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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
24 de enero de 2017
40 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Existe algo más romántico que alguien esté dispuesto a construirte una casa en el lugar de tus sueños? Para que Richard pudiera hacer realidad la promesa que un buen día le hizo a su prometida tuvieron que pasar diez años. No fue por problemas económicos o por falta de empeño. El pecado que impidió a una pareja cimentar su propio hogar consistió en ser blanco y negra en pleno auge racista de la América profunda, hace poco más de 60 años. El matrimonio, que tuvo que sellarse a las afueras de Virginia, fue detenido y condenado a su regreso. El destino, siempre bromista y cruel, quiso que se apellidaran Loving.

El amor es precisamente el que prevalece en esta historia basada en hechos reales que ha querido transgredir en cierta forma los cauces habituales con los que Hollywood tiende a expiar sus pecados xenófobos. Un año después de la polémica por la ausencia de candidatos negros en los galardones más importantes de la industria, llega una película que parecía diseñada para apaciguar el ruido. Si lo hace, esta vez, es por méritos propios. Porque Loving efectivamente denuncia el pasado histórico que sigue sonrojando a buena parte de los estadounidenses, y que reverbera con fuerza en la era Trump, pero lo hace sin los artilugios a los que nos tienen acostumbrados los filmes contra el racismo.

Escenas de enorme crueldad, acento del victimismo en contrapartida, llantos desgarradores, lágrimas. Parece que sólo hay un camino para concienciar al espectador sobre las miserias de la supremacía blanca, como si subrayando el dolor y la tragedia se limpiaran mejor las conciencias de las nuevas generaciones de norteamericanos. Es el mecanismo favorito de Oprah Winfrey, que desde El color púrpura sigue empeñada en financiar los recursos más básicos de la ficción para mantener bien viva su causa.

Jeff Nichols ha preferido seguir otra senda, la de la contención y la sutileza. Los acontecimientos aberrantes se reflejan pero, más que para una sensacionalista recreación, se presentan como el gran escollo de una historia de amor. Porque aquí el protagonismo es cosa de dos. Los rostros de Richard y Mildred reflejan todo el dolor, todo el miedo, el hastío, la esperanza y, sobre todo, todo el cariño. Un amor puesto a prueba que sobrevive a las peores inclemencias, que resiste al tiempo y la barbarie gracias a una sola determinación, la de permanecer siempre juntos.

En las miradas, en la complicidad de Ruth Negga y Joel Edgerton, recae todo el peso de la película, como si Nichols se hubiera marcado como objetivo darle vida a la icónica fotografía de Life que sirvió para denunciar el caso y cambiar el curso de la historia. Dos amantes, ella dulce y perseverante, él escondido en sí mismo, enamorados, que lo único que perseguían era un hogar. Y un final sin grandilocuencias. Sólo un epílogo con una imagen fija y varias sentencias demoledoras, que afligen el ánimo y apenan el corazón, en especial una sola, la más tierna: “Cuidó de mí”. Emotividad y delicadeza. Una alternativa mucho más eficaz para denunciar y combatir el racismo.
polvidal
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9
16 de enero de 2017
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece que sólo existan dos posturas enfrentadas, irreconciliables, frente a los musicales. Admiradores que sueñan con un mundo mágico e irreal frente a los que aborrecen los súbitos arranques de cante y baile. Al musical se le adora o se le detesta, cuando la historia del cine nos demuestra que existen multitud de propuestas que se alejan de los cánones habituales del género. La la land no pertenece precisamente a ese reducido grupo de excepciones, no llega con inquietud revolucionaria, pero su brillante ejercicio de nostalgia consigue alcanzar a un público mucho más amplio, el de los eternos románticos.

