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España España · Zaragoza
Críticas de Juan Solo
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Críticas 267
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
5 de abril de 2019
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede que nunca hayamos visto retratado el sufrimiento humano en una pantalla de cine como lo vemos plasmado en las películas del neorrealismo italiano con Ladrón de bicicletas a la cabeza. El equilibrio de fuerzas entre el sentimentalismo y lo patético de la realidad que se describe es absoluto. Hay algo de chaplinesco en la figura de este primer De Sica neorrealista., la imagen del hijo aceptando las enseñanzas del padre que se nos muestra en esta película subvierte la que nos presentaba el creador de Charlot en su obra maestra El chico (1921). Allí, el vagabundo enseñaba a su pupilo a usar la astucia y la picaresca como únicas armas para manejarse en la vida; el aprendizaje del pequeño Bruno en el caso italiano resulta ser un proceso traumático, pues no son esos los valores que en principio pretende inculcarle su progenitor.

De Sica parece jugárselo todo a la carta de esa última escena con ese niño agarrando con fuerza la mano de su padre, como buscando un refugio que el mundo no da. Bruno acaba de recibir la lección más dolorosa, y de parte de quien menos lo esperaba además. Su padre podrá seguir siendo un hombre íntegro –sus lágrimas le delatan-, pero, en cualquier caso ni más ni menos que la mayoría de las gentes que forman la multitud entre la que se pierde la pareja en el plano final de la película. El mundo es un lugar injusto y los pobres no se pueden permitir el lujo de perder lo único que tienen, la dignidad.

Es la relación entrañable entre padre e hijo, sus miradas, sus conversaciones, su complicidad, lo que sostiene y se convierte finalmente en el motor de la película. Dentro de un cine con clara vocación documental - con su consiguiente profusión de grandes panorámicas y planos secuencia-, la cámara se detiene continuamente en los rostros de sus protagonistas para captar en todo momento sus emociones.

Como un rasgo distintivo que caracteriza la técnica neorrealista, De Sica buscó a los actores de su película entre gente anónima y fuera de la profesión. Cualquiera lo diría viendo actuar a Lamberto Maggiorani (Antonio), Enzo Stailoa (Bruno) y a Lianella Carell (María) a quienes vemos manejarse en escena con una soltura asombrosa, transmitiendo verdad como pocas veces se ha visto en el cine. Lamberto Maggiorani, por ejemplo, trabajaba de tornero en una fábrica cuando fue elegido para aparecer en la película, y posteriormente tendría una efímera carrera como actor. Ignoro si De Sica lo escogió por su parecido con el Henry Fonda de Las uvas de la ira (John Ford, 1940), pero lo cierto es que tanto su aspecto desgarbado como esa mirada transparente en la que se refleja en todo momento la dignidad, hacen recordar bastante al personaje de Tom Joad al que dio vida el actor norteamericano en la adaptación fordiana de la novela de Steinbeck. Para elegir a Bruno, el director se fijó en los andares de los niños que se presentaron al casting, y acabó decantándose por Enzo Staiola, sin saber aún que terminaría robándonos el corazón


De Sica se apoya en el texto de Luigi Bartolini para completar la fotografía de la Roma asolada por la guerra. La bicicleta es símbolo de libertad -su uso estaba restringido durante la ocupación- en un ambiente donde la miseria no solo es económica sino también moral (hay una escena en un burdel, un hombre se acerca a Bruno en la secuencia del rastrillo ofreciéndose para comprarle algo con no se sabe qué intención más). Es posible que el mensaje de la película no se entendiese bien en su tiempo, Y si se entendió se tergiversó de forma aviesa. La censura franquista ordenó alterar en el doblaje español algunos diálogos por considerarlos poco adecuados, e impuso que durante la escena final se escuchase una voz en off que ayudase a suavizar la crudeza del desenlace, y obligase al espectador a enjuiciar la película desde la perspectiva de la moral cristiana, algo totalmente opuesto a las intenciones de su director

