Una bella misionera se adentra en la procelosa China de principios del siglo XX y se encuentra con una especia de coronel Kurtz con los ojos rasgados. La chica iba a casarse con su novio de toda la vida pero el encuentro cambia un poco las cosas. Me llamarán loco, pero me he acordado inmediatamente de "Tres metros sobre el cielo". Y es que las historias se llevan repitiendo en lo esencial desde la Odisea hasta hoy. En los años 30 ya estaba sobre el tapete la historia de la jovencita cándida que se siente atraída hacia el peligro de lo desconocido. O sea, Caperucita y el lobo feroz. Un lobo, en este caso, travestido en chinito de teatro idem, con los ojos achinados de mentiras y unas cejas imposibles (lo más gracioso es que el actor es sueco; ¡lo que se aprende en Google!). La puesta en escena es de un rococó oriental fascinante. Y qué decir de los trajes, de esos uniformes de tirano de comic simultaneados con kimonos fumanchescos con gorrito incluido, de ese vestido refulgente de ella que parece de estrella del Molino... Pero la historia funciona y la tremenda carga erótica se mantiene minuto a minuto en un meritorio equilibrio. Me parece interesante el personaje del "contable" del tirano, un occidental cínico que sirve de contrapunto al romanticismo. Una película ésta extraña en la filmografía de Capra. Me gustan las escenas oníricas que imagino bastante novedosas en el cine de la época.

Lo primero que llama la atención desde el principio es un depurado estilo visual que no se queda en mero esteticismo, sino que tiene una notable función narrativa. Esos planos fijos del bosque del principio nos introducen en el ámbito donde se desarrolla la vida interior de los personajes, a la vez que predisponen en el espectador un clima de inquietud que le acompañará todo el metraje. Luego están los planos intercalados en la acción, esa cámara fija en los cristales tras los que cae la nieve, esas imágenes de interiores desangelados que recuerdan a Antonio López por su hiperrealismo lírico. No son adornos, sino que describen estados de ánimo e invitan a meditar sobre los personajes y la historia. Porque "Sin amor", un título que lo dice todo, es una de esas películas que exigen algo más que pasar el rato, de hecho tiende más al "mal rato" que al entretenimiento. Por eso las razones por las que actúan los personajes no se subrayan, no se indica quien es el malo o mala, ni se sermonea con quién puso más, y tampoco tiene visos de cine social al uso, aunque algo se nos cuente de la vida cotidiana en la Rusia actual y mucho más se deja apuntado para quien quiera profundizar.
El hecho es que, a través de los problemas de pareja de un matrimonio con un hijo, se nos habla de hechos mucho más universales, como son el miedo, la violencia, el egoísmo y, como resultado final de todo ello la soledad. Todos son infelices y todos buscan desesperadamente compañía, con independencia de su mayor o menor nivel de vida, pero los peor parados son siempre los más débiles: los niños.
Una película, en fin, para contemplar y degustar, de esas que deja a uno pensativo más allá del último fotograma.

Aunque la firma de Nieves Conde era una cierta garantía, la película me ha sorprendido para bien, como muestra muy digna del llamado género negro. Lo primero que me atrajo de la película es su estética y ambientación, que no desmerece de las grandes películas americanas del género. Luego, una forma de narrar, a base de flashbacks continuados, que consigue crear un ritmo atractivo y sumerge al espectador en un bien llevado suspense. El trabajo de los actores es notable, destacando el de una joven Emma Penella que consigue encarnar a la perfección ese personaje complejo de la corista de moralidad ambigua y versátil. Los detalles de guión son también muy especiales, con la inclusión de escenas humorísticas que sirven un poco de "entremés" en la densa trama dramática. Es de reseñar el personaje del recepcionista, tan en la línea del cine de humor costumbrista. Hay diálogos, en otro orden de cosas, de calado, como el del personaje masculino con su editor, en el que este hace se refiere al cine neorrealista de forma despectiva. Se supone que es un guiño un tanto sarcástico en un autor que había dirigido hacía pocos años "Surcos", una de las pocas películas españolas (si no la única) que se pudiera encuadrar en ese género.
Para poner un pero a esta película notable, habría que irse a la poca consistencia del argumento. Toda la trama se sustenta en un truco casi de prestidigitador que no soporta el más mínimo análisis. De ahí lo de "juego peligroso". Sin embargo, si somos un pocos cómplices como espectadores, el edificio narrativo queda compensado por el resto de los valores del filme y se ve con agrado. Incluso con fascinación.

Se puede decir de esta película que tiene un argumento propagandístico y super tópico, que los malos son verdaderas caricaturas y los buenos angelotes de sacristía, que las situaciones son forzadas y los diálogos de patio de colegio, pero lo que es innegable es que el director ha captado bien las esencias del género negro más clásico. Ese blanco y negro, con esos contrastes de luz tan buscados, esa estética de trincheras y sombreros que recuerdan los trazos de tinta del comic, esa música que realza las escenas de acción... No falta de nada, ni los tiros, ni las persecuciones, ni el "siga usted a ese taxi", ni la referencia al mundo del espectáculo, ni siquiera el rasgo peculiar de carácter de algún personaje (ese dado que decide la suerte en manos de un "malo"). En ese aspecto la película es un portento para una época tan temprana. Curiosamente "La jungla de asfalto" es de ese mismo año.

Seguramente lo he dicho ya en alguna crítica anterior: mi relación con el cine de Garci es de amor-odio. Me gustó en su momento "Asignatura pendiente" (ahora me sigue fascinando Fiorella, pero algunos diálogos me parecen de un moralismo insoportable) y me interesa Garci como divulgador y amante del cine. El esquema de su primera película se fue repitiendo en las siguientes, con historias de amor más o menos felices, para desembocar en un "Crack" en que se da el gustazo de echar fuera toda su pasión cinéfila hollywoodiense, con un Alfredo Landa haciendo de Bogart poniendo mucha voluntad, aunque sin convencer. Y luego viene esta "Canción de cuna", con Landa haciendo de médico descreído y tierno. La historia que cuenta la película es mínima: la de Marcelino Pan y Vino, pero en niña. Y, eso sí, la luz está muy cuidada, y la fotografía es muy bonita, y las monjas muy bien vestidas, con esos hábitos blancos o negros, según corresponda, con esas tocas almidonadas tan de época. Bonita música, buenos sentimientos, una actuación muy comedida del mujerío. Y un Landa que sobreactúa, por contra, un montón. Los diálogos son excesivamente prolijos -una constante en Garci- y tremendamente tópicos y grandilocuentes. Lo más original de la historia es que hay una elipsis de casi veinte años en medio. Y aquí aparece la Verdú en todo su esplendor adolescente, repipi y excesivo. Y ya con novio, un Carmelo Gómez soseras como él solo, y con la voz doblada. En fin, todo muy bonito eso sí. No se puede negar que la película es preciosa y que las monjas salen muy guapas en esa escena en que se abren las ventanas. En fin, volveré a ver a Garci, es mi sino.