Damien Chazelle ha querido rendir homenaje a sus dos grandes pasiones, el cine y el jazz, echando la vista atrás, con una mirada melancólica, irresistiblemente hipnótica, a la época dorada en la que los cines se abarrotaban y los clubes de jazz derrochaban vitalidad y talento. Sustituidos ahora por locales de samba y tapas, por la moda efímera, o con la amenaza de cierre, sorprende que sea un chico de apenas 32 años el que reivindique con su obra el pasado glorioso de Hollywood y de la música negra. Gracias a la enorme acogida de La, la, land, su alegato, además, ha surtido efecto.

Resulta imposible resistirse a los encantos de una película que fusiona música e imágenes con tan exquisita precisión. Desde el plano secuencia inicial, que sin duda encandilará de la misma forma que horrorizará a seguidores y detractores del género, hasta la brillantísima secuencia final. Probablemente, los mejores apertura y cierre en una sola cinta. Milimétricamente pensados para abrir boca y dejar poso.

Entre principio y final, una bonita historia de amor entre dos soñadores, el que busca tocar el piano en su propio local y la que persigue el éxito en la industria cinematográfica desde una cafetería de los estudios Warner. De las coreografías vistosas, de los números musicales eufóricos vamos pasando poco a poco, a ritmo de piano, al encandilamiento del flirteo, de la primera vez, con un clímax que nos conduce del terrenal cine Rialto al firmamento del observatorio Griffith, en una maravillosa escena que lo reconcilia a uno con la visión más romántica del amor.

Por suerte, Chazelle no permite que flotemos demasiado tiempo en el espacio exterior, justo a tiempo para impedir que la propuesta alcance cotas insoportables de cursilería. La ensoñación a la que asistimos protagonistas y espectadores, absorbidos por la indudable química entre Emma Stone y Ryan Gosling, topa de lleno con los sueños particulares. El eterno conflicto entre el interés común y los individuales, entre el quiénes somos y el quién quiero ser, hace acto de presencia para despertarnos de la utopía a la que nos tiene acostumbrados el cine de Hollywood.

Sin embargo, la clara invitación de La la land es a soñar. Poco importa que la vida sea más compleja que el argumento de un musical, que las historias de amor casi nunca terminen como en un cuento de hadas o que las oportunidades formen parte de un coto privado. Uno de los objetivos del cine es la ilusión. Y Chazelle la lleva hasta sus últimas consecuencias con una obra maestra que, por lograr, incluso consigue que una ciudad tan fea y hostil como Los Ángeles se convierta por momentos en el lugar más bonito del mundo. Ni para los amantes ni para los enemigos del musical, La ciudad de las estrellas es para todos aquellos con ganas de soñar.
polvidal
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8
15 de diciembre de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En plena vorágine de las series criminales basadas en hechos reales conviene echar la vista atrás y comprobar que el género hace décadas que existe. De hecho, el admirado Ryan Murphy y su ‘American crime story’ junto a todas las series, documentales, miniseries y demás vueltas de tuerca que pueblan las plataformas televisivas tienen un claro molde al que ajustarse y que se remonta más de 50 años atrás: Truman Capote y la novela de no ficción. Con ‘A sangre fría’ el escritor de Nueva Orleans inauguró un cruce entre literatura y periodismo que nadie, ni siquiera en la pequeña o la gran pantalla, ha sabido emular.

Un ejemplo lo encontramos en la adaptación de su obra maestra, que llegó justo un año después de la publicación en 1966. A pesar de su minuciosa fidelidad al libro resulta imposible trasladar en imágenes la exhaustiva labor del periodista en su investigación sobre el terrible asesinato de cuatro miembros de una familia en la tranquila localidad de Holcomb, en Kansas. Terrible, trágico, siniestro, espeluznante, atroz. Son las coletillas que suelen acompañar a la crónica negra, recurso fácil para enganchar al espectador de los programas matinales o los informativos pero que en manos de Capote resultan innecesarios. En su caso, la tragedia emana de la propia narración.