Lo cierto es que el final resulta demoledor y da para pocas lecturas positivas y en clave de esperanza. Como dijimos, el mundo es un lugar terriblemente injusto, aunque lo más cruel de todo es que, como afirmó Andre Bazin a propósito del film, para subsistir los obreros tengan que robarse unos a otros. O dicho de otro modo como lectura subyacente, sale menos a cuenta robar una bicicleta o una barra de pan en un supermercado que defraudar al fisco o hacer un desfalco de millones en una gran empresa. Ladrón de bicicletas es una película desoladora, para mí personalmente, la película más triste del mundo.
Juan Solo
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10
13 de marzo de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía Leon Tolstoi al comienzo de “Ana Karenina” que todas las familias felices se parecen, y que todas las infelices lo son cada una a su manera. La frase se entiende aquí y en todas partes, lo mismo que las películas de Yasujiro Ozu, por mucho que nos digan que el cine del japonés es muy japonés y mucho japonés, y que resulta más inaccesible a nuestros ojos occidentales que el de otros compatriotas suyos como Mizoguchi o Kurosawa.

No quisiera que este comentario sobre “Cuentos de Tokio”, película de la que ya está más que dicho todo, fuese un comentario al uso. Bastarían estas palabras para constatar su valor universal, tan universal que hasta “La ciudad no es para mí” de Lazaga y Martínez Soria podría considerarse una versión cañí del famoso film nipón (¡¡ Ozú, nunca creí que me atrevería a escribirlo ¡¡).

O sea que en todas partes cuecen habas, y que la familia es la misma institución aquí y en Tokio. Y los sentimientos y los instintos también. Y el sacrificio de unos padres, y el miedo a la soledad, y el egoísmo, y la risa, y la bondad, y el llanto, y el abandono, y el recuerdo,... y el olvido. Y hasta las borracheras, pese a que allí sean con sake y aquí con rioja. Aunque los relojes parece que corren más lento en unos sitios que en otros, el tiempo pasa igual para todos

Solo Ozu sabía emocionar más con menos. Trenes que van y vienen, ropa tendida secándose al sol, el humo saliendo de la chimenea de las fábricas, un barco que se aleja de la bahía. La vida y nada más que la vida.
Juan Solo
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8
3 de marzo de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Soy yo el único que piensa que José Luis Garci ha sido siempre nuestro particular Martin Scorsese? A ver, que me explico. Si la NBC tuviese que hacer su propia versión de “Qué grande es el cine”, ¿a quién escogería como moderador? Ea, ahí es donde quería yo llegar. Garci y Scorsese, Scorsese y Garci comparten esa vehemencia contagiosa con la que transmiten la pasión por las cosas que aman y que, como diría el otro, hacen que la vida merezca la pena. Yo al menos me quedo embelesado siempre que oigo a estos dos hablar de lo que sea. Con esa vehemencia de la que hablaba, Garci convierte “El crack” en un homenaje a las cosas que más le gustan: la radio, el boxeo, el mus, las tertulias… Casi lo de menos es que “El crack” rinda también tributo a Dashiell Hammett – a cuya memoria está dedicada- y al cine negro de Hollywood.

Y es que en el fondo “El crack” no es más que un pretexto para que Garci se ponga a filmar planos de su querida Gran Vía abarrotada de coches, con sus luces de neón y las marquesinas de sus cines y teatros de fondo. De día, de noche, a modo de álbum de fotos que uno abre cuando quiere bañarse en nostalgia y recordar un Madrid que ya no existe ni existirá jamás. “Capítulo primero: él adoraba Madrid”, así es como podía haber empezado perfectamente “El crack” si no sonara tanto a plagio. La película es también una gran excusa que permite a Garci coger el trompo y plantarse en Nueva York a rodar panorámicas de la pista de hielo del Rockefeller Center en Navidad. O de Times Square iluminado con el cartelón de”Toro salvaje” allí a lo lejos (no, si ya decía yo).

