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Críticas de Diego Rufo
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Críticas 9
Críticas ordenadas por utilidad
10
26 de octubre de 2013
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si el cine total es aquél en el que puedes sentir el fantasma de la imagen como si en vez de aparecerse ante ti se materializase entre nosotros haciendo que el olor tras una noche de excitación, el tacto de una lágrima incontenible, el calor del cuerpo ajeno o el deseo irrefrenable de sentir la piel de la persona amada entre tus labios se vuelvan palpables a pesar, sin embargo, de la ausencia de esa noche, de esa lágrima, de ese cuerpo e incluso de la confirmación del etéreo vacío de separación entre tus labios, si el cine total es llegar a ese estado mimético y bidireccional entre la realidad y la ficción en el que lo proyectado y lo tangible se vuelvan indiscernibles, entonces, a pesar de no liberarse del estatismo de la pantalla, de no caer en las redes de la tercera dimensión y a pesar incluso de no formar parte del invento de ningún Morel, La vida de Adèle puede afirmarse como habitante incontestable en el onírico inventario de René Barjavel.
Diego Rufo
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7
26 de octubre de 2014
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crítica originalmente publicada en MagaZinema: http://www.magazinema.es/critica-begin-again/

Al igual que la naturaleza es capaz de trasladar la armonía al alma humana gracias a su grandiosa libertad, la música – especialmente cuando se sustenta en la melodía – es capaz de hacer que el espíritu se zambulla en sus aguas para dejarse arrastrar por la corriente marcada en su pentagrama. De esto último se ha beneficiado cierto tipo de pop suave (especialmente de corte acústico), que, encantado de portar como estandarte una melodía lo suficientemente placentera como para tocar la fibra sensible de casi todos los públicos, se despoja de todo artificio para realzarla, consiguiendo con ello que la canción alcance un nivel de cotidianidad y cercanía similar a la de los relatos de aprendizaje que cuentan los abuelos a sus nietos junto a la luz de una hoguera. John Carney, director de ‘Begin Again’ y de aquella deliciosa sorpresa indie llamada ‘Once’ (2006), parece ser plenamente conocedor de ese poder purificador que tiene la música tanto en los corazones como en el celuloide, y por ello, aunque repita (y gracias a que repite) en cierto modo la estructura y fórmula de su obra anterior, consigue que este nuevo film baje por nuestras retinas del mismo modo que algunas de sus canciones descienden por nuestros caracoles hasta algún rincón reposado del alma.

En cierto modo, ‘Begin again’ es de ese tipo de películas que sólo pueden ser odiadas de forma reactiva, es decir, por el placer que puede provocar rechazar el aprobado general. Nunca resulta indignante, nunca simplona, nunca ofende y, para colmo, contiene un doble mensaje con el que fácilmente puede uno simpatizar y que, paradójicamente, sirve de contrapunto respecto a otras visiones más desencantadas acerca de los mismos temas tratados en el cine reciente. En primer lugar, un mensaje vital que muestra la posibilidad (muchas veces inesperada y azarosa) de salir de un oscuro pozo emocional, ya sea cuando uno apenas se encuentra en el quicio (como en el reciente desengaño amoroso de una sorprendente Keira Knightley) o cuando uno lleva tanto años cayendo por el mismo agujero que tan sólo desea llegar al fondo cuanto antes (como sucede con el amargo desencanto del siempre magnífico Mark Ruffalo). Por ello, no es difícil ver esta película como el reverso amable de la estupenda y amarga ‘A propósito de Llewyn Davis’ (Joel e Ethan Coen, 2013), pues mientras que en el film de lo Coen ese begin again se convertía en un “empezar otra vez… y otra vez… y otra vez… para volver otra vez al mismo sitio”, la película de Carney podría resumirse en el “Todo ha cambiado” que Gretta (Knightley) responde a Dave (Adam Levine) durante su reencuentro o, mejor aún, en esa maravillosa “A step you can’t take back”, canción desencadenante de toda la historia y protagonista absoluta de la escena más memorable de todo el metraje: la progresiva inclusión imaginaria de los arreglos instrumentales durante la interpretación acústica de la canción.

