En 1937 Blancanieves huía por un terrorífico bosque lleno de árboles con caras deformes. Una vez a salvo en una pequeña casa en un claro, rodeada de pajarillos y otros animales del bosque, el peligro regresaba con una bruja disfrazada de anciana indefensa. 77 años después, Wirt y Greg, dos hermanastros acompañados por una rana, vagan perdidos por un bosque similar al de Blancanieves. Un pájaro parlante y muchos otros animales se cruzan en su camino, e incluso hay una vieja bruja que no es lo que parece.

Over the garden wall (Más allá del jardín) es una carta de amor al cuento y, más concretamente, al cuento clásico cinematográfico, a los bosques de aquellas películas de Disney (mitad románticos, mitad expresionistas) de los años 30 y 40. Es una amalgama de animación que evoca al mismo tiempo el estilo de Hora de aventuras y el de principios del siglo XX: esos brazos danzarines y ondulantes de Olivia y aquella inocencia de animales cantarines de expresiones rocambolescas.

Como en muchas otras obras, la esencia de esta miniserie reside en el viaje y este tiene su base en una construcción por todos conocida: unos niños perdidos en un bosque intentando regresar a casa. Wirt y Greg son como Hansel y Gretel, solo que Greg va dejando un rastro de caramelos en lugar de seguirlo. Desde este punto de partida, Over the garden wall nos lleva por los retorcidos senderos del bosque mostrándonos un elenco de personajes secundarios y situaciones que siempre traen algún recuerdo: desde Alicia en el país de las maravillas hasta Cenicienta, sin olvidar algunos cuentos del cine algo más modernos, como El viaje de Chihiro.

La ambientación y la banda sonora (todo un regalo de música tradicional americana) dan la última puntada al conjunto, creando una atmósfera tan melancólica como hermosa, haciéndonos viajar junto a estos niños por unos ambientes que mezclan lo real con lo irreal: la cosecha, el barco de vapor, la mansión… Sin perder de vista a la bestia que acecha en los bosques y que, poco a poco, a base de pequeñas pinceladas, nos irá desvelando una trama más profunda de lo que parece a simple vista. Lo mismo sucede con los personajes: pequeñas frases sueltas, actitudes y comportamientos (sobre todo por parte de Wirt) nos irán dando un retrato ambiguo, más insinuado que mostrado, sobre los protagonistas. Juntos nos perdemos, casi con gusto, hacia lo desconocido.

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Lo que hace Paolo Sorrentino no es sólo cine (o televisión en este caso). Es poesía, es dejarse caer y entregarse sin razón a la belleza, sentir que algo tiembla en tu interior. Es algo asombrosamente puro e irracional, que te deja sin respiración y te arrastra a su interior. Es el síndrome de Stendhal, como el que sufría aquel hombre de La Gran Belleza.

The Young Pope habla de un hombre tan frágil como poderoso, alguien tan roto por dentro que su inconmensurable dolor sería capaz de llevarse el mundo entero por delante; habla del amor y del perdón, de saber seguir adelante a pesar de todo, aprendiendo a vivir con la carga que cada uno lleva a su espalda y aceptar las responsabilidades personales; habla de lo divino y de lo humano, de la fe en Dios y en uno mismo (y en el fútbol), de los claroscuros de la institución eclesiástica, de las intrigas palaciegas del Vaticano, de la homosexualidad y de las relaciones de la Iglesia con el mundo posmoderno.

Tratar de analizar la obra de Sorrentino es como intentar llegar al alma de un poeta. Sí, se pueden desgranar y diseccionar sus guiones, sus personajes o su puesta en escena, pero, ¿para qué? Lo mejor es dejarse llevar, permitir que sus imágenes penetren en ti y se queden para siempre en tu corazón, como una vieja canción que evoca recuerdos pasados o un olor que creías hace tiempo olvidado.