Areta, el detective más castizo de la historia del cine, se mueve entre la realidad y el imaginario. Tanto es así que se ve obligado a añadir siempre ante su interlocutor la coletilla “como en las películas” para marcar territorio, para dejar claro que él no es Humphrey Bogart ni tan siquiera James Cagney (por aquello del tamaño), él es de aquí, real, de carne y hueso, los otros pertenecen al territorio de la leyenda: Landa entró también en la leyenda con esta película; al landismo no lo mataron ni Mario Camus ni Delibes, lo mató Garci.

Garci es memoria cinematográfica en estado puro. Y también memoria sentimental porque a fin de cuentas el cine siempre es un reflejo de la vida y a veces lo que pasa es que el uno se confunde con la otra .Es lo que le ocurre al entrañable barbero de Areta, que muy probablemente nunca ha estado en Nueva York, y, bueno, en realidad sí que ha estado y lo conoce como la palma de su mano gracias a las películas.

Ajeno a lo que pueda estar pasando en un bar de gasolinera a punto de cerrar, José María García lanza su penúltima diatriba nocturna contra el presidente de la federación de turno. Tan ajeno como los niños de San Ildefonso cantando el Gordo, aun en pesetas, mientras Areta y su barbero están a lo suyo. García no sabe que mientras él carga contra su querida federación, en el otro lado de la ciudad se está librando una batalla de las que harán época. Areta vs Bareta. Eso sí que fue un combate histórico, y no lo de Rocky Marciano contra Joe Louis, ni como esas peleillas que se montan ahora.
Juan Solo
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6
26 de febrero de 2019
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Godard es el cine. El cine es Godadrd. Eso dicen. Al menos es indudable que sentarse a ver una película de Monsieur Jean Luc es y ha sido siempre toda una experiencia. Alucinante, flipante,… frustrante, irritante, y muchos más adjetivos terminados en – ante. ¿Emocionante? Sí, por qué no, también, vale. Y que conste que esta no pretende ser una crítica pedante.

La última vez que me enfrenté a una de estas experiencias con el Godard más incendiario, el Godard post Dizga Vertov recuerdo que acabe bastante mosqueado y fui demasiado duro con él – un UNO en Filmaffinity le cayó a “Adieu au language”. Con “Le livre d images” no me sale tanta bilis. No es cuestión de ser condescendiente; siento hasta ternura hacia alguien que sigue haciendo películas con casi noventa después de habernos regalado en el pasado “À bout de soufflé” o “Band apart”. Un aplauso para él, y sobre todo un aplauso para sus productores y distribuidores que en febrero de 2019 se atreven a estrenar en cines cosas como esta. Godard siempre fue uno de los nuestros, un tipo que marca la frontera entre los cinéfilos y el resto del mundo. Y eso, quieras que no, es un plus.

Sí, la última vez que me enfrente a una experiencia Godard fui bastante duro con él. Es cierto que “Adieu au langague” era mucho menos asequible que “Livre d´images”´, pero en aquella ocasión dije que el sitio natural del film de Jean Luc no era una sala oscura sino un museo. Y en parte me arrepiento. Desde luego, lo que no era su sitio natural era el salón de mi casa. Esta vez he podido disfrutar de “Livre d´images” en un cine, y la experiencia ha sido más intensa. He podido deleitarme reconociendo fotogramas de “Johnny Guitar”, “Sopa de ganso” o “Encadenados”, confieso que me he divertido moderadamente con las típicas travesuras del director distorsionando sonidos e imágenes, aunque sin duda lo que más he apreciado es haber podido disfrutar del valor de los silencios. Escuchar el silencio en la inmensidad de una sala oscura resulta, ya que estamos, acojon_ante.

Lo frustrante de una película de Godard es intentar profundizar en su contenido, entre otras cosas porque es imposible. Es suficiente con dejarse llevar y aprehender el concepto, lo básico de su mensaje. A fin de cuentas, Monsieur lleva la tira de años dándole vueltas a la misma matraca, que si una imagen vale más que mil palabras, que si el lenguaje ha muerto, y ya no hay palabras, solo imágenes, que si el socialismo por aquí que si el socialismo por allá. Y como es de la vieja escuela, Jean Luc ni siquiera tiene necesidad de acudir a la metáfora del “black mirror”. En fin, que ya he dicho que no me quería poner pedante.