Paralelamente a mensaje de corte emocional la película guarda una segunda bala en su recámara, esta vez de carácter económico/cultural, que apunta directamente al entrecejo de esa industria discográfica que cada vez despierta un rechazo más acentuado por los indiscriminados abusos que se fosilizan en su prehistórico ADN. La solución de grabar fuera de los estudios y de buscar vías de distribución alternativas a las ya instauradas convencionalmente otorga al film una originalidad y una riqueza interpretativa que, por su condición de cine amable, resulta del todo inesperado. Gracias, además, al marco buenrollista que rodea a toda la película, su enfoque adquiere la perspectiva más luminosa posible y consigue escaparse de ese derrotismo que vertebraba la reciente ‘Artifact’ (Bartholomew Cubbins, 2012), clarividente documental en el que la banda capitaneada por Jared Leto nos transmitía la imposibilidad de liberarse de las arácnidas redes de las discográficas, viéndose obligados a claudicar ante ellos como única posibilidad para continuar llenando estadios y estanterías de discos.

Será precisamente por esta misma vía por la que ‘Begin Again’ acabará encontrando su propio talón de Aquiles, pues del mismo modo en que Gretta reprocha a Dave que “ha perdido la canción durante la grabación” al escuchar la versión producida de ‘Lost Stars’ (canción-emblema del film), a ‘Begin Again’ también se le puede reprochar haberse perdido a sí misma, pues después de hablarnos de métodos de producción y distribución alternativos, uno se da cuenta de que la propia película se ha estrenado en salas comerciales al precio habitual, de que se ha publicitado según las estructuras clásicas y de que junto al botón de compra de la versión digital de iTunes figuran los números 13’99 y no el lacónico y testimonial dólar propuesto durante los créditos finales para el álbum que vertebra toda la narración.

Más allá, no obstante, de esa grieta entre lo diegético (la historia) y lo extradiegético (la película en sí) que vuelve inerte su espíritu más guerrillero, no podemos obviar el agradable placer que supone su visionado. Las buenas intenciones de su historia, su agradecidísimo intento por establecer una relación empática y no amorosa entre los protagonistas, un apartado musical notable (tanto en letras como en melodías), e incluso una original estructura en tres partes alrededor de una canción-bisagra, le otorgan un merecido reconocimiento, pues, a pesar de no llevar al éxtasis, sí que logra convertirse en un agradable tarareo.
Diego Rufo
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6
14 de febrero de 2014
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crítica publicada inicialmente en MagaZinema: http://www.magazinema.es/critica-de-vivir-es-facil-con-los-ojos-cerrados/

La brisa sólo es molesta cuando uno intenta rebelarse contra ella. No es el simple roce lo que produce el rechazo sino la resistencia frontal lo que convierte al encuentro en un enfrentamiento, como si el cruce de caminos no fuera más que la interrupción del propio. Así, al igual que la brisa marina que acompaña a la mayor parte del metraje,’Vivir es fácil con los ojos cerrados‘ (2013, David Trueba) sólo es disfrutable cuando uno está dispuesto a dejarse llevar por ella. No deja de resultar paradójico (o tal vez meramente oportuno) que al entregarnos a la brisa bajo el más puro deseo hedonista lo hagamos normalmente con los ojos cerrados e incluso que extendamos los brazos como si fueran las alas de un avión, convirtiendo de forma simultánea a nuestro cuerpo en transporte y pasajero en una onírica y despreocupada road-movie interior donde el destino se vuelve accesorio en favor de la necesidad reclamada por el goce inherente al mero desplazamiento.