Porque si la gran mayoría de crónicas de sucesos se regocijan en los detalles escabrosos, en la investigación policial, en el dolor de las víctimas, la de Capote es una mirada auténticamente periodística, en busca de esa sexta W que los medios, con las prisas, se suelen saltar. El por qué. En su trabajo de campo decidió incluir de igual forma a los culpables de la barbarie, tratando de sortear su documentada simpatía por uno de ellos, Perry Smith, para brindar un relato objetivo y ecuánime, en el que más que tomar partido trataba de entender a todas las partes.

‘A sangre fría’, el filme, no es tan neutral como el periodista. Pequeños detalles como la banda sonora denotan un posicionamiento lógico hacia las víctimas. Imposible mantener la equidistancia cuando entran en juego los recursos cinematográficos. Sin embargo, la cinta de Richard Brooks permanece fiel en la amplitud de miras, simultaneando el punto de vista de los asesinos con la congoja de una comunidad ajena hasta entonces a las noticias de primera plana. El relato, como en la novela original, está contado de manera exquisita, sin el nivel de detalle al que puede recurrir un libro cercano a las mil páginas, pero sin descuidar ni una sola de las fases del proceso criminal.

Con una fotografía impecable y una cuidadísima puesta en escena, ‘A sangre fría’, la película, nos va adentrando desde el comienzo en una desgraciada historia que se va mascando en cada elemento, desde la niebla que envuelve cada rincón de la escena del crimen al ritmo de jazz que acompaña buena parte de las andanzas de los asesinos. Aunque la empatía con ellos, si es que llega a haberla, es menos efectiva que en el libro, el cuál indaga mucho más a fondo en su pasado para llegar a comprender su comportamiento, la escena final, que discurre en un lugar llamado ‘la esquina’, es de las que acongoja.

Libro y filme constituyen un tándem imprescindible para entender las bases del buen periodismo de sucesos. Si además uno quiere sumergirse con nota en el trabajo de Capote no está de más el visionado complementario de la película que lleva su nombre, de Bennett Miller, e ‘Historia de un crimen’, de Douglas McGrath. Bienvenidos al absorbente y adictivo universo del autor de ‘Desayuno con diamantes’.
polvidal
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7
1 de diciembre de 2016
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Animales nocturnos conviven dos películas, dos narraciones, incluso dos miradas distintas. Por un lado, el vacío existencial de una galerista cautiva en su propio presente, fruto de una sucesión de elecciones equivocadas. Fotografía glacial, planos nostálgicos, lúgubres y surrealistas, que contrastan con la segunda historia, un paquete bomba en forma de manuscrito. Dardos envenenados que su exmarido le va lanzando de página en página en una retorcida mezcla de realidad y ficción. Una fría y calculada trama de venganza que Tom Ford entremezcla de manera desigual, debatiéndose constantemente entre su gusto por la estética y los cánones del thriller clásico.

La propuesta sería impecable si no fuera por esa dualidad, por una descompensación entre ambas propuestas que termina lastrando el interés del espectador. Porque mientras nos dejamos embaucar por el magnetismo de Amy Adams en un entorno de elegancia y superficialidad, a través de poderosas imágenes y una envolvente banda sonora que por momentos nos evoca al Almodóvar más oscuro, al de ‘Los abrazos rotos’, al de ‘La piel que habito’, de repente los saltos a ese pasado ficcionado nos extraen del encantamiento para adentrarnos en un relato de violencia imprevista y contenida que se encuentra en las antípodas del gancho principal.

Ambas historias conformarían dos películas independientes perfectamente válidas, mucho más eficaces que en este constante vaivén, en este coitus interruptus entre la melancolía de la lectora y su lectura. La recreación de la novela Animales nocturnos queda mermada por el segundo plano al que ha sido predestinada. Y es una lástima, porque ese viaje al infierno al que se ve sometido el personaje de Jake Gyllenhaal, con la impagable presencia de Michael Shannon como sheriff sin nada que perder, es un espléndido reflejo de la vulnerabilidad del ser humano, un angustioso descenso a los confines de la cobardía y la culpa, dos de los sentimientos más incómodos para la sociedad en general y para el cine en particular. La figura del héroe siempre será mucho más agradecida.