“Le livre d´images” es uno de esos inclasificables collages godartianos que juegan con las palabras, las imágenes, y hasta con la paciencia del espectador. La mía ha estado a punto de agotarse en el momento en el que Monsieur ha decidido irse por los cerros de Úbeda. O mejor dicho por los de la Meca, porque él, que siempre tuvo la espinita clavada, ve en la primavera árabe el último vestigio de la revolución. Y se apunta, nunca mejor dicho, a un bombardeo. Y, avisa, siempre estará de parte del que pone las bombas.
Juan Solo
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10
23 de febrero de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A lo largo de la Historia del Cine han sido muchos los directores que han cedido a la tentación de llevar a la pantalla los recuerdos de sus primeros años de vida. Citemos en este punto a François Truffaut con “Los cuatrocientos golpes”, Federico Fellini con “Amarcord”, Ingmar Bergman con “Fanny y Alexander” o Louis Malle con “Au revoir les enfants”. Después de estar unos años batallando por hacerse un hueco en el “establishement” de Hollywood, el mexicano Alfosno Cuarón decidió que por fin había llegado su hora, el momento de unirse a este selecto club plasmando en imágenes sus memorias infantiles.

De todos los títulos arriba citados, solo el de Fellini se inscribe dentro del género de la comedia y apuesta claramente por el humor y la ternura. El resto se asoma a su propia infancia proyectando sobre ella la mirada crítica de un adulto, acompañada en la mayor parte de los casos de cierto ánimo de revancha y de ajuste de cuentas. La visión de Cuarón es muy distinta al articular su relato y sus recuerdos en torno a la figura de Cleo/Libo, la tata que le crió a él y a sus hermanos durante sus primeros años .De paso el realizador convierte su película en un homenaje a todas las Cleos/Libos que en el mundo han sido, y aún son, mujeres trabajadoras encargadas de educar y sacar adelante a niños de buenas familias. Cuarón nos advierte de la enorme responsabilidad que cae sobre los hombros de estas mujeres, en un momento además en el que ser mujer, ser trabajadora y ser inmigrante está más en cuestión que nunca. No es cuestión de oportunismo; es que tal vez rodar “Roma” hace unos años no hubiese tenido tanto sentido.

La mirada de Cuarón se construye desde la ingenuidad de un niño que crece en el México de los años setenta sin entender demasiado las cosas de los mayores, mientras a su alrededor su país se desangra entre revueltas estudiantes o su familia está a punto de desmembrarse en un hogar que además es ejemplo manifiesto de lo que es la lucha de clases. La película se vertebra en torno a la imagen de Cleo, a su futura maternidad y su embarazo; ilusionante al principio, frustrado al final, y recompensado en el emotivo epílogo por el amor y el cariño que le brindan los niños de la familia a la que sirve. Roma es amor al revés.

Hasta los mayores detractores del film- hay gente para todo- no tienen otro remedio que rendirse a su impecable factura técnica. A pesar de ser un ejercicio cinematográfico destinado a verse en la gran pantalla que Netfilix ha condenado a que sea vea solo en la pequeña, la película puede disfrutarse perfectamente desde el salón de casa, apreciando esas secuencias que se quedarán en la memoria para siempre (tienda de muebles- paritorio- playa) o sintiendo la emoción con esos impresionantes planos secuencia panorámicos en los que no hay que perderse ningún detalle de lo que aparece en el cuadro. “Roma” es la obra de un virtuoso, sin que ese virtuosismo sea ni mucho menos extravagante o impostado. A Cuarón le sale de dentro, natural, y ni siquiera tiene que reprimir el impulso de controlarlo. Estamos además en un relato intimista y personal, y no en una superproducción de Hollywood, así que incluso esto ultimo puede tener más mérito.
Juan Solo
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