Estos mismos gestos son los que reclama la película de David Trueba, pues si bien los ojos deben estar bien abiertos durante su proyección gracias a la ejemplar dirección de fotografía de David Vilar, debemos dejar bajados los párpados de los prejuicios y de las exigencias narrativas. Habrá voces (incluso a veces la mía se ve tentada) que intenten reprocharle al film la ausencia de claroscuros en su personaje protagonista, un impecable Javier Cámara (un optimista profesor de inglés que decide ir a conocer a John Lennon durante la paso de éste por Almería), así como la constante ausencia de las consecuencias de prácticamente todos los actos de la película, tanto de los narrados en presente (el absentismo de Antonio de su puesto de trabajo causado por el alargamiento del viaje) como en pasado (el embarazo de Beatriz, encarnada por una reveladora Natalia de Molina), elementos todos ellos que, en cierto modo, se encuentran en todos los manuales (sobre todo los no escritos) que parecen inexcusables para los guionistas del cine contemporáneo: los claroscuros aportan la profundidad dramática necesaria para abrir las puertas a la identificación, mientras que la estipulación de consecuencias que funcionen como antagonistas quedan postuladas como generadoras de expectación y, por lo tanto, de trama. Sin embargo, a pesar del acercamiento realista hacia los personajes y los acontecimientos, portadores ellos de un costumbrismo que – como bien me ha señalado una compañera – suele ser infrecuente en el cine español reciente, a pesar de ello, la pictórica composición de la mayoría de los planos (los juegos de encuadres en las tomas desde el interior del bar o en el teatro) y sobre todo el tratamiento del color, rebosante de colores vivos que parecen estar a punto de desbordarse, nos muestran que el poso de la película, las bases sobre las que se asienta, están más en el terreno de la fábula que en la del realismo de Émile Zola. De ese modo, el mecanismo de identificación que mueve los engranajes de la película no es tanto una empatía horizontal, por decirlo así, sino más bien vertical, basada en el modelo, de modo que podemos mirar a Antonio como ejemplo de aquello en lo que nos querríamos convertir, gozando no sólo de su apabullante humanidad sino incluso del siempre atractivo papel de mártir (él mismo dice en un momento de la película “Mírame a mí, tengo un corazón que no me cabe en el pecho…” – descripción certera de su humanidad – “…y aún así estoy más solo que la una”), algo que, en cierto modo, acaba siendo extensible a todos los personajes restantes de la película. Tampoco es extraño, por lo tanto, que tanto visual como narrativamente tienda puentes en muchas ocasiones con el cine de Aki Kaurismäki, y especialmente con su muy humanista ‘Le Havre‘(2011, Aki Kaurismäki), e incluso que, por uno de esos caprichos de la memoria, seamos capaces de reportarnos hasta la genial ‘La invención de Hugo‘ (2011, Martin Scorsese).


No obstante, al igual que ocurre con la nombrada película del director finlandés, Trueba porta en sus bolsillos la arena amarga de la crítica social, que en este caso busca apelar al espectador, y especialmente al público joven, para que recupere el aliento necesario que le dé fuerzas para no darse por vencido, para revelarse contra una situación ante la que no se (no nos) enfrenta(mos), lo cual acaba enmarcando a la película dentro del mismo espíritu combativo que caracterizaba el “we’ll go on forever, Pa, ’cause we’re the people” de (la muy superior) ‘Las uvas de la ira‘ (1940, John Ford) o del carismático impulso revolucionario del propio John Lennon. Un fruto amargo que planta sus raíces dentro de las arenas movedizas de la ambigüedad en cuanto a la forma en que debe ejercerse esa resistencia, como muestran las últimas secuencias ante el agricultor de fresas, donde, en apenas 5-10 minutos, el protagonista pasa de darle una lección por “poner la otra mejilla” a arrasar con todas su plantación pasando con el coche por encima y firmando su hazaña con el dedo corazón.

Nos encontramos así ante una película amable, reivindicativa y actual que no cuenta con la fuerza de otros estrenos españoles de 2013 como ‘Caníbal‘ (2013, Manuel Martín Cuenca) o ‘La Herida‘ (2013, Fernando Franco) ni con la desbordante originalidad de ‘Gente en sitios‘ (2013, Juan Cavestany), pero que tampoco se conforma con la pretenciosidad del buenrollismo de postín de ‘La vida secreta de Walter Mitty’ (2013, Ben Stiller). Al fin y al cabo no siempre es necesario inventar la rueda; a veces basta simplemente con no pincharla.
Diego Rufo
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6
16 de junio de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crítica originalmente publicada en MagaZinema: http://www.magazinema.es/hermosa-juventud-jaime-rosales-2014/

