Éric Rohmer.

Sin embargo, hay un punto en el que la obra de Reichardt brilla con luz propia, y es precisamente en el opuesto al diálogo, que no solo se trata de un elemento puramente (y casi exclusivamente) cinematográfico sino que es parte de lo que termina de dar sentido al propio medio artístico: la ausencia de diálogo. «El cine sonoro inventó el silencio» señaló Bresson, y aunque la talentosa cineasta se encuentra a años luz de los logros cinematográficos del galo, bien puede sentirse orgullosa de haber logrado diseñar una obra en la que sus elocuentes silencios son incluso más valiosos que sus interesantes palabras.

Es en ellos donde se construye la identidad de sus personajes, en lo que suponemos que ocupa sus pensamientos pero nunca se exterioriza, en las cosas que no se dicen y nosotros imaginamos y en la incomodidad y el pesar que nos inunda cuando se espera oír hablar a alguien pero ninguno se atreve a decir nada. La palabra es una garantía, es sólido sobre el que edificar. El silencio es algo abstracto, uno teme que se desvanezca o no se sienta su peso.

Levantar una cinta alrededor de sus diálogos es tarea fácil –el esfuerzo está en lograr que se sostenga–, levantarla en torno a sus silencios, es complicado. Kelly Reichardt no solo se atreve con lo difícil sino que consigue que todo compacte y se sostenga con éxito en el universo de lo difuso y fácilmente diluible, lo cual es doblemente difícil y, por supuesto, doblemente admirable.
AlvaroFaure
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6
3 de diciembre de 2016
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Está hecha con la pasión que suelo encontrar en los trabajos primerizos de autores independientes necesitados de hacer cine como forma de vida, como medio de expresar unas ideas y sentimientos exprimiendo las características del universo audiovisual. Me recuerda, de hecho, un poco a la antesala de ese gran cine posterior que adelantaba Jim Jarmusch en su amateur «Permanent Vacation».

Aquí hay sobre todo pasión, pero también talento e ideas valiosas que tratan de salir a flote cuando no hay recursos para hacerlas brillar. Estas ideas se permiten pequeños destellos, hallazgos de carácter eminentemente cinematográfico como ese apelar constante a la memoria del espectador, que identifica en la cinta las sensaciones propias de un tipo de película que no es, pero que constantemente se siente referenciada en el uso de ciertos elementos subcutáneos que ni vemos ni están pero se sugieren de forma subliminal.

Reichardt, en una demostración de su conocimiento acerca de los mecanismos puramente sensoriales del cine, juega con estos para hablarnos de ellos mismos y de la capacidad del cine para construir ilusiones con la misma facilidad que tiene para destruirlas.
AlvaroFaure
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