Tom Ford, desde luego, ha querido ser más valiente en su segunda incursión tras las cámaras. Sacrifica la belleza que tan minuciosamente quiso impregnar en su primera obra para brindarnos una visión más fea de su glamuroso entorno. Las majorettes que abren la cinta, plenamente desnudas, contorneando su obesidad mórbida, alejadas completamente de los cánones actuales, representan toda una declaración de intenciones. En la vida, como en el arte, no existe un sólo camino hacia el éxito. Tan sólo presupuestos idealizados que no sólo no garantizan la felicidad sino que pueden convertirse en desencadenantes de una gran frustración.

Animales nocturnos, a pesar de ese desequilibrio entre ambas narraciones, entre el drama intimista y el thriller, es un estimulante viaje que encandilará desde a las jóvenes promesas literarias, a las que alertará sobre las enormes dificultades del proceso creativo, hasta los amantes del cine noir, proporcionándoles alguna que otra nueva perspectiva. Pero lo que sin duda terminará alentando a los escépticos es su incontestable final, en el que confluyen y cobran sentido las dos historias para dejar a lectora y espectador en el más absoluto desasosiego.
polvidal
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4
8 de noviembre de 2016
26 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Clint Eastwood ya está de vuelta de todo. Le importa un pimiento si su apoyo a Donald Trump le comporta enemigos o si su definición actual de la generación de mariquitas traspasa lo políticamente correcto y ofende al personal. Tampoco su filmografía parece importarle demasiado. Pocos reparos ha tenido en presentar auténticos bodrios como Jersey boys o cintas mediocres como Más allá de la vida o El francotirador. En su historial ya se encuentran Los puentes de Madison, Sin perdón, Mystic River o Million dollar baby. Ya no necesita reivindicarse. Mucho menos con 86 años, la edad suficiente para restar trascendencia a esta época de polémicas efímeras. El actor ya se labró su carrera como director y ahora corresponde al público determinar si su talento sigue en forma o se mantiene gracias a una base de fieles seguidores.

Sully corresponde a esa cada vez más amplia y frecuente lista de películas en su carrera que simplemente alcanzan la corrección, adoptando ese tono grandilocuente y patriótico tan del gusto del cine yanqui. En realidad, el milagro del río Hudson jamás debió traspasar las primeras planas de los periódicos porque, una vez plasmado en la gran pantalla, el suceso no supera la simple anécdota. Una hazaña vistosa, que sirvió para abrir los telediarios de aquél 15 de enero de 2009, pero que a Eastwood no le alcanza más que para ensalzar el valor de la comunidad, del compañerismo en situaciones adversas.

Ni siquiera la recreación de ese amerizaje forzoso, el reclamo que junto al nombre y apellido del director atraerá a las salas, se explota de la mejor manera. Un arranque tramposo nos hace temer que toda la carne se verterá en el asador en los minutos iniciales. Sin embargo, se irá desgranando poco a poco a lo largo del metraje, a través de una serie de idas y venidas en el tiempo que entorpecen los dos clímax de la película, el heroico descenso y su posterior puesta en duda en forma de juicio de aviación civil.

El mismo planteamiento que ya plasmó El vuelo en 2012, el de una sociedad obsesionada con normativizar y juzgar absolutamente todo, aquí se desarrolla de manera superficial, sin alcanzar los matices y la riqueza del personaje que protagonizó Denzel Washington. En cambio, Tom Hanks se limita a adoptar su enésima pose de héroe mundano estadounidense, casi con la misma apatía con la que un director de renombre decide ir lanzando por la borda sus años de maestría. Será cosa de la edad, que todo lo relativiza y perdona, pero la experiencia debería servir para algo más que para dilapidar un legado.
polvidal
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