El concepto de “retrato generacional” es, sin duda, el término que más resuena en las críticas y comentarios acerca de esta historia sobre las vicisitudes de Natalia (Ingrid García Jonnson) y Carlos (Carlos Rodríguez), una pareja de veinteañeros españoles desencantados que viven en los barrios bajos de Madrid y que se encuentran en la difícil situación de tener que criar a un hijo estando los dos en paro y contando con el escaso apoyo de unas familias que apenas pueden soportar el peso económico necesario para alimentar una boca más. Qué duda cabe de que este tipo de historias pertenecen cada vez más al plano de la realidad española y menos al de la ficción narrativa y, por lo tanto, que el hecho de reivindicarlas y plasmarlas ante los ojos de unos espectadores que pocas veces son conscientes de su existencia resulte un ejercicio del todo admirable. Sin embargo, la película, que goza de un naturalismo desbordante tanto desde la silla del director como en el milagroso trabajo de todos y cada uno sus actores (equiparables todos ellos a la Marian Álvarez de ‘La herida’ (Fernando Franco, 2013)), se acaba perdiendo en su propia historia al regocijarse en el sufrimiento de sus protagonistas y, sobre todo, al maximizar la sordidez de su entorno, como evidencian la presencia de la madre con obesidad mórbida, el hermano que no quiere hacer nada, la paliza al atacante de la estación cuya muerte queda insinuada, etc., lo cual acaba por ensombrecer sus enormes posibilidades y el remarcable acierto de algunas de sus escenas, como la pavorosamente realista secuencia en la que Natalia va a entregar su Currículum, las pinceladas que lanza sobre la frivolización del sexo como prometedora fuente de ingresos (y que en cierto modo también desaprovecha), las fantasías inherentes a la emigración con la convicción de encontrar el ansiado oasis laboral o, por supuesto, las ya mencionadas innovaciones formales.
Pero más allá de su pulso con la verosimilitud, la mayor pérdida a la que la película se ve abocada por culpa de esas decisiones (quién sabe si motivadas por querencias autorales o comerciales) es su enorme limitación para convertirse en el paradigma que ella mismo ha pretendido ser. Para poder dar el salto de una historia a un concepto es necesario poder abarcar con la primera la amplitud y complejidad del segundo, de modo que puedan reconocerse y aplicarse muchas de esas tramas, subtramas, situaciones e imágenes como representaciones gráficas de la diversidad real a la que intenta referirse la idea general, o, lo que es lo mismo, siendo capaces de estimular de nuevo en los receptores el ejercicio inductivo necesario que llevó algún día a transformar la pluralidad de los ejemplos en la unidad de un concepto. Tan estéril es un retrato social que obvia la realidad representada en esta película como aquél que se centrar únicamente en ella.
Así, pues, lo que nos encontramos realmente en ‘Hermosa juventud’ no es más que una actualización del arquetipo, no un retrato fiel de una realidad que ha sido capaz de reinventarlo. Rosales parece no darse cuenta de que los jóvenes que han perdido la esperanza ya no son sólo aquellos que dejaron los estudios demasiado pronto, que salen de botellón a escuchar música electrónica machacona desde el maletero de un coche, que tienen sexo sin precaución, que trabajan en el sector de la construcción o que son capaces de tomarse la justicia por su mano con el fin de acabar con sus problemas económicos sino también aquellos que fueron avanzando en sus estudios, que se sacaron una carrera y uno o dos másteres, que han estudiado algún segundo idioma y que con el paso del tiempo tan sólo aspiran a un trabajo de becario no remunerado en un sector que probablemente diste mucho de aquél para el que se han formado y que ha acabado por demoler buena parte de su ambición para lograr las metas hacia las cuales se orientaba. Lo que termina por convertir a ‘Hermosa juventud’ en un espejo borroso de la realidad es la limitación de su discurso derivado de su deseo por recrear la sordidez de un entorno concreto, mientras que para lograr ese ansiado y necesario retrato generacional al que indudablemente aspira resultaría imprescindible ser capaz de integrar el amplísimo espectro de jóvenes que lo componen, pues sólo así seremos capaces de enfrentarnos frente a frente a la preocupante realidad social y psicológica a la que se enfrenta la juventud del (presente) siglo XXI. El cine español sigue teniendo, por lo tanto, una tarea pendiente.
Diego Rufo
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6
17 de julio de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Crítica publicada originalmente en MagaZinema: http://www.magazinema.es/critica-open-windows/

El encuentro entre el personaje Augusto Pérez y su creador Miguel de Unamuno en la recta final de ‘Niebla’ planteaba a los lectores cuáles eran los límites entre persona y personaje, pues con aquella conversación se apuntaba que al igual que estos últimos son fruto de las maquinaciones de su autor, nosotros, que nos creemos tan reales, podemos ser al mismo tiempo el resultado de las sinapsis de un supuesto Dios de ambiciones literarias. Hoy en día, cuando parece que cualquier divinidad no es más que un vejestorio en el imaginario colectivo, ese rol de títere podría haber perdido su validez, y sin embargo, es en la actualidad cuando los límites entre ambos se encuentran más difuminados. Tomando como resquicio entre uno y otro el límite entre la interioridad (característico de la persona) y la exterioridad (propia del personaje) – pues separarlos apelando a la libertad acaba obviando que ésta no deja de ser una campana que resuena de fondo en ambos campanarios – nos damos cuenta de que con las nuevas tecnologías nuestra realidad ha inclinado nuestra balanza a favor de esta última: hemos pasado de lo lingüístico de las narraciones a lo visual de las grabaciones, del relato privado del diario al clamor popular de las redes y blogs, y del mundo mediato y acotado de la comunicación verbal a la inmediatez y universalidad que ha posibilitado el uso internet. Con estos elementos se compone el ADN del mundo contemporáneo, cáliz del cual bebe ‘Open Windows’, la nueva y arriesgada película del interesantísimo Nacho Vigalondo, quien consigue reflejar fielmente la realidad que plasma, aunque para ello acabe cayendo por desgracia en muchas de sus trampas.

Al igual que hacía Hitchcock en ‘La soga’ (1948), ‘Open Windows’ es una película narrada a través de un único plano secuencia que se desplaza durante todo el metraje por un mismo espacio que, en este caso, no es ni siquiera un espacio físico, sino uno meramente virtual: la pantalla de un ordenador. No obstante, al igual que cuando nos asomamos cualquiera de nosotros a un monitor (y, en general, a cualquier pantalla) lo último que buscamos es permanecer allí donde estamos realmente, lo que la película reclama es la posibilidad de abrir sus ventanas para acceder a otros lugares (o, como parece proclamar la película, a cualquier lugar), permitiéndose con ello su uso como actualísimo sustituto a la esencial tarea del montaje cinematográfico.

Con estos escasos elementos y sirviéndose de esa intimidad que se ha vuelto potencialmente vulnerable con las nuevas tecnologías y con el exceso de cámaras a nuestro alrededor, ‘Open Windows’ consigue construir un relato totalmente lineal en lo narrativo, pero caleidoscópico tanto en su concepción visual como en su condición de thriller, sirviéndose para ello de una enrevesada red de hackeos que va desde lo más evidente (el que ocurre a cuatro bandas entre Nick (Elijah Wood), Jill (Sasha Grey), Chord y los informáticos franceses), pero que también incluyen al espectador (al fin y al cabo estamos accediendo a los contenidos de una pantalla que no es la nuestra) e incluso al director (quien se atreve a meterse en nuestra pantalla de cine para dirigir la atención a la ventana que más le corresponda), sugiriendo con ello una parábola del propio cine. Sin embargo, a pesar de su alambicada construcción y de lograr mantener un ritmo vertiginoso capaz de convertir a la película en un gran thriller, acaba exigiendo por porte del espectador un continuo acto de fe, sobre todo en los giros de guión finales, en el oportuno doble hackeo por parte de Chord y de los informáticos franceses y, especialmente, en lo que se refiere a la aceptación inicial por parte de Nick de entrar en el juego y cuya explicación no se resuelve hasta el final con la aparición de Nevada, habiendo dejado con ello al espectador como un funambulista que camina sobre un fino hilo de seda.

Ciertamente, Vigalondo nunca ha sido un director de grandes sutilezas (algo que tampoco se le exige) sino de un ingenio desbordante apoyado en un sentido del humor tan absurdo como certero; sin embargo, en esta ocasión, donde la riqueza de niveles interpretativos puede ser mayor que en cualquiera de sus films anteriores (la vulnerabilidad de nuestra intimidad, el voyeurismo generalizado, el trato a los famosos como si fuesen juguetes a los que podemos torturar, etc.) no ha conseguido que los cabos queden tan bien atados como en su magnífica y recambolesca ‘Los cronocrímenes’ o alcanzar la originalidad del planteamiento y la desenfadada diversión que caracterizaban a ‘Extraterrestre’. A pesar de todo ello y de que el intento por conciliar el lenguaje de las nuevas tecnologías con el del cine no es algo nuevo (Chris Marker, por ejemplo, ya coqueteó mucho con el intento de tender puentes entre ambos), es justo reconocer y alabar de forma entusiasta este intento del director por conciliar la experimentación formal y estética con un cine capaz de estrenarse en salas comerciales. No obstante, al igual que ocurre con nuestros perfiles en las redes sociales, donde – como comentábamos – nos exteriorizamos hasta convertirnos en personajes, ‘Open Windows’ acaba siendo fagocitada por su propia exterioridad (su premisa formal) hasta el punto de forzar el contenido de la historia para que se adapte a aquello que se ha prometido ser, del mismo modo en que actualmente acabamos abandonando nuestro yo interior para insuflar vida al personaje virtual que hemos creado y con el que nos confundimos parapetados tras las fotos con filtros de nuestros pies y las amables sonrisas de los emoticonos.
Diego Rufo
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